¿Romper el monopolio digital?

A finales del XIX, unos pocos hombres controlaban sectores clave de la economía de EE UU. Eran, al mismo tiempo, corresponsables de un frenético crecimiento económico y culpables de unas terribles condiciones laborales y de vida de sus trabajadores.

Cuatro oligarcas destacaban sobre el resto. Cornelius Vanderbilt, titán del ferrocarril; Andrew Carnegie, dueño del acero; John Pierpont (J. P.) Morgan, propulsor de la banca o la electricidad, y John D. Rockefeller, coloso del petróleo. Eran empresarios todopoderosos. Cuando Washington aprobó una ley contra los monopolios (Ley Sherman Antitrust de 1890), se unieron para dar batalla. Pagaron a escote la campaña del candidato republicano William McKinley, que terminó siendo presidente. Frenaron, así, el auge del demócrata William Jennings Bryan, que había hecho gala de la ruptura del oligopolio y la defensa de los derechos de los trabajadores. A pesar de todo, en 1911, la Standard Oil de Rockefeller terminó dividida por orden judicial en 34 compañías más pequeñas.

La Edad de Oro (Gilded Age) de EE UU, y en parte la Segunda Revolución Industrial mundial (la revolución en el transporte, el auge del capitalismo o el uso generalizado de aluminio y acero), fue, así, catalizada por oligopolios. Uno de ellos fue intervenido para permitir la competencia de otros actores.

Más de un siglo después, una nueva revolución industrial (la digital) está siendo liderada en Occidente por una nueva oligarquía corporativa. La forman, al menos, Google, Amazon y Facebook. Algunos autores añaden a Apple (formando entre todas el imperio GAFA, por las siglas en inglés) y otros a Microsoft. La capitalización conjunta de GAFA es de unos 2,7 billones de euros, más de dos veces el PIB español. Alphabet, la empresa matriz de Google, es un conglomerado que controla varios sectores. El buscador Google tiene un mercado estimado del 92% de las búsquedas de Internet; Google Android, más del 75% de los sistemas operativos de los móviles; Google Chrome, al menos el 61% de los navegadores (todo según StatCounter). La empresa forma también, junto a Facebook, un duopolio de la publicidad digital: una estimación del 84% de los ingresos globales, excluida China, según GroupM. Facebook, además, domina el 66% del mercado de redes sociales. Y Amazon, cerca de la mitad de las ventas online en EE UU.

Si la información es poder (y los datos el nuevo petróleo) estas compañías lo concentran casi todo, en miles de millones de usuarios. Además, fagocitan a la competencia: se gastan decenas de miles de millones de euros en adquirir rivales.

La concentración de poder digital en estas pocas empresas está provocando una reacción antimonopolística. En EE UU, Donald Trump ha dicho que Google, Amazon y Facebook podrían representar una “situación muy antitrust”, es decir, ser susceptibles de la aplicación de la ley antimonopolio. Elizabeth Warren, potencial candidata demócrata, ha dicho que Apple, Amazon y Google intentan “eliminar” a los competidores. La comisaria de Competencia europea, Margrethe Vestager, ha afeado la compra de LinkedIn por Microsoft, o la de WhatsApp por Facebook. Ha sacado adelante multas milmillonarias contra Google y Apple por el impago de impuestos. Alemania investiga si Facebook abusa de posición dominante al vender anuncios dirigidos gracias a su monopolio de datos personales.

Romper o minorar el poder de las grandes firmas ha tenido siempre algo de tabú en Occidente. Pero ya se ha hecho antes con buenos resultados. Las GAFA se han convertido en gigantes tan innovadores como socialmente insolentes. Apple mantiene su dinero artificialmente alejado del erario estadounidense y europeo. Amazon paga salarios raquíticos por tareas monótonas y repetitivas, y expulsa del mercado a las tiendas físicas. Google usa algoritmos secretos para tratar información muy personal de sus usuarios, y lee sus comunicaciones. Facebook contribuye sin quererlo, con un algoritmo imposible de desactivar, a la caja de resonancia política que erosiona la democracia.

A cambio, crean empleo (indirecto, sobre todo), avances tecnológicos y beneficios innegables para la humanidad. Pero esos beneficios no tienen por qué terminar si se frena al oligopolio; si se les regula de forma que empresas no estadounidenses puedan competir; o si se les presiona para que paguen su parte justa de impuestos.

Aquellos pioneros estadounidenses terminaron sus días como grandes filántropos. J. P. Morgan legó su vasta colección de arte al Museo Metropolitano de Arte de Nueva York. Carnegie destinó millones de dólares al fomento de la cultura, incluida la emblemática sala de conciertos Carnegie Hall neoyorquina. La Ley Antitrust no les empobreció, ni frenó el avance de la sociedad. Todo lo contrario.

Mario Saavedra es periodista.

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