¿Robotización sin imposición?

El pasado mayo, en un proyecto de informe al Parlamento Europeo preparado por la eurodiputada Mady Delvaux de la Comisión de Asuntos Jurídicos, se presentó la idea de un impuesto a los robots. El informe destaca que los robots pueden incrementar la desigualdad y señala una posible “necesidad de exigir a las empresas que informen acerca de en qué medida y proporción la robótica y la inteligencia artificial contribuyen a sus resultados económicos, a efectos de fiscalidad y del cálculo de las cotizaciones a la seguridad social”.

La propuesta de Delvaux generó un rechazo casi unánime, con la notable excepción de Bill Gates, que la avaló. Pero no hay que descartar la idea tan rápido. Sólo el año pasado, hemos visto una proliferación de dispositivos como Google Home y Amazon Echo Dot (Alexa), que sustituyen algunos aspectos de la asistencia doméstica. Asimismo, en Singapur empresas como Delphi y nuTonomy están incursionando en la provisión de taxis sin conductor. Y Doordash ha comenzado a sustituir a los repartidores de comidas a domicilio con vehículos autónomos en miniatura de Starship Technologies.

Si estas y otras innovaciones que reemplazan mano de obra tienen éxito, es indudable que las propuestas de cobrar impuestos a los robots serán cada vez más frecuentes, dada la problemática humana que supone la pérdida de empleo: las personas suelen identificarse íntimamente con su trabajo, para el que tal vez se prepararon por años. Los optimistas señalan que siempre aparecieron empleos nuevos para los desplazados por la tecnología; pero la velocidad de la revolución robótica hace dudar de que este proceso vaya a desarrollarse en forma tan fluida. Los defensores de un impuesto a los robots esperan que sirva para frenar el proceso al menos por un tiempo y generar recursos con los que financiar la adaptación (por ejemplo, programas de formación para los trabajadores desplazados).

Esos programas pueden ser tan esenciales como lo es el trabajo para lo que consideramos una vida digna. En su libro Rewarding Work [Trabajo gratificante], Edmund S. Phelps destaca la importancia fundamental de tener un “lugar en la sociedad: una vocación”. Cuando mucha gente ya no puede hallar trabajo para mantener una familia, las consecuencias son preocupantes; y como recalca Phelps, “el funcionamiento de toda la comunidad puede verse afectado”. Dicho de otro modo, la robotización entraña externalidades que justifican cierta intervención estatal.

Los críticos de la idea destacan que la ambigüedad del término “robot” dificulta la definición de la base impositiva. También señalan los innegables y enormes beneficios que la robótica aportará al crecimiento de la productividad.

Pero no hay que apresurarse a descartar un impuesto a los robots, aunque sea uno moderado, durante la transición a un mundo laboral diferente y como parte de un plan más amplio para hacer frente a las consecuencias de la revolución robótica.

Todos los impuestos, excepto los de “suma fija” (donde todos pagan lo mismo sin importar el nivel de ingresos o gastos), introducen distorsiones en la economía. Pero los impuestos de suma fija no son una opción viable para ningún gobierno, porque afectan desproporcionadamente a las personas de menos ingresos y son opresivos para los pobres, para quienes quizá sean impagables. Por eso los impuestos se hacen depender de alguna actividad indicadora de la capacidad de pago; y cualquiera sea esa actividad, el resultado del impuesto será desalentarla.

En 1927, Frank Ramsey publicó un ya clásico artículo en el que sostiene que para minimizar las distorsiones derivadas de la imposición, es necesario gravar todas las actividades, y propone un modo de determinar las alícuotas. Aunque esta teoría abstracta nunca llegó a tener aplicación plena en la realidad, es un poderoso argumento contra el supuesto de que sólo algunas pocas actividades deben pagar impuestos o que a todas hay que aplicarles el mismo tipo impositivo.

A algunas actividades que crean externalidades se les aplica un tipo impositivo superior al que habría propuesto Ramsey. Por ejemplo, muchos países cobran impuestos a las bebidas alcohólicas. El alcoholismo es un gran problema social; destruye matrimonios, familias y vidas. Entre 1920 y 1933, Estados Unidos intentó una intervención mucho más radical en el mercado: la prohibición lisa y llana de las bebidas alcohólicas. Pero eliminar el consumo de alcohol resultó imposible, y el impuesto que acompañó el fin de la prohibición fue una forma más suave de desincentivarlo.

En los debates en torno de un impuesto a los robots, hay que tener en cuenta qué alternativas para enfrentar el aumento de la desigualdad existen. Una posibilidad natural sería un impuesto a la renta más progresivo y un “ingreso básico universal”. Pero estas medidas no cuentan con amplio respaldo popular, lo que atenta contra su continuidad en el tiempo.

Los impuestos a las rentas elevadas (generalmente aplicados en tiempos de guerra) terminan siendo transitorios. En última instancia, la mayoría de la gente percibe que cobrar impuestos a las personas exitosas para beneficiar a las que no lo son es degradante para las segundas, y muchas veces hasta los receptores de la dádiva la rechazan. Los políticos lo saben, y por eso no es común que propongan confiscar las rentas elevadas y complementar las bajas.

Así que resolver la desigualdad de ingresos inducida por la robotización demanda una reformulación del marco impositivo. Puede ser más aceptable políticamente (y por ende, más sostenible) cobrar impuestos a los robots en vez de hacerlo directamente a las personas de altos ingresos. Y aunque no sería un impuesto al éxito individual (como sí lo es el impuesto sobre la renta), es posible que las personas de mayores ingresos paguen un poco más, si los obtienen mediante actividades que implican el reemplazo de seres humanos con robots.

Parece inevitable que una política que busque encarar el aumento de la desigualdad debería incluir un impuesto moderado a los robots, incluso uno transitorio que sólo frene un poco la adopción de tecnologías disruptivas. Los ingresos podrían destinarse a financiar un seguro salarial que ayude a las personas reemplazadas por la tecnología a cambiar de carrera. Una medida de este tipo sería duradera, ya que se condice con nuestra idea natural de justicia.

Robert J. Shiller, a 2013 Nobel laureate in economics, is Professor of Economics at Yale University and the co-creator of the Case-Shiller Index of US house prices. He is the author of Irrational Exuberance, the third edition of which was published in January 2015, and, most recently, Phishing for Phools: The Economics of Manipulation and Deception, co-authored with George Akerlof. Traducción: Esteban Flamini.

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