#Rubalnoquiereprimarias

Como dice la mejor línea jamás escrita para el cine, «el mundo se desmoronaba y nosotros nos enamoramos». En medio de las mayores conmociones, cuando todo parece tambalearse alrededor, la condición humana encuentra espacios para incrustar sus nidos de amor u odio, en lo personal y en lo político. La estampa de Churchill teniendo que apartarse durante unas horas de las tareas de dirección del esfuerzo bélico para superar con éxito una moción de censura en plena Guerra Mundial es un exponente ejemplar del parlamentarismo.

¿Por qué no iba a poder Zapatero, haciendo el recorrido inverso, interrumpir los preparativos de su ceremonia del adiós para declarar la guerra a un dictador? Sobre todo teniendo en cuenta que si es posible abstraerse o al menos abrir un paréntesis en medio de la más dramática coyuntura cuando los hechos, la muerte, el dolor, el peligro pueden tocarse con los dedos, más natural resulta hacerlo cuando, por mucho que nos concierna, todo lo terrible sólo sucede en la cercanía virtual de la sociedad de la información, acotado en nuestros ordenadores, televisores y tabletas táctiles.

Además hay que decir que, en contraste con la histeria provocada en otros lugares por la indudable gravedad de lo ocurrido en Fukushima, la ponderada y en cierto modo flemática reacción de Zapatero ha contribuido a amortiguar en España el impacto emocional del debate. Mientras la señora Merkel se apresuraba a anunciar el cierre de plantas nucleares y su alfil en la Comisión Europea invocaba nada menos que el Apocalipsis, nuestro Gobierno ha hecho lo correcto al limitarse a encargar una puesta al día de los planes de seguridad de las centrales.

Es cierto que a Zapatero le ha cogido lo ocurrido en Japón con el pie cambiado pero, a pesar de la enmienda introducida en la Ley de Economía Sostenible manteniendo el statu quo nuclear, al presidente le hubiera sido fácil invocar ahora su desconfianza instintiva hacia la energía atómica e incluso abrir sobre esa base un frente de confrontación con el PP.

El que no lo haya hecho demuestra que su irritante impasibilidad ante las críticas más fundadas tiene como contrapartida positiva un sano sentido de la contención cuando lo fácil sería subirse a la cresta de la ola de la demagogia. Esta condición somática estable probablemente sea su única característica común con Rajoy y ha contribuido no poco a amortiguar las tensiones provocadas por el contenido de sus propias equivocaciones más graves.

Quiero subrayar que la discusión adecuada a lo que está sucediendo en Japón no debería girar sobre la conveniencia de la energía nuclear sino sobre la ubicación de las plantas nucleares. Es decir, sobre si debe autorizarse su instalación en una zona sísmica al lado del mar; de igual manera que si ardiera una gasolinera situada entre unos altos hornos y un centro comercial, lo que se cuestionaría sería su emplazamiento y no su actividad. Cualquiera diría, por cierto, que eso es lo que está sucediendo respecto a Gadafi una vez que la guerra civil libia ha puesto en riesgo la continuidad del suministro de petróleo y el apoyo del PP a una iniciativa que en términos morales -que no legales- es calcada de la emprendida contra Sadam también dice mucho del sentido de la responsabilidad de Rajoy.

Pero es la urgencia de la procesión que lleva por dentro el PSOE estos días la que reclama hoy mi atención. No circula entre Fukushima y Bengasi sino entre La Moncloa y Ferraz pues atañe al entusiasmo de unos y la consternación de otros ante la alta probabilidad de que el Comité Federal del 2 de abril termine convirtiéndose en un acto de abdicación de Zapatero en Rubalcaba.

Tal y como explicamos hoy, el presidente tiene previsto anunciar dentro de dos fines de semana que no será el candidato del PSOE a las próximas elecciones generales. Despejará, pues, la incertidumbre creada por él mismo y argumentará que, desde que llegó a La Moncloa hace siete años, tuvo claro que no permanecería en el poder más que dos legislaturas. Que de hecho su única discrepancia con Aznar a ese respecto reside en el momento de comunicarlo: así como el líder del PP lo dejó claro desde el comienzo de su segundo mandato, él ha preferido esperar a la recta final de la legislatura.

