Romano Guardini en España

Cuando han trascurrido cuarenta años de la desaparición de una figura luminosa ¿qué debemos hacer: recordar al conocido, y quizá olvidado por quienes fueron testigos de su luz, o presentarle a quienes no le conocieron para que al descubrir su palabra y su persona puedan llegar a participar de la gracia y bendición que constituyó su existencia para los mortales? Romano Guardini nació en Verona en 1985 y murió en Munich en 1968. Esa suma de nacimiento en la luz meridional de Europa y de crecimiento al otro lado de los Alpes es clave para interpretar su personalidad humana y literaria, sacerdotal y académica. Estudió primero química en Tubinga, luego economía política en Berlín y finalmente teología en Bonn.

Hijo del cónsul italiano en Maguncia, el joven Romano compartió en el hogar la raíz de humanidad propia de Cicerón y de San Agustín, de Virgilio y de Dante, pero su implantación decisiva en la realidad deriva de la formación espiritual e intelectual que le otorgaron la historia y lengua alemanas. Es un ejemplo máximo de lo que puede llegar a ser una persona cuando desde su cultura intelectual y cordialmente poseída se injerta en otra. No un multiculturalismo imposible, sino la naturalización radical en un universo propio, que como tronco gigante se abre a otras latitudes, capaz de sostener otras ramas con otros pájaros y nidos, de florecer con otras flores y frutos.

La vida cultural alemana entre 1918 y 1968 ya no es pensable sin lo que fue este educador y guía de juventud desde sus primeros años dirigiendo los movimientos juveniles en Rothenfels y el grupo Quick-Born, -fue considerado «praeceptor Germaniae»- hasta su participación en el movimiento litúrgico, gestado alrededor de grandes abadías benedictinas Beuron y María Laach, junto a otros redescubridores de la liturgia, introductores del arte moderno en las iglesias, promotores de la participación de los fieles en las celebraciones: I. Herwegen, O. Casel, P. Parsch, J. Pascher... En el orden de la cultura hombres como E. Przywara, P. Lippert, Th. Haecker y Guardini abrieron las puertas de la Iglesia a una modernidad, en parte nacida dentro de ella y que ahora asentaba sus campamentos lejos de ella y en parte contra ella. Este italiano de nacimiento y alemán de alma, con su mesura, contención y sin ninguna vena polémica, con una palabra sosegada que llegaba a la raíz de la experiencia humana, se convirtió en la expresión más convincente de lo que es un espíritu católico, por su acogimiento de todo lo humano y su servicio a toda humanidad.

Después del fracaso de la cultura burguesa, atestiguado por la «gran guerra» de 1914 a 1918, era necesario reconstruir las bases espirituales de Europa: redescubrir la objetividad de la vida moral, de la persona, del sujeto como miembro de una comunidad, la validez perenne de los valores y principios de sentido y no sólo de la mera eficacia. La concentración subjetivista del kantismo estaba siendo abierta, desde la primacía del logos sobre el ethos, a la objetividad del ser y de la persona, de Dios y de su revelación en la historia. En esa dirección orientaban los nombres de Husserl y, sobre todo, de Max Scheler. El catolicismo apareció entonces como la patria de la persona rompiendo estrechos nacionalismos, como el ámbito concreto de la verdad, de la permanencia institucional del evangelio, del dogma como suelo y garantía de una libertad religada a su origen y a los fines esenciales de la vida humana. Dos nombres femeninos simbolizan la eclosión de la conciencia alemana abriéndose en ese momento a la verdad católica: Gertrud von le Fort convertida del protestantismo y Edith Stein convertida del judaísmo.

