Los bibliófilos somos gente no demasiado bien de la cabeza. Hace ahora algo más de dos años, di en la tienda de un anticuario madrileño con un ejemplar de la primera edición de Mi medio siglo se confiesa a medias, de César González Ruano. En su interior, alguien había archivado una colección de recortes del ABC de los años treinta. Jamás toco nada que haya sido confiado a la intimidad de un libro. Antes afrontaría el fin del mundo que alterar aquello que alguien amó lo suficiente como para enterrarlo en ese templo de lo intemporal. Allí quedaron las hojas amarilleadas, frágiles como las alas de una polilla muerta hace ya mucho. Allí quedarán, pensé. Intactas. Como intacto quedó, en el ejemplar del año 1941 de Notre avant guerre rastreado en las puces parisinas, el recorte del 20 de enero de 1945 que daba escueta cuenta del fusilamiento de su autor. Tendría la certeza de violar algo sagrado, si actuara de otro modo: algo que tiene que ver con el primordial culto de los muertos que pervive misteriosamente en un recodo del alma de quien no cree ya en nada. Leí el libro. Anoté ciertos pasajes. Observé un cuidado supersticioso en no mover de su sitio el pequeño legajo. ¿Desplegarlo? ¿Cómo hubiera yo podido tolerar el riesgo de que aquellos papeles quebradizos fueran a desmigajarse al tacto de mis dedos demasiado curiosos? Después, el libro ocupó su sitio en la biblioteca.
De allí lo tomé hace tres semanas. Angustiado por el honor de un premio —el que lleva el nombre de González Ruano—, a cuya generosidad debía responder. Yo, a quien la timidez negó la gracia elemental de saber dar las gracias. No fui menos cuidadoso. Pero mi ojos se deslizaron, de un modo no previsto, sobre la línea de letras a lo largo de un doblez del cuadernillo: «¡Despierta, pobre, la noche de verano sin sueño entra en otoño!» Seguí. Hube de desdoblar. Con litúrgico miedo. «¡Ay, qué horror…! Hablemos nuevamente de política, volvamos a coger la pluma entre el tibio aplauso de unos y la mirada callejera de odio de aquellas gentes a las que ni siquiera sabe uno odiar…». Sólo entonces di vuelta al papel amarillo, que alguien había fechado el 21 de septiembre de 1934: Sobre las ganas de no escribir y otras cosas. Acababa de leer allí —lo constaté con estupor— el mismo abatimiento de retornar fatalmente a la escritura que yo evoqué en una columna del año 2009, a la cual cupo el honor —y la angustia— de asumir sobre sí el peso que arrastra el nombre de González Ruano. Ruano escribe, en septiembre del 34 —en ABC—, preso de la añoranza del Cantábrico. Yo había escrito, en agosto de 2009 —en ABC—, preso de la añoranza del sol candente sobre los templos griegos de Sicilia. En ABC. No es accesorio. Hay cierto culto de la literatura en el efímero papel de periódico que sólo el ABC ha hecho posible en España desde hace más de un siglo. Por eso sé que estoy en mi lugar natural aquí, aunque sea un recién llegado. Y con estupor entendí que ambos hablábamos de una sola cosa: del deseo de no volver, de no escribir, de no abrir cada día los ojos al horror del mundo, de aniquilar en nosotros la lucidez que la escritura exige, la lucidez cuya materia es la angustia del que escribe. Hablábamos de lo único de lo cual habla el pensar, desde el día en que los griegos lo inventaron: del deseo de no estar.
Y ésa es la paradoja. Se escribe sólo odiando a la escritura, que es el ama más cruel, la única a la cual vale la pena amar, sin esperanza de respuesta, para que nos destruya. Eso aprendí en el Ronsard del «amor solo artesano de mis propias desdichas». Es ésta una melancolía que no tiene cura. Y no es que la escritura vaya a matarnos. No. Nos mató ya, cuando aceptamos ser sus siervos. Escribir es tarea de «no-muertos», en el bello hallazgo léxico del Drácula de Bram Stoker: aquellos que ante el espejo no ven nada y tienen que suplir su ausencia de rostro dibujando esas «rayas sobre las aguas», en las cuales el Platón al cual homenajea Ignacio Camacho cada día fija el juego más peligroso. Aunque, al fin, todo juego se resuelva en derrota. Y esa derrota lo trueque en sacrificio. Toda escritura es, por ello, escritura sagrada. Perversa, en igual medida: suplencia de aquellos dioses a los cuales Hölderlin vio huir de nosotros en las más desolada de sus elegías. Nos hace y nos deshace, la escritura. Por eso insta Platón a encararla siempre con una sonrisa. La del buen jugador. Distante. Lo serio mata lo trágico.
Como todo jugador, debe el que escribe aguantar el envite y pagar sin duelo. El envite es la vida; el precio, la soledad. «La escritura te hace salvaje», escribía la Marguerite Duras más desgarrada: la de la botella de whisky siempre a mano, porque, si no logras escribir, con algo tienes que sedarte, y, si lo logras, aún más. Nadie puede soportar la presencia del que escribe. Nadie. Y acota Duras, en un misterioso paréntesis, «salvo Robert A», en cuya inicial adivina su lector al más trágico de los escritores franceses del siglo XX. En lo que a mí concierne, siempre que hube de optar entre quienes amaba y la escritura, la escritura ganó. No he debido de amar demasiado, supongo. Pero también yo tuve mis Robert A, a quienes un pudor enfermo me prohíbe aludir ni aun en sus iniciales. Sirva lo escrito como ofrenda de perdón. Si es que perdón significa algo. No estoy seguro.
Pero es así. El muro con el cual nos rodea la escritura, es infranqueable. Se escribe. O se vive. No ambas. Demasiado tasado está nuestro tiempo de hombres. ¿Vale la pena? Lo más probable es que no. Tampoco de eso estoy seguro. Pero, como el amor o como el cáncer, no se elige la escritura. Ella te elige. Y nada ya te salva. Nadie. Y, al final, misteriosamente volvemos a lo que nos mata. El 10 de diciembre de 1513, un diplomático en el bello exilio de la campiña toscana escribe a su embajador en Roma: «Avanzada la tarde vuelvo a casa y entro en mi despacho. Y en el umbral me despojo de mis vestidos cotidianos, llenos de fango y lodo, y me visto de ropas nobles y curiales. Entonces, dignamente ataviado, entro en la corte de los antiguos… y no siento ya ningún hastío, olvido toda ambición, no temo la pobreza, no me da miedo la muerte». Vive en el paraíso de la biblioteca. Pero quiere volver. Al dolor de la ciudad, a la angustia de los ojos abiertos. El diplomático se llamaba Nicolás Maquiavelo. Y este torpe aprendiz suyo sólo puede hoy invocarlo aquí como una acción de gracias.
Gabriel Albiac, filósofo.