Roma: el Imperio supremo, hoy como ayer

La Historia puede perfectamente presentarse como el nacimiento y la caída de los grandes imperios. El romano no fue el mayor de cuantos han existido. Por poner un solo ejemplo, a finales del siglo XIX, la reina Victoria de Inglaterra gobernó sobre casi la cuarta parte de la Tierra. Pero Roma sí ha sido la única que ha logrado controlar todos los territorios que bordean el mar Mediterráneo.

En el siglo II d. C., emperadores como Adriano gobernaron sobre la gran mayoría del mundo conocido. Teniendo en cuenta que era una época en la que no se podía viajar más deprisa de lo que corre un caballo o de la velocidad a la que navega un barco de remos, este logro resulta todavía más impresionante. La magnitud del Imperio Romano sigue siendo asombrosa, casi tanto como su longevidad. Durante al menos 500 años, no encontró rival que le hiciera sombra en poder, riqueza e incluso población.

Esta abrumadora hegemonía está tan profundamente arraigada en la conciencia occidental que hoy seguimos contemplando a Roma como el Imperio supremo. Así, es natural compararla con la gran potencia de cada época. Hace un siglo, la comparación solía ser con Gran Bretaña, el más próspero de los imperios europeos que se habían repartido el mundo entre sí. Antes, en el momento cumbre de la conquista del Nuevo Mundo, el paralelo se trazaba frecuentemente con España. En nuestros días, se habla de Estados Unidos como la nueva Roma.

Roma ilustra tanto el triunfo apabullante como el fracaso final. Más aun, sugiere que el progreso humano no está preestablecido. Tras su caída, Europa vivió los Años Oscuros en los que la vida se volvió más simple, la tecnología era limitada y la alfabetización, algo muy raro. Muchos miran hacia la caída de Roma como un espejo ante los temores actuales de un colapso de la civilización o de la economía, ya sea por el cambio climático, por las pandemias globales, o simplemente por la decadencia moral -ésta última, también una gran preocupación para los romanos-.

No hay consenso acerca de las razones que llevaron a la caída de Roma. Pese a que suele sostenerse que la adopción del cristianismo fue una contribución importante al hundimiento final del Imperio, en realidad no es cierto. La gente en seguida da la vuelta al ejemplo de Roma para demostrar cualquier argumento político que quiera defender. Igualmente, la mayoría está deseando leer en las modernas historias del Imperio romano la confirmación de sus propias ideas y actitudes: que Estados Unidos debería o podría prosperar y triunfar, o bien fracasar, por los mismos motivos que en el caso romano.

Entonces, ¿es posible aprender algo de la caída de Roma que nos pueda ayudar a entender nuestro propio mundo, la posición de EEUU y el ascenso de China? Puede ser, pero lo más importante es comprender primero la historia antigua en sus propios términos.

Roma no se enfrentó a ningún rival importante durante siglos y, desde luego, no fue sustituida por una nueva potencia emergente. Por enconces no había leyes internacionales, no había necesidad de tratar a otros pueblos más que como seres inferiores carentes de cualquier derecho, y no había canales de noticias 24 horas transmitiendo comentarios y críticas sobre todas las acciones emprendidas. Aún más sorprendentemente: no había movimientos de independencia equivalentes a los que aceleraron el final de los imperios europeos en el siglo XX. En el siglo V, nadie quería ser español, británico o sirio. Todo el mundo se moría de ganas por ser romano. No había ninguna civilización rival ni más atractiva que pudiera representar una alternativa.

El sistema de gobierno que implantó el emperador Augusto fue el de una dictadura militar, si bien disfrazada y -bajo emperadores buenos- esencialmente benévola. La democracia romana había fracasado de mala manera en el siglo I a. C., cuando la República se había visto desgarrada por la violencia política. El sistema de Augusto prácticamente permitió al Imperio librarse por completo de la guerra civil durante más de dos siglos, antes de transformarse en uno mucho menos estable.

Desde 217 hasta el final del Imperio de Occidente, sólo hubo tres décadas sin guerra civil. Esto infligió un daño enorme a la economía y la sociedad. En lo político, se creó un sistema en el que la prioridad del emperador era simplemente mantenerse vivo, y los enemigos más peligrosos eran siempre otros romanos. Los generales y también los ministros sabían que el éxito y el renombre probablemente les haría perder su confianza, y en todos los niveles de la jerarquía, el beneficio personal y la pura supervivencia se hicieron mucho más importantes que hacer bien el trabajo.

El Estado creció de tamaño, su mantenimiento se hizo más costoso y, sin embargo, se demostró mucho menos capaz de conseguir sus objetivos. Hubo periodos de rápida inflación y la economía decayó. Nos faltan estadísticas para medir esto con precisión, pero, a un nivel aproximado, los datos de los casquetes polares muestran una sustancial reducción de la polución en los siglos III y IV, y una caída aún mayor en los siguientes. Con toda seguridad, esto no se debió a que el Bajo Imperio hubiera desarrollado métodos de producción más eficientes y ecológicos.

