Jamás en nuestra historia constitucional se había permitido “suspender” determinados derechos fundamentales por motivos ajenos al orden público y la seguridad del Estado. Sólo bajo la dictadura de Franco (sin Constitución, ni garantía de derechos fundamentales) la Ley 45/1959 de Orden público (LOP59) quebró nuestra tradición constitucional en ese punto al incluir por primera vez en el estado de excepción, además de los exclusivos supuestos vinculados estrictamente con el orden público, los de “calamidad, catástrofe o desgracia pública” (artº 25.1).
El debate de nuestra Constitución (CE) se inició cuando todavía estaba vigente esa LOP59 y todos los partidos manifestaron expresa y unánimemente su firme voluntad de acabar con esa ampliación de supuestos del estado de excepción a pandemias y catástrofes naturales o industriales que violaba lo que había sido nuestra constante tradición constitucional. Por ello llevaron al artículo 116 de la CE el estado de alarma para ese tipo de catástrofes o epidemias que no exigían declarar el estado de excepción con suspensión de derechos vinculada estrictamente con el carácter político de sus motivos.
Ahora el Tribunal Constitucional recupera la letra y el espíritu del modelo de estado de excepción de la LOP59, contra el consenso constituyente y la Ley Orgánica 4/1984 de los estados de alarma, excepción y sitio (LOAES). Lo hace con argumentos desafortunados y arriesgados como:
–Que no era clara la voluntad de los constituyentes, ni la de los que la desarrollaron, cuando de forma unánime quisieron evitar que las pandemias y catástrofes naturales pudieran caer bajo el estado de excepción. Con ese pretexto prescinde del consenso y califica su interpretación de “integradora” de supuestas e inexistentes discrepancias. La simple lectura del Diario de Sesiones demuestra que Solé Tura –uno de los padres de la Constitución– estaba completamente de acuerdo en sacar del estado de excepción la lucha contra pandemias o catástrofes naturales recogido en la LOP59. Lo que sostenía era que para esas catástrofes naturales bastaban los poderes normales del Gobierno, como siempre había sucedido; y que, si se entendiese que no bastaban, entonces pedía que se concretasen los supuestos desencadenantes del estado de alarma en la CE, por temor a que pudiera llegar a aplicarse por las mismas razones políticas del estado de excepción. Pero todos entendieron que ese temor no tenía sentido alguno y por eso aprobaron el estado de alarma en la Constitución. En el debate de la LOAES en 1981 el Partido Comunista con sus enmiendas ayudó a circunscribir el contenido de la alarma a epidemias y catástrofes naturales.
Es, así, un error de la sentencia justificar, invocando una pretendida interpretación “integradora” de inexistentes discrepancias, la consagración de un modelo de estado de excepción que acaba siendo igual al de la LOP59
–Que el estado de excepción es más protector de los derechos, cuando, sin embargo, difícilmente puede entenderse que un estado de excepción apoyado por una eventual mayoría absoluta del Congreso garantice mejor los derechos cuando supone la supresión temporal de los mismos, ampliando tal posibilidad de suspensión a supuestos sólo admitidos en nuestra historia en la LOP59.
No es el Tribunal Constitucional el legitimado para determinar que un estado de excepción como el de la LOP59 protege más la democracia y los derechos. Solo los representantes del pueblo, actuando como constituyente o legislador, están legitimados y ya rechazaron ese modelo.
–Que el orden público al que se refiere el estado de excepción, ha sido alterado durante la pandemia por lo que es posible aplicar el estado de excepción como medio de afrontarla, pues toda pandemia conlleva alteraciones del orden público entendido en un sentido amplio y distinto de desorden en la calle o contra el gobierno. Sorprendente e inquietante argumento que prescinde del consenso constitucional y contradice el concepto actual de orden público y el de toda nuestra historia constitucional en materia de suspensión de garantías. Argumento que permite futuras ampliaciones del concepto y abre objetivamente la puerta a que gobiernos con tics autoritarios continúen dejando salir nuevos supuestos de “orden público” de la caja de Pandora abierta: hoy una pandemia, pero mañana una crisis financiera, bancaria, económica, social, huelgas, etc.
La ampliación se hace en un recurso contra el primer Real Decreto de alarma (RDA) y sucesivos que no versaban sobre el estado de excepción. El Tribunal desborda su función constitucional de “legislador negativo”, para erigirse en legislador positivo que interpreta y sobrepasa el alcance de un “estado” –el de excepción que no era objeto del recurso– modificando sus supuestos contra el consenso constitucional y nuestra tradición ampliándolo a pandemias.
