Romper la jaula

En una columna reciente publicada en este periódico, David Jiménez Torres reflexionaba sobre el tiempo que hemos dedicado a elucubrar sobre un posible final del sanchismo. Durante años hemos señalado su debilidad parlamentaria, su Gobierno Frankenstein, su impopularidad, los escándalos de corrupción. Uno puede escoger entre una larga lista de desfalcos el que mejor considere que marcó un antes y un después: la amnistía, el cupo catalán, la carta de amor y chantaje de abril, los pactos con Bildu, la gestión de la dana (o el hecho de que el presidente no acudiera al funeral de las víctimas). El Gobierno siempre estaba a punto de caer. Quienes así pensábamos parecíamos comunistas en los años 30 o los teóricos del capitalismo que sostienen que está en su fase tardía: la proyección del deseo nublaba la realidad. Porque, como recuerda Jiménez Torres, a pesar de todo, "cada uno de estos años ha terminado con los socialistas en el poder y con sus socios marcando decisivamente el futuro del país".

Romper la jaula
Luis Parejo

El sanchismo es una ideología (si es que puede considerarse una ideología) muy delgada. En primer lugar, es una ideología instrumental y personalista: todo empieza y termina en el líder. Es muy sencillo de explicar: ¿esto beneficia o perjudica al líder? No hay que pensar mucho más. En segundo lugar, es una ideología del poder desnudo, no de convicciones. Importa menos gobernar (es decir, aprobar leyes) que estar en la Moncloa. Todo el despliegue de poder tiene un único objetivo: conservarlo o ampliarlo. Todos los líderes políticos son así, pero a algunos se les nota más y a otros menos. En tercer lugar, es una ideología posmoderna, porque está perfectamente integrada en la posdemocracia liberal, es decir, en la idea de que la rendición de cuentas (los contrapesos liberales, las instituciones mediadoras, la prensa independiente, los protocolos y reglas constitucionales) son una cosa del pasado o de los manuales de ciencia política. La política real es otra cosa mucho más primaria e, incluso, divertida: consiste en identificar y señalar constantemente quién es amigo y quién es enemigo. Ese proceso se realiza no solo en el ámbito profesional de la política (ahí es fácil), sino en todas las facetas de la vida. Como ha escrito Carlos Granés, la política ha sido sustituida por "lo político". De la política podemos escapar: basta con apagar la tele o la radio o no abrir X (antes Twitter). Pero de "lo político" no hay escapatoria: lo personal es político.

Y en cuarto lugar y más importante, el sanchismo empezó como una ideología instrumental (con un único objetivo de garantizar que el líder permanezca en el poder) y se ha convertido en una cultura política, una nueva normalidad. Sus valores han permeado en la sociedad. Algunos ya estaban en el subconsciente colectivo. Uno especialmente nocivo tiene una larga historia española, y es la ideología del turnismo: el que manda hace y deshace como le da la gana, y si te molesta te esperas a tu turno. Uno llega al poder, coloca a los suyos y gobierna para los suyos porque se asume que cuando llegue el adversario hará lo mismo.

Si el sanchismo es una cultura política, el antisanchismo también. Hay muchos antisanchismos. Hay uno histérico, milenarista, muy activado por las guerras culturales. A menudo tiene una relación especular con el Gobierno y considera que la única manera de vencerlo es utilizar sus mismas armas. Son leninistas de derechas. Hay otro liberal, preocupado por los ataques al pluralismo y las instituciones independientes, pero a menudo demasiado ingenuo: el Financial Times no nos salvará. Hay otro judicial, que observa con pavor cómo el presidente desprecia a los jueces y coloniza los órganos judiciales. Hay un antisanchismo de izquierdas muy extendido, muy resentido pero también muy acomplejado y desmovilizado, porque siente que su oposición al Gobierno puede acabar trayendo algo peor. Hay antisanchismos de todo color, pero todos comparten un mismo espíritu de resignación: el sanchismo ha conseguido promover una ideología de la inevitabilidad y la falta de alternativa.

Sin embargo, hay dos facetas del antisanchismo que han contribuido a atrapar a la oposición en una jaula de creación propia. Es una jaula melancólica e impotente. Son sobre todo actitudes de la prensa y de los intelectuales públicos antisanchistas. La primera es la anti-hipocresía. Sánchez es un presidente que ejerce una hipocresía radical. No es la hipocresía clásica del político, sino algo más perfeccionado y cínico. Es el presidente de la luz de gas. te intenta convencer de que algo es verde cuando claramente estás viendo que es rojo, y si le acusas de mentir o manipular, te tacha de perturbado. Es una estrategia muy extendida en su Gobierno y consiste no en lanzar balones fuera sino en devolvértelos directamente a la cara con efecto. A la prensa nos encanta: el ejercicio de fiscalización consiste en poner al líder frente al espejo de sus contradicciones. En paralelo al sanchismo surgió en televisión un nuevo género de entretenimiento político (las tertulias de siempre pero reconvertidas en programas del corazón). En ese formato los zascas, pillar a los políticos en un desmentido, los "donde dije digo, digo Diego" tenían mucho éxito. Hoy, en cambio, muestran signos de agotamiento. ¿De qué sirven? Al líder le importa cada vez menos que le pillen contradiciéndose. Y el ciudadano-espectador ha desconectado: está en otro nivel de resignación y cinismo. Sin embargo, muchos hemos basado nuestra oposición al sanchismo en esa estrategia de señalamiento de la hipocresía. No solo no sirve de nada, sino que es algo agotador. Y ha sumergido a la prensa en una melancolía paralizante. ¿Para qué insistir?

Hay otra lógica antisanchista que produce una melancolía similar. Es la judicialización de la política. El término normalmente lo usaban los independentistas (y, cuando se alió con ellos, también el Gobierno) para defender su propia impunidad: el procés era un ejercicio político legítimo y convertirlo en algo judicial era antidemocrático y autoritario. El sanchismo también habló de lawfare, de guerra judicial, para acusar a los jueces de ir en contra de un Gobierno legítimo. Pero la verdadera judicialización de la política se ha producido desde la oposición, que ha externalizado su función en los jueces. Hay un tipo de político de la oposición, especialmente en el Partido Popular, que se limita a levantar el banderín como un juez de línea en el fútbol: señala el presunto delito sin ir más allá. Es una actitud de pereza intelectual. Como escribió recientemente el siempre brillante Ignacio Varela en El Confidencial, "hemos caído en la trampa de que la única vara de medir si una conducta resulta políticamente admisible es si es o no delictiva. Al parecer, todo lo que no encaje en un tipo penal no merece reproche político alguno, aunque sea manifiestamente nocivo para el procomún, revele prácticas éticamente detestables o dañe gravemente la salud de las instituciones". Ya no hay responsabilidades políticas, solo jurídicas. El político señala, el juez decide y actúa.

Tanto la anti-hipocresía como la judicialización son estrategias necesarias. Aunque el político es inherentemente hipócrita, señalar su contradicciones forma parte del trabajo fiscalizador de la prensa y la oposición. Y la judicialización es la medida de la civilización: no hay democracia sin Estado de derecho. Pero ambas estrategias muestran una preocupante falta de imaginación política. La oposición se ha acomodado en su propia jaula, donde se limita a responder a las provocaciones del Gobierno, que le tiene tomada la medida. En 2025 lo más inteligente que podría hacer es liberarse de esa jaula.

Ricardo Dudda es periodista y autor de Mi padre alemán (Libros del Asteroide).

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