Roldán y la cara de tontos

Luis Roldán cumplió ayer la pena impuesta por los delitos de malversación, cohecho, estafa, falsificación y contra la Hacienda pública. De los 31 años nominales, se ha quedado en 15 reales, gracias al juego en favor del reo que supone tomar lo mejor de la legislación penal antigua y moderna. Hasta aquí, nada que no ocurra todos los días con hechos cometidos antes de mayo de 1996. Dada la naturaleza de los delitos, 15 años reales de privación de libertad es ya suficiente condena. Nadie, en fin, discute, que si esas son las reglas, parecen razonables.

Lo que no parece nada razonable es que el malversador y corrupto Roldán pueda disfrutar, según estimaciones, de unos 18 millones de euros, fruto de su delictiva alcancía. Todo parece indicar que ahora empezará la peripecia de recuperar ese botín, al igual que Kirk Douglas –el bandido– y Henry Fonda –el alcaide, a la postre, otro bandido– en la genial El día de los tramposos (1960), de Joseph L. Manckiewicz. El fin de esta película bien podría anticipar la realidad actual, pues, a no dudar, alguna ayuda procedente de algún sector de los poderes ocultos, léase sus cloacas, ha debido de recibir nuestro expreso.

La existencia de este botín es patente. Llama la atención por qué no se ha podido proceder a su intervención y, en consecuencia, dejar, de verdad, al estafador y falsario Roldán sin un duro. En buena medida, ello se debe a la mala puesta en práctica tradicional de una excelente y venerable ley. En efecto, casi es un excepción en el mundo occidental que en el proceso penal, salvo expresa renuncia de la víctima, se puedan ejercer simultáneamente la acción penal (pedir una pena por un hecho criminal) y la acción civil (pedir la restitución, la reparación del daño y/o la indemnización de perjuicios materiales y morales).
El venerable legislador decimonónico, sabiendo de la importancia de los aspectos materiales para los ofendidos por el delito, consignó que, en paralelo a la investigación penal, esto es, a la instrucción, el juez llevara a cabo otra investigación para determinar la valoración del daño, de los perjuicios irrogados y de los medios económicos del imputado para hacerles frente. Sin embargo, con cierta ingenuidad, la ley prevé que esta última investigación, esencialmente patrimonial, pueda posponerse hasta que concluya la causa penal. En la inmensa mayoría de casos, cuando, en fase de ejecución de sentencia, se acude a ver cuáles son los bienes con que cuenta el condenado para hacer frente a sus responsabilidades civiles derivadas del delito cometido, lo único que quedan en sus depósitos son telarañas. El caso Banesto o el caso Roldán fueron excepciones, con un empeño especial de los jueces implicados que llevaron adelante, y en su momento, las tediosas pesquisas mayormente en el extranjero, para aprehender una parte nada despreciable, aunque insuficiente, de los bienes que los autores de las trapacerías habían intentado poner a buen recaudo.
En el caso Roldán, sin embargo, pese a la porfía de la instructora, se chocaba una y otra vez con el entramado urdido en paraísos fiscales, algunos bien próximos. Desesperaba la evidencia de que bienes públicos habían engrosado el patrimonio de quien sería el primer director de la Guardia Civil condenado –junto a otros altísimos funcionarios y particulares– por corrupción.
El caso Roldán iba de dinero; eso era lo que tal sujeto y sus compinches trajinaban arriba y abajo ante los ojos ciegos de sus superiores. Yendo de dinero el caso, llama la atención el comparativamente poco empeño institucional, más allá de los juzgados, en superar la maraña societaria y bancaria creada por Roldán. Su patrimonio ilícito no estaba en el fondo del mar, sino invertido en bienes inmuebles y lucrativos fondos de inversión, todo gracias a un rudimentario sistema de sociedades fiduciarias. Cierto es que, dada su residencia extranjera, tales bienes gozaban de las ventajas de la inmunidad bancaria, fruto corrupto de gobiernos corruptos, que no vienen sino de las corrupciones nacionales ajenas. Pero no es menos cierto, que, al igual que hubo voluntad de traer a Roldán desde Laos –Estado con el que no había convenio de extradición–, no se puso ese empeño en romper las barreras de un artificioso secreto bancario, que no es más que una untuosa póliza de seguro que unos corruptos, repito, pagan a otros tan o más corruptos que ellos.

En fin, la ley vigente permite proceder a una exhaustiva investigación patrimonial de los encausados sobre todos sus bienes, sea cual sea su localización en el globo. Que sea posible, no quiere decir que sea fácil. Pero solo será factible si quienes deben llevarla a cabo disponen de los imprescindibles medios personales y materiales para realizar su función.
Una vez más, no se trata de cambiar las leyes, aludiendo, además, a su antigüedad, sino, precisamente, de lo contrario; de lo que se trata es de dotar de medios reales a las instituciones que en su día el legislador previó. No caigamos otra vez en el mismo defecto. Así evitaremos que los roldanes que en el mundo son nos vuelvan a dejar con cara de tontos.

Joan J. Queralt, catedrático de Derecho Penal, UB.