Al margen de que no tiene nada que ver renunciar a la reelección en plena bonanza económica y con los sondeos disparados a tu favor, que hacerlo desde el fondo del pozo de la crisis y el descrédito, nada cabría objetar a este desenlace si el paralelismo se quedara ahí. El problema estriba en que Zapatero quiere emular también a Aznar entregando el relevo a un heredero. Y así es como topamos con el cómo y con el quién, pues los Estatutos del PSOE prescriben las primarias y sería la primera vez que uno de los grandes partidos incurriera en la involución generacional de que quien llegó al poder con 40 y pocos años, empujado por el viento de la renovación, ceda el testigo a un sexagenario identificado con lo más oscuro del pasado.

Naturalmente Zapatero tiene que enmascarar lo que lleva camino de ser un dedazo tan burdo, discrecional y caprichoso como el que supuso la unción de Aznar por Fraga o la de Rajoy por Aznar y por eso ha medido meticulosamente los tiempos de su haraquiri para generar en paralelo un escenario dominado por la inevitabilidad de Rubalcaba.

Todo estaba previsto desde la absurda crisis en la que remodeló el Gobierno no en función de las necesidades nacionales que reclamaban un fortalecimiento del endeble equipo económico, sino al servicio de ese calendario partidista. Se trataba de poner en manos de Rubalcaba todos los resortes de la popularidad: el ministro del Interior detendría etarras, controladores o lo que viniera al caso, el portavoz del Gobierno sacaría pecho tras los consejos de los viernes y el vicepresidente primero se colgaría las medallas. Al cabo de unos meses de reservar para Rubalcaba todo el protagonismo y lucimiento -ora fotografiándose con los empresarios del G-35, ora pasando revista en Afganistán, ora anunciando en televisión el estado de alarma- su apogeo en las encuestas estaba garantizado. Y como para Zapatero las encuestas son el nuevo Moloch ante el que todos deben inclinarse, no es impensable que haya seguido -y en cierto modo fomentado- su propio hundimiento de estos meses con morboso deleite: ¿lo veis, como yo no puedo ser?

Todo sería bastante lógico si se tratara tan sólo de colocar a Rubalcaba en una posición de neta ventaja en la recta de salida de un proceso electoral interno. Pero la única exigencia del susodicho para ayudar a Zapatero a quitarse de en medio está siendo la de eludir el engorroso trámite de las urnas. Como dice el hashtag -etiqueta para el seguimiento de un asunto- con el que he planteado esta semana el debate en Twitter, #Rubalnoquiereprimarias.

El provecto delfín sabe ya tanto por viejo como por diablo y no en vano mide por derrotas todas y cada una de las batallas internas dirimidas por las urnas. Perdió con Almunia las primarias frente a Borrell, perdió con Bono el congreso ante Zapatero y acaba de perder las primarias de Madrid con la «señorita Trini» frente a Tomás Gómez. Rubalcaba es muy consciente de que cuando el PSOE no tiene expectativas de poder el candidato del aparato -y el aparato es él- corre el riesgo de quedar arrumbado ante la irrupción de una alternativa más innovadora y cargada de futuro. Por eso, como comentaba el otro día en la redacción una brillante periodista de la sección política, «cada vez que se mueve Chacón a Rubalcaba le sube la bilirrubina».

¿Qué hacer? Pues situar la escenificación del óbito político de Zapatero y su subsiguiente «el Rey ha muerto, viva el Rey» en el único momento del calendario en el que nadie querrá celebrar unas primarias: o sea, en la cabecera de la campaña para las municipales y autonómicas. Ni antes ni después. Tiene que ser el 2 de abril y por eso hubo que suspender el mitin de Vistalegre para que nada compita con la solemnidad del anuncio ante el Comité Federal.

