Rubalcaba, liberalismo de izquierdas

Después de pronunciar su discurso de proclamación de la candidatura a la presidencia del Gobierno, Alfredo Pérez Rubalcaba se definió en unas declaraciones informales como «un social liberal». Es decir, como un liberal de izquierdas, o -evocando un concepto muy expresivo en la cultura política francesa- como un radical.

La definición fue pertinente para enclavar una intervención programática quizá demasiado condensada y quizá excesiva en datos e ideas en la que había, sí, numerosos guiños encaminados a seducir al desencantado electorado progresista, harto de que la economía marque las pautas a la política, pero en modo alguno la deriva izquierdista que algunos han querido ver y otros se han empeñado en detectar. Si se hurga sin prejuicios en los 26 folios del discurso, se llegará a la conclusión que ya obtuvo Emilio Ontiveros en uno de los primeros análisis en el que pasaba revista a la oferta del candidato. El prestigioso economista ponía de manifiesto que este había introducido componentes que significan «una menos desigual distribución de los efectos de la crisis y una corrección de inercias poco favorables en la política económica»; todo lo cual introducía unos concretos «acentos diferenciales» en su discurso de aceptación -que no todavía en su programa económico- que, «más que izquierdistas -escribía OntiverosSEnD, son más propios de una cierta pretensión regeneracionista».

En efecto, el propio entorno de Rubalcaba ha filtrado algunos matices al discurso que son iluminadores y que han aparecido en los medios a modo de acotaciones: el candidato no es un socialdemócrata a la vieja usanza, ni un colectivista que haya bebido en las fuentes anacrónicas del marxismo, ni un intervencionista dispuesto a reclamar un Estado gigantesco y opresivo, sino un progresista que quiere enfatizar con realismo el principio de igualdad de oportunidades en el origen, que es la base de la equidad. Al respecto de todo ello, los colaboradores del candidato citan al catedrático de Ciencia Política Enrique Guerrero, amigo de Rubalcaba, que a su vez menciona al filósofo alemán Jürgen Habermas, padre del concepto de patriotismo constitucional: «Las democracias se legitiman por resultados o por valores. Si hay resultados, los valores importan muy poco, pero cuando no hay resultados, los valores son la clave».

Evidentemente, la demanda de equidad del centro-izquierda sociológico era menor cuando nos sentíamos en plena opulencia, pero ha arreciado comprensiblemente cuando la crisis ha ido generando marginalidad, desintegración y necesidad. Visto de otro modo, el papel de la izquierda en épocas de prosperidad y en países desarrollados exige menos compromiso que en momentos de dificultad.

Entre los acentos diferenciales, algunos simbólicos y otros operativos, Rubalcaba ha mencionado la recuperación del impuesto sobre el patrimonio, la lucha contra los paraísos fiscales, la implantación a escala europea (primero) de la tasa Tobin, la imposición de un gravamen sobre los beneficios de la banca para crear empleo…, pero no va a estatalizar en mayor medida la educación ni la sanidad -aunque sí haga causa de la preservación cualitativa y cuantitativa de los grandes servicios públicos-, ni a emprender una recentralización sectaria, ni a enfatizar ciegamente lo público en detrimento de lo privado. Simplemente, marca pautas éticas nuevas y viejas, no solo a manera de guiño al movimiento del 15-M, sino también para reconfortar a la sociedad civil, que hoy se siente zarandeada por esas fuerzas esotéricas a las que llamamos los mercados, que parecen empeñadas en arruinar nuestro Estado del bienestar y en eliminar los últimos resquicios de justicia social que parecieron inamovibles desde la fundación de la democracia.

La socialdemocracia contemporánea, desorientada desde la pérdida de la referencia del socialismo real que le servía de contrapunto, ha abandonado gradualmente desde hace tiempo el énfasis en el concepto de redistribución, que es engañoso porque las políticas fiscales redistributivas, ligadas a tendencias estatistas y burocráticas, suelen ser ruinosas para las economías nacionales. En cambio, la igualdad de oportunidades en el origen, que sigue siendo el gran objetivo progresista, se consigue mejor mediante la defensa de los grandes servicios públicos de calidad, universales y gratuitos. De este modo, el tamaño del Estado no se decide dogmáticamente: el sector público ha de tener la dimensión capaz de asegurar tales servicios.

En nuestro país, ese Estado del bienestar, enriquecido con el cuarto pilar de la dependencia, fue sostenible mientras duró el espejismo de la burbuja inmobiliaria, una fuente de recursos que, junto a una intensa demanda interna, nos permitió incluso alardear de superávit fiscal. Pero todo indica que cuando alcancemos en el futuro la estabilidad y la normalidad basadas en un nuevo patrón de desarrollo, la presión fiscal actual no será suficiente para mantener el entramado de los servicios públicos. En este extremo deberíamos centrar el gran debate de futuro.

Antonio Papell, periodista.

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