Riesgos y costes

La Diada del 2012 dio curso a una enumeración de riesgos y costes para el empeño soberanista que ni los promotores de la consulta ni sus contrarios han querido o podido desglosar de manera precisa. La estratégica indefinición de los primeros, obligados a alentar una dinámica que superase todos los obstáculos legales o advertencias de cualquier orden, les condujo a obviar la previsión de riesgos y costes para no enredarse en algo que ralentizara su marcha. El más comprometido de los futuros resulta, a sus ojos, mejor que las aviesas bondades de lo ya conocido. La polarización acusada desde hace un año, que ha acabado con todo matiz al respecto del autogobierno catalán, ha llevado a los resistentes a ultranza frente al derecho a decidir a eximirse de la responsabilidad de detallar los perjuicios que entrañaría la independencia para los catalanes, limitándose a subrayar su maldad. La confrontación entre una convicción pretendidamente ética y una reclamación identitaria respecto al porvenir elude entrar en el catálogo de pros y contras que una determinada fórmula de salida ofrece a los conciudadanos. Pero a medida que los momentos decisivos se aproximan todos los actores de relevancia están emplazados a evaluar públicamente las ventajas e inconvenientes de su opción particular, o a decantarse discretamente a cuenta de su particular valoración de riesgos y costes.

La sociedad es diversa entre otras razones porque cada partícipe de la comunidad lo es. Una sociedad abierta permite y fomenta que cada persona sea en sí misma plural, y no unidimensional. Cada ciudadano, en su dimensión social, es la síntesis en permanente modulación de sentimientos y necesidades, de convicciones e intereses, de devociones heredadas y afectos más recientes, de rebeldía y de desistimiento ante la corriente dominante. De tal manera que los obstáculos y avisos de peligro para la aventura soberanista se convierten, a la vez, en factores de disuasión y en estímulos que azuzan la naturaleza reactiva del vínculo comunitario. Sin embargo, la política no está llamada a promover y recrear los instintos humanos sino a encauzarlos racionalmente. Por lo que la política catalana y española deben brindar un debate de calidad que permita dilucidar sobre lo que es mejor para la ciudadanía, sobre lo que constituye su interés común.

Dicho debate debería trascender la búsqueda absurda de un intermedio ficticio entre el hoy sojuzgado y el mañana libre. Más bien debería responder a preguntas concretas. Por ejemplo, sobre la posibilidad de un “pacto fiscal” que no descuaderne el Estado autonómico, sobre la viabilidad de una Catalunya independiente que no hipoteque el bienestar de sus ciudadanos, sobre la eventualidad de una organización distinta de la solidaridad interterritorial en España, sobre el tránsito entre una independencia al límite y la adhesión a la UE. Y también de lo absurdo que resultaría dejar de ser españoles para acabar dependiendo aún más de poderes que escapan a nuestra capacidad de control democrático.

El cálculo de riesgos y de costes para el todavía indefinido plan soberanista no se enfrenta a obstáculos y resistencias que emanen, necesariamente, de la mala fe de los adversarios o de la acción subterránea de núcleos fácticos de influencia. Las reglas de juego constitucionales aparecen tan adversas para las intenciones soberanistas como las leyes del mercado que determinan la conducta de los inversores. Pero el afán independentista no puede pretender anularlas sino, si acaso, superarlas mediante reglas más diáfanas y no más opacas. Una de las dos tentaciones en las que podrían caer los promotores de la consulta es convertir esos riesgos y esos costes en plagas bíblicas que pongan a prueba la fe de los enlazados en la Via Catalana, como si de esa fe dependiera el éxito final del éxodo emprendido. Su otra tentación sería confiar dicho éxito a la sagacidad estratégica de quienes parecen decididos a explotar el supuesto de que Catalunya es tan valiosa para Europa que todas las reservas legales y todas las prevenciones económicas irán desvaneciéndose al paso de la marcha.

Del mismo modo que resulta excesivo constreñir el derecho de decisión a la celebración de una consulta de sí o no a una determinada opción –pongamos que la gestación de un Estado propio–, tal ejercicio no alcanzaría las condiciones de un acto verdaderamente libre, en tanto que consciente y responsable, si se hurta la discusión informada sobre los pros y contras de cada una de las respuestas posibles en el plebiscito y sobre su gestión posterior. Decidir y hacerlo colectivamente ha de ser algo más que un acto de voluntad. Precisa asumir las consecuencias partiendo del peor de los escenarios posibles.

Kepa Aulestia

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