Si Zapatero hubiera cedido antes a las presiones de Barreda, Vara y compañía, habría habido tiempo para que a estas alturas los militantes ya habrían votado. Si la publicidad de su decisión se pospusiera hasta después de los comicios por mor de la guerra contra Gadafi o cualquier otro imprevisto, sería en septiembre cuando las bases dirimirían el asunto. En cambio el 2 de abril, al margen de cuáles sean sus preferencias, ningún barón territorial, ningún candidato a presidente autonómico o a alcalde va a estar por la labor de meterse en el fregado de unas primarias con la subsiguiente guerra fratricida para deleite de sus rivales.

Desde hace unas semanas los desolados náufragos de la Tercera Via, algunos ex ministros que ocuparon carteras clave en el primer gobierno de Zapatero y las jóvenes promesas del grupo parlamentario asisten con una mezcla de estupor e incredulidad a los preparativos de este auto sacramental a la inversa en el que lo nuevo alumbraría a lo viejo, lo moderno a lo antiguo y el buen talante a la mala sangre. Con la aparente condescendencia del presidente y su siempre dócil José Blanco, dos caimanes resabiados como Chaves y Zarrías -quién lo iba a decir- ultiman ya los detalles de una sesión trufada de adhesiones espontáneas al nuevo Ricardo de Gloucester.

Todo está previsto según lo filtrado una y otra vez por Jáuregui para convertir a Zapatero en público rehén de sus compromisos privados. En las dos semanas que quedan para la consumación de lo nunca visto los compañeros de la primera hora, quienes todavía creen en un PSOE limpio, plural y tolerante, echarán el resto para intentar convencer al presidente de que no tiene derecho a arriar de esa manera tan indigna la bandera que hace una década enarbolaron entre todos. Pero entre ellos cunde el pesimismo pues son conscientes de que las últimas incursiones de algunos medios en asuntos que atañen a la vida familiar han tensado la cuerda que más puede apretarle y, como confesó el otro día en su círculo íntimo, Zapatero lo que quiere es poder irse a vivir a León en cuanto acabe la legislatura.

El único verso suelto de la marcha triunfal escrita para la ascensión al podio de esta extraña liebre cántabra que exige que no haya rivales para tomar la salida en la carrera es, como también anunció Jáuregui, la ministra de Defensa. Es significativo que, sin apenas haber abierto la boca, todos sus pasos sean seguidos con la expectativa de que tal vez se repita la historia del año 2000, como por cierto Zapatero tenía en la cabeza hasta no hace mucho. Pero las presiones van a redoblarse estos días sobre ella y lo más normal será que tire la toalla y se conforme con mirar hacia 2016 o 2020. Ojalá no lo haga.

Uno de esos ex ministros me decía el otro día que lo acorde con la trayectoria de Zapatero sería que volviera a presentarse, «muriera con las botas puestas» y abriera un proceso de sucesión tan democrático y abierto como el que le encaramó a él. Ese quedará también como mi enésimo consejo desoído, con la única variante de que además yo he abogado una y otra vez por unas generales adelantadas al otoño.

Acabando, pues, con otro mito del cine, no sé si de pequeño le gustó o no la película de Raoul Walsh, pero es imposible que el Zapatero que conocemos se identifique con el general Custer. Insistir a estas alturas en que «muera con las botas puestas» probablemente sea uno de esos esfuerzos inútiles que sólo conducen a la melancolía. Lo que sí podemos exigirle es que las deje en buenos pies o al menos que siga los procedimientos de selección que marcan las ordenanzas socialistas. Y eso debería excluir su entrega incondicional a quien ya sabemos que las empleará para dar patadas apenas se las enfunde. El único de los 47 millones de españoles vinculado a todos y cada uno de los desmanes y abusos de poder en los que ha incurrido el PSOE en sus dos etapas de Gobierno. Un individuo capaz de mentir por activa, por pasiva y por perifrástica en una nota oficial e incapaz de ofrecer explicaciones o disculpas cuando la falacia ha quedado demostrada. Menudo albacea para tu «democracia bonita», ZetaPé.

Pedro J. Ramírez, director de El Mundo.

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