Riña, rencor y revancha

En el presente que nos toca vivir en España hay quienes están empeñados en reabrir nuevamente todos los contenciosos que en los últimos doscientos años alteraron nuestra convivencia y que considerábamos estaban ya definitivamente superados gracias al ejemplar proceso político de la transición democrática, que culminó con la aprobación de la vigente Constitución de 1978. Resurgen los peores modos de una historia convulsa. No olvidemos que en los apenas 166 años que van desde la Constitución de Cádiz de 1812 hasta la actual de 1978, España tuvo siete constituciones, reinaron dos dinastías, ambas depuestas, una de ellas dos veces; fueron violentamente abolidas dos repúblicas; sufrimos cuatro guerras civiles, la última de las cuales ocasionó cientos de miles de muertos y de exiliados; mantuvimos cuatro guerras coloniales; nos gobernaron dos dictaduras, la última con una duración de cuarenta años; hubo dos regencias militares y un incontable número de golpes de Estado de todo tipo, así como de sublevaciones, asonadas y pronunciamientos del Ejército, además de huelgas y movimientos revolucionarios, sin olvidar los intentos violentos de secesión territorial o proclamaciones cantonalistas, el último acaecido, como quien dice, antes de ayer: el golpe de Estado y la rebelión de los separatistas catalanes del pasado 1 de octubre de 2017.

Pero para el sanchismo gobernante, parece que la lección de la historia no está aprendida, interesado cínicamente en recuperar la triste historia machadiana de las dos Españas, más por intereses personales y electorales que por criterios políticos.

Cuando todavía están recientes los actos conmemorativos del cuarenta aniversario de la aprobación de la Constitución de 1978, el próximo 1 de abril se cumplirá el ochenta aniversario del final de la guerra civil que asoló España de 1936 a 1939. Y la gran paradoja del presente es que en el debate y en el lenguaje político, en la revisión histórica y sobre todo en la gravísima conflictividad institucional, los españoles de hoy estamos más cerca de 1939 que de 1978.

Asistimos a un triple ataque que en su esencia es uno solo. Se descalifica el proceso de transición democrática, considerándolo un contubernio entre los poderes fácticos del anterior régimen y la emergente «casta política» de los partidos reformistas. Se denuncia el gran acuerdo de la reconciliación nacional, implantando una mal llamada ley de la memoria histórica. Por último, se pide la reforma, cuando no la derogación, de la actual Constitución, definida como el paradigma represor del llamado «régimen del 78». Nadie se engañe: el triple ataque tiene también un triple objetivo, que no es otro que cambiar la forma del Estado, liquidar la estructura territorial histórica de España y, por último, trastocar el sistema social de valores, fines los dos últimos que ya en gran parte están consiguiendo.

Para ello, implantando la coacción del lenguaje «políticamente correcto», la alianza entre el sanchismo y los rupturistas se apropia en exclusiva del relato histórico, practicando un presentismo absoluto, entendido este ardid como la utilización del presente como único criterio a la hora de valorar y entender los sucesos del pasado, los cuales no son juzgados en razón del escenario histórico, político, social o económico en el que sucedieron, sino que se ensalzan o condenan a conveniencia de los intereses ideológicos o partidarios del presente, constituyéndose así una crónica histórica absolutamente maniquea, donde los buenos y los malos no lo son en razón de sus hechos, sino conforme a su mayor o menor identificación con los valores morales o los intereses políticos que hoy se quieren imponer, incluso aunque estos no hubiesen existido en el pasado, lo cual constituye la mayor aberración intelectual que pueda haber.

No hay mejor ejemplo de lo antedicho que la sesgada aplicación que se hace de la ley de Memoria Histórica, donde la justa y obligada reparación a las víctimas, como es la búsqueda y el rescate de los restos de asesinados para su digna inhumación y merecido recuerdo, haya sido sustituida por una nueva versión de la cainita división entre vencedores y vencidos, donde sencillamente se cambian los nombres, pero los argumentos y razones son los mismos que aplicó la dictadura del general Franco durante toda una larga postguerra que duró cuarenta años, convirtiéndose así la ley de la Memoria en un sectario remedo de la ley de Represión del Comunismo y la Masonería de 1940.

El verdadero final de la guerra civil sobrevino con la aprobación de las leyes de amnistía y la entrada en vigor de la Constitución, desde el perdón, que no el olvido, nacido de la generosidad y la renuncia de unos y otros, que permitió alumbrar uno de los mayores hitos en nuestra procelosa historia, como fue la reconciliación nacional. Unos y otros, nosotros y ellos. Porque a quienes buscan manipular la memoria de don Manuel Azaña es bueno y conveniente recordarles que la España del presente se construyó gracias a imágenes ejemplares, como la que protagonizaron en noviembre de 1978 en la Ciudad de México el Rey Don Juan Carlos I y la viuda de Azaña, fundiéndose en un emocionado abrazo. A sus 84 años, doña Lola Rivas Cherif decía: «Cuánto le hubiera gustado a don Manuel Azaña vivir este día, porque él quería la reconciliación de todos los españoles».

Tristemente, la dramática apelación de Azaña, pronunciada al final de la guerra, demandando «paz, piedad y perdón», ha sido incomprensiblemente sustituida hoy por la actitud imperante de «riña, rencor y revancha», impulsada por quienes mancillan y deshonran la propia historia del partido que dicen representar, abominando del papel protagonista que el PSOE de Felipe González y Alfonso Guerra tuvo en la Transición, la reconciliación y la Constitución. Recordar que también la España del presente se debe, entre otros, a un antiguo ministro secretario general del Movimiento, Adolfo Suárez, a quien nunca España pagará su valentía. Y también, entre otros, a un ministro de Franco, Manuel Fraga, y a un comunista del 36, Santiago Carrillo, que entablaron un diálogo público en la tribuna del Club Siglo XXI. Y también, más que nadie, a un Rey, Don Juan Carlos I, que quiso ser el Rey de todos los españoles. Se debe, en fin, a todo un pueblo español que deseaba que reposaran en paz don Antonio Machado y su hermano, don Manuel Machado, soñando, bendita ilusión, en que un día tendríamos un presidente que les llevara flores a ambos, en vez de condenarnos a seguir en las trincheras de por vida.

En 1948, en la ciudad francesa de Toulouse, en la abadía de los dominicos, conocida como la de los Jacobinos, en el templo en el que reposan los restos de santo Tomás de Aquino, se celebró el III Congreso en el exilio del PSOE. Allí Indalecio Prieto impulsó un acuerdo para implantar la reconciliación nacional, que meses más tarde se plasmó en los llamados «Pactos de San Juan de Luz», suscritos entre socialistas y monárquicos, recientes todavía las heridas de la guerra civil, que personajes como Prieto y Gil Robles intentaban restañar. Se iniciaba así el largo, duro y difícil camino hacia la libertad, lograda por la generosidad de todos a través de la reconciliación nacional, que en todo momento, de principio a fin, mi querido partido, el PSOE, impulsó y protagonizó.

Oprobio y vergüenza para quienes, renegando de su propia historia, usurpan lo que no son.

Francisco Vázquez y Vázquez fue alcalde de La Coruña y embajador de España.

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