Rubalcabiana o la repetición de elecciones

“Ciudadanos está en la política española para frenar a los independentistas y traicionará a sus votantes si fuerza al PSOE a pactar con ellos”. Se oye mucho esta sentencia estos días y creo que es profundamente reductora y esencialmente estéril para el futuro de nuestro país. En las tribunas de los periódicos no faltan quienes matizan que un acuerdo entre quienes sea debería depender siempre del resultado de una negociación, pero esa coletilla –y más aún dilucidar cuáles serían sus términos– se queda con frecuencia al margen de las sumas de escaños que echan decenas de contertulios y repasan millones de electores.

Las opciones parece que se redujeran a tres: PSOE, Podemos y los independentistas; PSOE y Ciudadanos; y –esta última mucho menos mentada– PSOE y la abstención de PP y Ciudadanos. Pero estas soluciones son en realidad trina y una si tienen siempre a Sánchez de candidato porque lo único que resulta jurídicamente de una investidura es un presidente del gobierno, en ningún caso una coalición. Políticamente tampoco se vota un programa: el candidato debería quedar sujeto a los compromisos que expone en tan solemne alocución pero ya hemos visto lo que le importó a Sánchez renegar inmediatamente de su única promesa de 2018 que era la de convocar inmediatamente elecciones.

¿Pero acaso los españoles han perdonado con sus votos el 28 de abril este incumplimiento y aprobado su manera de gobernar estos diez meses? No realmente: la suma de PSOE y Podemos en 2015 y 2019 es casi idéntica en porcentaje (en escaños hay una subida ligera de 6 escaños porque el sistema electoral favorece la menor dispersión). Así que realmente los únicos que han apostado por Sánchez son un 6% de electores que antes había apostado por Iglesias. Pese a esta subida, el PSOE se queda aún 14 escaños por debajo del mínimo con el que ningún partido ganador de las elecciones ha logrado recabar suficientes apoyos para una investidura. La marca empata de hecho con la que llevó a una repetición de elecciones en 2016.

Y Sánchez ha empezado de hecho exactamente como lo hizo Rajoy: convocando a otros partidos en la Moncloa, invitación tramposa que no podían rechazar pero que resulta impropia en la forma y en el fondo. Si se trataba de preparar el terreno a las consultas con los grupos políticos que la Constitución prevé que realice el Rey, esas reuniones tenían que haberse realizado en el Congreso de los Diputados, sin impostar ningún papel institucional desde la presidencia del Gobierno saliente, más aún cuando Sánchez había dinamitado toda normalidad en esos encuentros durante su mandato. Recordemos que a Rivera no lo había convocado nunca a la Moncloa mientras que con Iglesias llegó a firmar allí un “acuerdo de presupuestos generales del Estado entre el Gobierno de España y Unidos Podemos”. Y por otro lado, todo lo que Sánchez se empeñó en que Abascal estuviera en el debate electoral se le olvida ya como represente electo por 2.700.000 votos tan respetables como todos los demás, una cifra a solo un 30% de la de Podemos y que casi triplica a la del siguiente partido en el Congreso.

Pero, sobre todo, el MacGuffin (ese trampantojo fugaz con que Hitchcock arranca la trama pero del que luego el espectador se olvida) de Sánchez vuelve a ser el mismo que utilizó Rajoy: no proponer nada. Una investidura consiste exclusivamente en hacer o no presidente del gobierno a alguien, pero aquí son solo los demás partidos quienes comparecen tras las reuniones en la Moncloa. Mientras, Sánchez se esconde como hizo su predecesor en el mismo trance y en casi todos, e intenta que pasemos estas semanas cavilando frases sueltas. Las del 28 de abril desde el balcón de Ferraz: “ha quedado claro” respondiendo a sus militantes que gritaban “con Rivera, no”, además de un infame “no pasarán” y un “sí se puede” revelador de la podemización del PSOE; un genérico rechazo a “los cordones sanitarios”; las periódicas descalificaciones a Ciudadanos en los mítines pretendiendo empotrarlos con la extrema derecha; lo de Iceta, y poco más.

Analicemos esto último. Los independentistas han vuelto a las andadas de bloquear su propio parlamento autonómico, y dan munición para el resto de campaña a los socialistas, cuya propuesta sin embargo era también muy cuestionable. Se hacía pasar como un valioso gesto que un catalanista (¿imaginan andalucista o españolista?) estuviera al frente de la Cámara Alta, pero se obviaba que como senador por designación autonómica –origen que no ha tenido ningún otro presidente del Senado– su mandato tendría limitaciones. En efecto, aunque una vez nombrado el Parlamento de Cataluña no pudiera revocar su designación, sí decaería en cuanto hubiera elecciones en esa comunidad autónoma –como tarde en 2021–, de manera que el PSC tendría que proponerlo de nuevo y esa cámara refrendarlo.

Se trataría pues de una subordinación del Senado a un parlamento autonómico y de un pseudomandato imperativo respecto a su grupo parlamentario, máxime cuando el interesado pretende seguir ocupando un papel principal en la política catalana, como cabeza de su partido. Situarlo como cuarta autoridad del Estado vendría además a ser una reválida de su trayectoria reciente como introductor de relatores, de indultos y de referendos de autodeterminación si lo pide el 65% de los catalanes (debe entenderse incluido el propio PSC). Es grave que se lo haya vetado como senador, pero era una pésima idea que ocupara la presidencia de esta cámara.