Lo que viene a hacer en realidad la sentencia son dos cosas. En primer lugar, indirectamente, desactivar y declarar inconstitucional la Ley Orgánica 4/1984 de los estados de alarma, excepción y sitio (LOAES) en relación al estado de alarma, al constreñir sus presupuestos desencadenantes al invocar una suspensión de derechos vinculada sólo, en realidad, con el estado de excepción. Lo hace así al no confrontar el RDA con el artículo 11 de la LOAES que permite en el estado de alarma “limitar la circulación o permanencia de personas o vehículos en horas y lugares determinados, o condicionarlas al cumplimiento de ciertos requisitos”. No lo confronta para ver si se ha excedido o no de ese artículo 11, sino que entiende que las limitaciones acordadas suponen una “suspensión” de derechos no permitida por el estado de alarma. En segundo lugar ampliar los supuestos del estado de excepción a las pandemias, al ensanchar el concepto de orden público.
La sentencia no explica claramente cómo se olvida de la “doctrina de la causa” que determina que no se “suspenden” derechos cuando éstos no existen, sustituyendo tal doctrina por improcedentes consideraciones sobre la intensidad de las restricciones. La idea de “suspensión” de derechos –entendida como supresión– que sostiene la sentencia valdría para España y para todos los países europeos que, sin embargo, han aplicado medidas semejantes a las nuestras sin aplicar poderes políticos de excepción y sin considerar que hayan “suprimido” derechos. Nadie en Europa ha pensado –ni ahora, ni nunca– que medidas de confinamiento supongan por sí mismas “supresión” de derechos y libertades. Por eso sus leyes ordinarias de salud pública o emergencia no han sido anuladas por sus tribunales constitucionales, pues en ningún sitio los derechos y libertades se entienden en esas situaciones pandémicas “suprimidos” por leyes ordinarias o a su amparo, sino “limitados” por los derechos de los demás. En todo el mundo son conscientes de que no existe, pura y simplemente, el derecho a contagiar a los demás enfermedades epidémicas graves invocando la libertad de circulación y desplazamiento, cuando esa libertad es el vehículo del contagio.
El juez Oliver Wendell Holmes del Tribunal Supremo americano lo dijo en una sentencia famosa en 1919: la primera enmienda (libertad de expresión) no protege a quien grita “fuego” falsamente en un teatro abarrotado. No es que una Ley lo haya prohibido previamente o que se “suspenda” el derecho: es que la integridad de los demás constituye un límite que determina si hay o no derecho a hacer determinadas cosas. La Ley, cuando aparece la pandemia, podrá establecer la forma, la extensión o las garantías para concretar los nuevos límites, pero su razón de ser está, en realidad, no en la libre voluntad del legislador, sino que surge de la propia enfermedad que conlleva la prohibición natural de hacer daño a los demás, cuyo alcance corresponde a la Ley, eso sí, concretar y actualizar en función de las circunstancias.
Un siglo después de la Sentencia de Holmes el Tribunal Constitucional parecería retroceder 100 años con una idea equivocada sobre la falta de límites de los derechos olvidándose de sus límites naturales –concretados por la Ley, pero determinados por los derechos de los demás– y, en su lugar, vendría a consagrar que, salvo en el estado de excepción, no se puede “suspender” el inexistente derecho fundamental a contagiar graves enfermedades pandémicas a los demás al ejercer sin límite alguno la libertad de circulación o residencia.
Sin poner en duda en lo más mínimo la rectitud de intenciones de los miembros del Tribunal, todo jurista, sin otra autoridad que la que tengan sus argumentos, ante una sentencia que considera gravemente errónea, tiene la obligación de pronunciarse con la esperanza de que un día la cambie (overruling), como ocurre en todos los tribunales del mundo cuando se equivocan. Tal es el sentido de la presente reflexión que espero coincidirá ampliamente con la opinión de la comunidad de juristas: no contribuir con una opinión complaciente al gravísimo error de una sentencia que desdeña el consenso que hizo posible nuestro sistema constitucional.
Una sentencia de un Tribunal dividido que podría haber sido otra muy diferente de no haber obstaculizado el principal partido de la oposición la renovación del Tribunal Constitucional desde hace casi dos años, alterando las reglas del juego democrático y socavando la legitimidad de las Instituciones y de sus pronunciamientos.
Tomás de la Quadra-Salcedo Fernández del Castillo es catedrático emérito de Derecho Administrativo de la Universidad Carlos III.