Como profesor en Berlín, hasta que fue eliminado por Hitler y luego en Tubinga y Munich, Guardini fue presentando las figuras fundadoras de la conciencia europea, trayéndolas desde su lejanía hasta el nivel de la conciencia contemporánea, para que pudieran ser percibidas como faros en la navegación humana: Sócrates, San Agustín, Dante, Pascal, Hölderlin, Dostojevski, Mörike, Rilke... Los libros dedicados a cada uno de ellos siguen siendo interpretación elocuente de ese universal humano, que sólo descubrimos cuando alguien lo encarna vivo ante nuestros ojos. Pero escribió otros muchos, pequeños de volumen pero densos de luz. Antes que como pensador sistemático se definía a sí mismo como un intérprete: alguien que no sistematiza conceptos ni describe meros hechos sino alumbra formas, descubre intenciones, abre a figuras expresivas de realidad y de sentido. Y forjó su obra desde una entrega silenciosa y sostenida, siempre con una salud débil y al borde de la depresión. Desde esta actitud trató temas antropológicos (Mundo y persona, Ética, Sentido de la melancolía), teológicos (La esencia del cristianismo, El Señor, Los últimos fines), de espiritualidad (Introducción a la vida de oración, Meditaciones teológicas), de liturgia (El Espíritu de la Liturgia, Sobre la Iglesia, Los símbolos sagrados) y de pura piedad popular (Via crucis, El Rosario, María madre del Señor). Junto a ellos, están aquellas otras interpretaciones de nuestra historia y situación espiritual, que se anticiparon decenios a los problemas (Discernimiento de lo cristiano, El fin de la era moderna, Europa realidad y misión).

Hoy sólo quiero recordar la influencia de Guardini en España por mediación de tres personalidades que estuvieron en su cercanía como alumnos o como lectores. Ortega y Gasset en su segundo periplo por Alemania percibió el eco de su magisterio, patente en estas líneas escritas en 1927, en las que invita a trasladar el espíritu de aquel catolicismo alemán a nuestros predios. «Nunca se repiensa (entre nosotros) con noble y efectivo esfuerzo la magnífica tesis católica, a fin de aproximarla a nuestra mente actual, o bien con ánimo de mostrar concretamente su fertilidad en tal o cual cuestión. Semejante catolicismo es un comodín que justifica la ignavia. Contrasta superlativamente con la egregia labor que durante estos mismos años están haciendo los católicos alemanes. Hombres como Scheler, Guardini, Przywara se han tomado el trabajo de recrear una sensibilidad católica partiendo del alma actual. No se trata de renovar el catolicismo en su cuerpo dogmático («modernismo»), sino de renovar el camino entre la mente y los dogmas. De este modo han conseguido sin pérdida alguna del tesoro tradicional alumbrar en nuestro propio fondo una predisposición católica, cuya latente vena desconocíamos».

Entre otras muchas influencias citaré la ejercida en don Luis Díez del Corral y don Alfonso Querejazu, que siguieron sus clases en Berlín y de su espíritu aprendieron mesura y magnanimidad, rigor intelectual y abertura católica. El primero las hizo patentes como catedrático de teorías y formas políticas en la Universidad Complutense. Él colaboró con don Alfonso, ya profesor en el Seminario de Ávila y alma de las Conversaciones católicas de Gredos, donde mantuvieron vivo el fuego de un liberalismo intelectual y de un cristianismo ecuménicamente ejemplar. Guardini tuvo suerte en España con sus traductores (F. García, J. González Vicen, A. Sánchez Pascual, J. Manzana, A. López Quintás, D. Minguez), algo que tratándose de traducciones del alemán debe ser subrayado. Sus obras tuvieron graneco entre nosotros entre 1945 y 1965; luego sufrieron un eclipse y a finales de siglo han sido redescubiertas con entusiasmo y agradecimiento como veneros de orientación intelectual y de vida espiritual por muchos lectores.

A la hora de enunciar los grandes influjos de Guardini no es posible olvidar tres nombres estelares, que deben a sus intuiciones, afirmaciones aisladas o pautas de pensamiento, el despertar de su genialidad: Rahner, Balthasar, Ratzinger. Desde los destellos que recibieron de Guardini construyeron sus grandes síntesis personales y proyectos eclesiales. Son superiores a él, pero sin él ¿hubieran sido posibles? Los tres han dedicado libros a recoger su ejemplaridad y a trasmitir su pensamiento. Rahner concluía su testimonio con estas palabras que dejamos como invitación y tarea a las nuevas generaciones. «El hombre y la obra que provoca nuestra gratitud no nos quitan a los más jóvenes, que tuvimos la suerte de convivir con él, ni a la joven generación, el peso del propio quehacer y responsabilidad. Pero él sigue siendo para nosotros un ejemplo y una bendición».

Olegario González de Cardedal