Riesgos del populismo sindical

Riesgos del populismo sindical

Los sindicalistas se oponían al tipo de partido político propugnado por Lenin y a los partidos estilo parlamentario. Eran hostiles a todas las formas de control centralizado que minaran la solidaridad espontánea de los trabajadores en el conflicto laboral local.  G.D.H. Cole. Historia del Pensamiento Socialista

El debate abierto con motivo del reciente congreso de la UGT se enmarca en una discusión más amplia sobre el papel histórico de los socialistas en nuestro país y la socialdemocracia europea, aparentemente en crisis. Desde su fundación, el Partido Socialista Obrero Español adoptó una política centralizadora, fruto tanto de sus orígenes marxistas como del jacobinismo de sus dirigentes. Convivieron en él, a veces con extrema dificultad, las dos almas del partido, la ortodoxa y la socialdemócrata. G.D.H. Cole, en el libro arriba citado, pone de manifiesto que los conflictos sociales de principios del pasado siglo condujeron a un protagonismo arrollador de los sindicatos de estirpe anarquista, cuya autonomía de acción local puso en jaque a los gobiernos de la República Española desde el primer día de su instauración. No es difícil encontrar en la CUP y en movimientos como el de Izquierda Anticapitalista resabios parecidos que pueden generar problemas de igual índole en nuestro actual régimen democrático.

La influencia del movimiento sindical en los partidos de izquierda hizo coincidir el liderazgo de la UGT con el del PSOE en el caso de Largo Caballero y décadas más tarde tendría su contrapartida en la estrecha relación entre Comisiones Obreras y el Partido Comunista. Tras la transición española, y desaparecidos sus líderes históricos, se debilitaron los lazos entre las fuerzas políticas y las sindicales, al tiempo que estas perdían liderazgo en amplios sectores de la empresa privada, mientras mantenían su capacidad de movilización en la administración y la empresa públicas.

La construcción del modelo social europeo se basó en un pacto entre la socialdemocracia y la democracia cristiana que contó con el aval de las fuerzas sindicales de la época. Ello explica algunas peculiaridades del capitalismo alemán, que acoge en el seno de los consejos de administración (por inspiración de la doctrina social cristiana) a representantes laborales. La contribución de los sindicatos de clase al establecimiento del nuevo contrato social emanado de la posguerra mundial fue decisiva, como lo fue también en España con ocasión de los Pactos de la Moncloa. El posterior fraccionamiento del movimiento obrero, sustituido en parte por agrupaciones gremiales (controladores, pilotos, transportistas…), ha contribuido a desfigurar el papel del sindicalismo en la esfera pública y en el devenir de la izquierda.

Los gobernantes socialistas adoptaron con demasiada frecuencia una actitud equidistante entre sindicatos y organizaciones empresariales, confundiendo los roles de cada una y rindiéndose a una onírica autorregulación de las relaciones industriales. Mientras las patronales suelen representar intereses concretos de quienes en ella se agrupan, lo mismo que los sindicatos o gremios sectoriales, el movimiento sindical forma parte del sistema democrático en pie de igualdad con los partidos políticos o el ejercicio de la libertad de expresión. Esto lo comprenden bien algunos voceros del populismo a la moda que no hacen distingos a la hora de entonar el “no nos representan”, envolviendo en su protesta a todo el entramado institucional, sindicatos incluidos. Pero sin el protagonismo de estos será imposible garantizar el futuro del Estado de bienestar europeo y elaborar un nuevo pacto social.

La necesidad de ese nuevo contrato social en la Europa desarrollada viene determinada por la globalización y falta de regulación del sistema capitalista —que provocó la crisis financiera—, el envejecimiento de la población, la mayor esperanza de vida y la baja productividad por hora trabajada en muchos de los países centrales. De todas estas cosas se habla abierta y públicamente por parte de los líderes de la socialdemocracia y de no pocos dirigentes sindicales europeos. Sin embargo, en nuestro país, los reclamos de renovación de la izquierda, incluida la izquierda sindical, tienden con facilidad pasmosa a refugiarse en eslóganes y frases de campaña, sin ofrecer soluciones o políticas alternativas.

Una cosa es la política suicida de austeridad hasta la muerte impuesta por la cazurrería de las burocracias comunitaria o germana y otra el reconocimiento de que algunas de las medidas que los Gobiernos europeos se han visto obligados a tomar no son coyunturales y responden a la necesidad de modificar el Estado del bienestar si queremos garantizarlo. La prolongación de la edad de jubilación, una flexibilidad de las leyes laborales que no amenace la seguridad del empleo, y el establecimiento de un sistema dual de pensiones públicas y privadas responden no tanto a la lucha a corto plazo contra el déficit público como a la búsqueda de un nuevo paradigma que haga sostenible el modelo tradicional al tiempo que impulse políticas de crecimiento.

Es responsabilidad de los políticos, del Gobierno y de los líderes de la izquierda abordar un debate público sobre estas cuestiones al margen de la dramática coyuntura por la que atravesamos, y será imposible hacerlo sin la colaboración activa de las centrales sindicales. La sensación de que estas han sido relegadas en sus funciones de representación social, vilipendiadas y estigmatizadas por fenómenos puntuales de corrupción, y empujadas a ocupar la calle, dificulta en mucho la elaboración de ese nuevo modelo. Los sindicatos han cometido excesos y algunos de sus dirigentes abusan del doble lenguaje, pero la descalificación global que de ellos se hace desde los medios de la derecha y las posiciones neoliberales de algunos cabecillas políticos, aparte de ser injusta, contribuye a deteriorar la cohesión social y a desestabilizar el sistema democrático.

Los sindicatos mayoritarios han de ocupar el lugar que les corresponde en el diseño de la futura sociedad. De otra manera se verán desbordados, como en muchos casos puede ya observarse, por las tendencias demagógicas y localistas que en su día contribuyeron de manera funesta a la fragmentación de la izquierda igual que amenazan con hacerlo hoy.

Juan Luis Cebrián es presidente de EL PAÍS y miembro de la Real Academia Española.

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