Sin embargo, a pesar de la ineficacia del gobierno en sus últimos siglos, el Imperio Romano sobrevivió a más de 250 años de guerra civil endémica. Su propio tamaño lo hizo posible. Sencillamente, no había ningún enemigo capaz de destruirlo, ninguna economía que pudiera competir con él ni ninguna civilización capaz de suplantarlo. Pese a la inflación galopante, la despoblación de muchas zonas y una caída en el volumen global del transporte a larga distancia, un notable número de ciudadanos seguía siendo próspero y había dinero suficiente para construir nuevos monumentos. El Imperio estuvo en declive durante mucho tiempo, pero su éxito en los siglos anteriores implicaba que el tiempo de la caída sería largo y lento.

Hoy en día, Estados Unidos tampoco tiene aún ante sí ningún enemigo capaz de quebrar su poderío militarmente. Esto no quiere decir que pueda ganar fácilmente sus guerras, pero las consecuencias de una derrota en Afganistán, por ejemplo, no implicarían el hundimiento del Estado. La guerra a gran escala contra un enemigo dotado de unas fuerzas armadas modernas y numerosas no parece probable en un futuro inmediato. Tampoco hay perspectivas de una invasión de EEUU y, a diferencia de lo que ocurrió en la Antigua Roma, ni siquiera se da la posibilidad de que hordas de inmigrantes entren en el país por la fuerza. Todavía más importante: es difícil imaginar a EEUU asolado por la guerra civil, con los candidatos presidenciales haciéndose con el poder al frente de ejércitos que combaten a sus órdenes.

A diferencia de los romanos, los estadounidenses se enfrentan a una competencia económica cada vez mayor, aunque en muchos aspectos el alza de las economías de Asia es solamente eso: un crecimiento prolongado no conectado directamente con la decadencia de la economía de EEUU. Hasta la fecha, China sigue siendo una superpotencia potencial más que real. Bien podría ser que llegáramos a ver en vida que los dos países se convierten en rivales, tal vez de igual a igual, pero nada hace indicar que esto significara el final del poderío de EEUU. Podría perfectamente mantenerse fuerte y próspero.

ROMA se descompuso desde dentro y la decadencia comenzó en la cúspide, cuando los emperadores perdieron la noción de las cada vez mayores necesidades del Imperio. Aquí hay una lección importante. Si los líderes políticos llegan a concebir la permanencia en el poder como su objetivo primordial en lugar del buen gobierno, entonces su país se hará cada vez menos eficiente. Lo mismo puede decirse de los negocios. Si triunfan el éxito personal y el beneficio inmediato sin pensar en las consecuencias a largo plazo, entonces las empresas fallarán catastróficamente cuando la situación se vuelva menos favorable.

Tanto los países como las empresas pueden hacerse tan grandes y ricos que dejen de necesitar ser eficientes y seguir pareciendo tremendamente prósperos, pero, eso sí, sólo mientras la situación general se mantenga favorable. El Imperio Romano vivió de las rentas durante siglos, a pesar de la lenta decadencia de las instituciones, y nadie podía imaginar que alguna vez desaparecería. Sin embargo, al final desapareció, y lo mismo podría ocurrir con EEUU o con los países occidentales en general. No es un destino inevitable, y, contemplando la cultura política y económica de hoy, los signos no son alentadores.

Estados Unidos es un país grande, rico y tremendamente poderoso. Pero ni siquiera en el momento inmediatamente posterior al final de la Guerra Fría significó que tuviera manos libres para conseguir todo aquello que quisiera en el mundo. Los acontecimientos recientes han demostrado que su ejército podría no garantizar una victoria rápida e inexorable en los conflictos de baja intensidad. Los romanos sabían que las guerras había que pelearlas dentro de un contexto político claro, con recursos adecuados, flexibilidad estratégica y táctica, determinación y un solo propósito. Aun así, las campañas contra ciertos pueblos tribales duraron décadas, a veces varias generaciones.

El Imperio Romano muestra la posibilidad de lograr una prosperidad espectacular y prolongada, y también la de caer en la decadencia y el desmoronamiento finales. Para EEUU hay una advertencia añadida: la riqueza, el poder y el mero tamaño pueden seguir proporcionando prosperidad incluso si el sistema es ineficiente, al menos durante un tiempo -a veces es difícil hasta imaginar la posibilidad de un colapso-. Sin embargo, si el declive no está preestablecido, tampoco lo está el triunfo permanente.

Adrian Goldsworthy, historiador, especialista en el mundo clásico. Acaba de publicar La caída del Imperio Romano, La esfera de los libros.