Lo primero y principal para pensar a quién se quiere investir no es quién podría apoyarle sino qué ofrece el candidato y qué credibilidad tiene respecto a cumplirlo. Y de Sánchez sabemos (1) que ya ha gobernado gracias a un acercamiento inédito de su partido al populismo y al independentismo, incluido Bildu, (2) que no ha expresado no ya arrepentimiento o autocrítica sobre esta colaboración sino ni siquiera advertido que son apoyos acaso contingentes pero indeseables (al revés, les reprochó que no lo respaldaran más aprobando los presupuestos para poder prorrogar así su mentira de no convocar elecciones), (3) que durante la campaña e incluso tras las elecciones ha escondido sus intenciones sobre qué apoyos querría recabar para una siguiente investidura –como si pudieran dársela unos u otros de regalo–, (4) pero que no se muestra equidistante ante distintas opciones: a las “tres derechas” las repudia por inmorales y retrógradas mientras que al nacionalpopulismo expresa que quiere reconducirlo respecto a algunos planteamientos equivocados.

Y este es el núcleo de por qué Ciudadanos no debe facilitar en modo alguno la investidura de Sánchez. No es que el independentismo pudiera aprovechar una debilidad del PSOE para hacer avanzar sus postulados, sino que es el proyecto que Sánchez impulsa desde el PSOE para lo que aún llamamos España el que busca aliarse con los independentistas y populistas. Su reelección en 2017 como secretario general se basó en una propuesta rupturista que era la plurinacionalidad y la eliminación de los contrapesos orgánicos, y a partir de ahí, la política territorial del PSOE ha sido la del PSC, asumiendo que las singularidades permiten asimetrías de derechos y aceptando la asimilación identitaria. Una y otra vez Sánchez habla de los “pueblos de España”, sustituyendo la ciudadanía de libres e iguales por su proyecto plurinacional.

En cuanto Sánchez llegó al gobierno ese objetivo empezó a desplegarse en dos frentes: reforzando la bilateralidad –lo que por ser más visible, fue más comentado y llegó a soliviantar rápido a la ciudadanía– y agitando la Guerra Civil. La procedente exhumación de Franco se abordó con una cacofonía administrativa al servicio de la excitación política, declarando inmediatamente la “extraordinaria y urgente necesidad” para luego seguir frenando y reactivando el expediente a conveniencia de su agenda política (el próximo acto han previsto que coincida nada menos que con la ronda de consultas con el Rey).

Se siguió con elevar al primer altar de la memoria histórica a Companys: entre los cientos de personas para los que en los últimos años se ha tramitado una expresión de “reparación personal” respecto a las ominosas ejecuciones del régimen franquista, el único que ha recibido este reconocimiento a nivel del Consejo de Ministros es quien durante la Segunda República había proclamado una rebelión contra el gobierno legítimo cuando lo ganó una coalición de derechas. Y en la visita a la tumba de Azaña, Sánchez lo terminó de dejar claro, reivindicando el régimen surgido de 1931 y su deseo de que sus valores renazcan hoy, olvidando que –aunque la dictadura que siguió fue más oscura, cruenta y larga– se trató de un periodo que alumbró avances (el voto de las mujeres, la extensión de la educación) pero estuvo marcado por un modelo territorial inadaptado y por la intolerancia (especialmente religiosa), donde la izquierda también acumuló una larga lista de errores, revanchas e incluso crímenes. Esa reivindicación expresa de la Segunda República que ni González ni siquiera Zapatero habían asumido muestra la intención de Sánchez de instalar un frentismo que puede resumirse en uno de sus lemas electorales: “gobernar para la mayoría”, no para todos.

No creo que Sánchez pretenda que España se rompa pero sí estoy convencido de que su política aumenta y acerca ese riesgo. Aunque nunca se llegue a ese dramático resultado, la consecuencia es ya que hoy se debilita la igualdad entre españoles y se abandona a cientos de miles de ciudadanos constitucionalistas a la angustiosa opresión que sufren de los gobernantes independentistas en algunas comunidades autónomas.

En Cataluña y el País Vasco, quizá pronto en Baleares u otros lugares, no ser nacionalista se asimila cada vez más a ser un traidor o al menos un perdedor. El heroísmo individual se agota cuando ni el gobierno autonómico te hostiga y el español apenas te deja a tu suerte; incluso puedes acabar desistiendo cuando observas el efecto uniformizador que la “inmersión” provoca en tus propios hijos. El Manual de resistencia lo escriben a diario varios millones de ciudadanos corrientes que bregan con algo aún más duro que las dificultades económicas, como es el temor a que les impongan otra ciudadanía cuando creen en la española como garantía de amplios derechos y libertades.

Por eso, aunque españoles bienintencionados imaginen que una alianza PSOE-Ciudadanos reencarnaría automáticamente esa prestigiosa centralidad que ocuparon Suárez y González, o aunque los poderes económicos apuesten por esta fórmula como conjuro ante la inestabilidad, lo cierto es que el candidato que se imagina para ese gobierno nada propone al respecto ni mucho menos muestra cómo puede garantizar que no volvería al camino que ya ha iniciado. A Sánchez ya lo tenemos en funciones –mientras no prospere una investidura sigue él con similares mismas capacidades de gobierno que si estuviera en pleno ejercicio–, así que cada elector y sobre todo cada diputado y quien aspire a ser candidato debería plantearse de manera más amplia las opciones que tenemos por delante. España lo merece, los españoles lo necesitamos.

Víctor Gómez Frías es consejero de EL ESPAÑOL.

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