Riesgos sempiternos de la democracia

El término democracia se ha convertido en expresión «talismán» y en categoría indiscutible. Se considera inviable arbitrar un régimen que pudiera sustituirla. El hecho de que el pueblo administre su presente y su destino resulta casi perfecto si su realidad persigue, y consigue, el bien común. De su sentido etimológico, demos y kratos, deriva que el poder reside y se ejerce por el pueblo. La convivencia provoca conflictos sociales y de ella surgen discusiones sobre cómo organizar la «cosa pública». En democracia el conjunto ciudadano es quien resuelve. Sus decisiones, en la ética kantiana del «deber ser», tendrían que adoptarse en aras del interés general. Sin embargo, su concreción en el tiempo y en la historia ha generado realidades bien diversas en una u otra comunidad política o en las diferentes etapas históricas.

Cicerón enuncia las premisas para que el modelo democrático funcione: «Pueblo culto, gobernantes honestos, leyes justas». No siempre se reúne esta triada. Y es que, al estar concatenadas, si la primera no se cumple va de suyo que las siguientes no se alcanzan. Las leyes justas derivan de un gobierno honesto escogido por un pueblo «culto». En este adjetivo, Marco Tulio Cicerón encierra no solo el «saber» sino también los «valores», boni mores, que expresan la conveniente moral social. Si el «pueblo» falla, el sistema se desmorona. Y no me refiero solo al pueblo elector. Comprende también a sus miembros más jóvenes -aún no incorporados al sufragio universal-, pues su «formación de hoy» condicionará el «protagonismo del mañana» con el que podrán construir una sociedad mejor.

Lo que, en verdad, sea la «voluntad popular» se manipula, a veces, en la acción política; se desnaturaliza en ciertos análisis sociológicos o ensayos de politólogos; y se tergiversa o trivializa en algunos medios de comunicación. Se ha mancillado por regímenes totalitarios, de distinto signo, surgiendo el contrasentido de un gobierno «para el pueblo, sin el pueblo».

La democracia nace en Atenas. Desde su origen se hacen presentes muchos de los problemas y respuestas que hoy se plantean y ofrecen. La democracia greco-romana es directa, la actual es representativa. Se consagra en la Revolución francesa, si bien encuentra precedentes en el Medievo. Es un orgullo para España que Los «Decreta» (Cortes) del Reino de León, de comienzos del siglo XII, hayan sido reconocidos por la Unesco como primera experiencia popular participativa, precursora del parlamentarismo.

Para el mundo antiguo, la estructura política, polis o civitas, emerge de una yuxtaposición de agrupaciones básicamente familiares. Así, en Aristóteles y Cicerón. Ellas son los pilares, de orden natural, sobre los que se conforma la ciudad-estado. Por el contrario, las democracias contemporáneas -sin perjuicio de asentarse, en ocasiones, en una secular historia común- resultan de un pacto jurídico-social, plasmado en un Texto constitucional.

Riesgo sempiterno del sistema es su desvirtuación, a través de múltiples alteraciones. Así, políticos cortoplacistas, antítesis de estadistas y en las antípodas de lo institucional, que calculan al fijar sus posiciones, cuántos votos ganan y cuántos pierden, convirtiendo el rédito electoral en la brújula de sus propuestas. Eclipse del Parlamento, como órgano constitucional, por mor del poder creciente de los partidos que restringen, en cierta medida, la libertad de los diputados, que lo son por haber sido candidatos en una lista electoral. Intereses partitocráticos que condicionan, en demasiadas ocasiones, las votaciones parlamentarias, predeterminadas antes del pleno; impiden un sereno y hondo debate de confrontación de pareceres; y excluyen la posibilidad de que un grupo cambie su voto, por un eventual convencimiento de la bondad y la validez de las posiciones que defiende el «otro». Un experimentado diputado británico le desvelaba, con ironía, a un novel político que se estrenaba en la Cámara: «Joven, le confieso que en mi larga vida parlamentaria alguna vez he cambiado de parecer, pero nunca de voto». Y si esto es así, los ciudadanos contemplamos sesiones plenarias en las que apreciamos, con desilusión, cómo cada uno se atrinchera en sus posiciones, en vez de escuchar a los demás portavoces por si algo de lo que defienden le hace reflexionar, matizar o incluso cuestionarse al menos una parte de sus postulados iniciales. A la decepción se añaden malestar y pesadumbre cuando el pleno se traduce en descalificar al contrario, dejarle en evidencia e incluso buscar, denodadamente, calumniarle.

Socava así la legitimidad democrática, la radical confrontación y crispación de la clase política, la brutal animadversión entre los líderes que impide cualquier acuerdo de sus formaciones. Ya en Atenas existieron luchas encarnizadas, en la que los rivales se cruzaban acusaciones que bien no eran verdaderas -y quien las lanzaba lo sabía- o bien eran temerarias, pues el indicio, sin constatación, se daba por cierto.

Y para envilecerlo todo, casi nada como la demagogia. Políticos populistas que se asemejan, en sus malas artes, al flautista de Hamelin. Un pueblo infantil, inmaduro, les sigue sin saber que les conduce al precipicio. Su embriagante sinfonía no entona «lo mejor» para el pueblo, sino lo que el pueblo «quiere» oír, sea «bueno, malo o regular» para su propio interés. Así, el bien social si no es «popular» queda arrinconado.

Solo desde la dignidad y la honestidad en el ejercicio del poder, el político será capaz de sobrepasar la volátil voluntad y el versátil capricho popular, para adoptar decisiones -si se está en el poder- o para defender posiciones -si se encuentra en la oposición-, con independencia de que unas u otras arrojen más o menos rédito electoral.

En suma, la democracia representa una categoría nuclear. No obstante, se materializa tanto en magníficas encarnaciones como en indignas distorsiones. Por ello, cada uno debemos contribuir a la tarea, siempre inacabada, de aproximar nuestra democracia a su modelo más sobresaliente y granado. Solo así, desde el nobilísimo ejercicio de la «virtud política», ciudadanos y representantes nos encontraremos en condiciones de hacer «de ella» -parafraseando, en positivo, la célebre afirmación de Churchill- «el mejor sistema político».

Federico Fernández de Buján es catedrático de la UNED y académico de la Real de Doctores de España.

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