Ruido y furia en torno a la reforma penal

Este viernes, los grupos parlamentarios socialista y de Unidas Podemos, junto con el de Esquerra Republicana de Catalunya, han presentado una serie de enmiendas a la proposición de ley de reforma del Código Penal presentada por los dos partidos que constituyen el Gobierno de coalición hace algunas semanas. Estas enmiendas se refieren —entre otras cuestiones— a tres materias penales muy diversas que resultan de especial interés público: la derogación del delito de sedición y la correspondiente reforma de los delitos contra el orden público; una adición puntual a los delitos contra los derechos de los trabajadores, y la reformulación del delito de malversación de caudales públicos.

Al líder del principal partido de la oposición parlamentaria le ha faltado tiempo para referirse a Pedro Sánchez como el “presidente del Gobierno más autoritario”; al menos, lo ha hecho acotando esta calificación prudentemente al período del régimen democrático reinstaurado en 1977. Ya no le queda apenas margen para llegar a la cota del calificativo de “Gobierno ilegítimo” que usa la derecha antisistema desde hace tiempo. Pareciera que el país se hunde, y en las capitales de nuestros socios europeos que siguen nuestra actualidad, nadie entiende nada de lo que pasa en España.

¿Qué implican estas proyectadas reformas de la ley penal y cómo deben valorarse jurídicamente?

En lo que se refiere a la reforma de los delitos contra el orden público, como tuve ocasión de señalar en estas páginas hace algunas semanas, la desaparición de la sedición suscita consenso en la doctrina penal española. La sentencia del procés del Tribunal Supremo demostró que se trata de un delito sin parangón hoy en los países centrales de la Unión Europea —digan lo que digan por ahí en abierta contradicción con la realidad—, y que su desaparición debería haberse producido hace muchos años (y no ahora, cuando parece obvio que se trata de una reforma ad personam).

El texto literal del artículo 557 del Código Penal (CP), que crea el nuevo tipo penal de desórdenes públicos graves para llenar el vacío que dejará la derogación de esa antigualla autoritaria, sin embargo, resulta muy deficiente. Se equipara la violencia o la intimidación contra las personas, con graves defectos gramaticales, con la “violencia o intimidación” contra las cosas (intimidación de las cosas: ¿gritarle lindezas a una valla colocada por las fuerzas de policía?), infringiendo el principio constitucional de proporcionalidad y las reglas de la lengua española y del sentido común.

En cuanto a la reforma puntual del delito contra los derechos de los trabajadores del artículo 311 del CP, reza, en una frase, que “se impondrán” las penas correspondientes a la vulneración de los derechos en materia contractual laboral de los trabajadores a quien “imponga” condiciones ilegales mediante otras figuras contractuales no laborales, y cuando haya sido requerido de cesar en su actitud. Se persigue aquí el loable propósito político-criminal de doblegar la insumisión a la ley que disciplina la actividad de algunas empresas que hacen su agosto con la semi esclavitud moderna (en el sector del reparto por riders), de poner fin a los falsos autónomos. Sin embargo, la redacción genera, también aquí, graves problemas de proporcionalidad y de técnica legislativa. No se puede remediar la anemia de la Inspección de Trabajo, la debilidad de la Administración española con los poderosos, tirando de Código Penal. Se hace fortaleciéndola personal y presupuestariamente.

Finalmente, las enmiendas presentadas por ERC pretenden remodelar el delito de malversación del artículo 432 del CP, volviendo al sistema de incriminación anterior a la reformulación del delito por medio de la reforma del Código Penal hecha en solitario por el Partido Popular en 2015, abusando de su mayoría absoluta: distinguir entre casos en los que hay ánimo de lucro del funcionario que malversa, con pena más grave, de aquellos otros en los que no hay tal ánimo de beneficiarse, con una pena más leve. Además, ha aparecido de pronto ahora un nuevo delito de “enriquecimiento injusto”, que pretende castigar al cargo público que se “niegue abiertamente” a justificar el origen de un incremento de patrimonio experimentado durante su período de servicio. El criterio que implica la remodelación de la malversación —el de la ley en vigor antes de 2015— puede ser razonable: cabe pensar que no es lo mismo que el funcionario persiga su beneficio personal a que no lo haga —dentro del ámbito delictivo, en todo caso—: el alcalde que gasta todo su presupuesto en una donación a Cáritas, o el funcionario que malversa caudales públicos exclusivamente para salvar a la patria (remember: retroactividad favorable, también para comisarios de policía), al menos, no se quedan el dinero de todos para sí.

Sin embargo, es insoportable que se reforme la ley puntualmente, sin discusión seria, de modo precipitado, con un objetivo perfectamente determinado que no va más allá de unos nombres y apellidos catalanes concretos. Y el conejo que acaba de salir de la chistera de las fuerzas políticas que sustentan al Gobierno de coalición —parece que para desviar la atención de la reforma de la malversación—, el llamado enriquecimiento injusto —presente en muchos ordenamientos de América Latina y en algunos pocos países europeos—, genera muchos problemas de constitucionalidad y técnicos. Puede entenderse como un delito de sospecha, como una inversión de la carga de la prueba. Y también los (¡presuntos!) corruptos son ciudadanos, y tienen derecho constitucional a que sea la acusación la que demuestre su responsabilidad, a no verse obligados a probar ellos su inocencia, más allá de su responsabilidad fiscal. Es también una reforma aislada, precipitada, sin discusión previa alguna, en una materia muy delicada.

Más allá de la factura técnica y de la posible justificación de política criminal de las reformas propuestas en sí mismas, los tiempos de cierta política, su frenética táctica y la ausencia de toda estrategia para la legislación penal —el salto de la desidia y la pasividad al accionismo, deprisa y corriendo—, son incompatibles con el respeto que la ley penal merece en un Estado de derecho. Así no se puede. Las prisas son muy malas consejeras; legislando, las carga el diablo. Luego pasa lo que pasa.

Manuel Cancio Meliá es catedrático de Derecho Penal en la Universidad Autónoma de Madrid y vocal permanente de la Comisión General de Codificación.

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