Ruidos de la ciudad

Por Ramón Tamames (LA RAZON, 11/10/04):

Todo el mundo está de acuerdo, empezando por los psicólogos y los psiquiatras, en que el ruido es uno de los factores ambientales que más afectan a la calidad de vida. Desde las pequeñas molestias más o menos anecdóticas, hasta alcanzar niveles de trastornos irreversibles en lo más recóndito de la mente humana.

La mejor definición del ruido es bien conocida: «El sonido, o conjunto de sonidos que se perciben por las personas, no deseándolos, y que alteran el medio acústico en que normalmente se mueven». Con la particularidad adicional, de que todo depende también y de la inevitabilidad del impacto. Sobre esto último, resulta que cuando un ruido es obligado oírlo, e incluso previsible en el tiempo –una tormenta de verano, el paso de un tren a hora fija, las voces infantiles del recreo en el patio de un colegio próximo–, entonces, las ondas sonoras nos parecen como justificadas, y la molestia se diluye. Pero cuando se trata del estruendo del tocadiscos del vecino incontrolado en sus 50 watios, o del alarido del viernes noche en calles habitualmente tranquilas, en esas ocasiones todo acaba haciéndose de lo más detestable.

Según la escala que nos proporciona el Prof. Ángel Ramos, en su excelente «Enciclopedia de Ecología» (Espasa), la medición de la incidencia acústica va de cero a 150 decibelios. Situándose el nivel más bajo en un auditorio musical insonorizado y silencioso, hasta el justo momento en que la orquesta inicia la ejecución de una sinfonía.

En el otro extremo, se llega a 150 decibelios cuando un reactor despega de un portaaviones a menos de 10 metros del perceptor. En el intermedio de la escala, 50 decibelios es todavía un ambiente casi calmoso. Pero que con 70, ya se hace irritante. Más alto todavía, al nivel de 90, los impactos ya devienen dañinos. Es el caso, excepto para los adictos que se quedarán sordos, de las cotas de 120 decibelios que son bien frecuentes en las discotecas más infernales.

Todo lo anterior viene a propósito del título de este artículo, «Ruidos de la ciudad», cuando los ídem sobrepasan ampliamente lo tolerado en términos de convivencia; superando con toda seguridad los niveles de la «Ley del Ruido» que en España se publicó en el 2003, promovida por el Ministerio de Medioambiente y siguiendo las pautas de la UE.

Entre las manifestaciones acústicas más atacantes, deben incluirse, para empezar, el tráfico continuo de las autopistas periurbanas (¿cuántos cientos de kilómetros de pantallas acústicas tenemos ya?), de las grandes arterias dentro de la propia urbe, e incluso en calles muy modestas del casco antiguo. En esos medios, algunos motoristas «hacen lo que pueden», circulando a toda velocidad a escape libre; para imitar al Ángel Nieto de ayer o al Sete Gibernau de hoy. Como si estuvieran en el autódromo de Qatar, por citar algún sitio en medio del desierto. Y ciertamente, no es menos desctacable el capítulo de las ambulancias, que de día o de noche, y llevando o no pacientes, nos penetran hasta los tímpanos con el ulular de sus sirenas, a cotas acústicas absolutamente innecesarias salvo para el ego de algunos conductores.

Pero sobre todo, hay que mencionar entre los ruidos más inconvenientes e innecesarios – especialmente en Madrid– los del capítulo de la limpieza urbana. Con sus terroríficas máquinas de barrido, que deben estar en la proximidad de los 100 decibelios. Y que casi de manera continua, aparte del pitido absurdo de cuando van marcha atrás –como si no se las oyera ya lo suficiente, o como si no se las viera por su contaminación luminica estresante–, son acompañadas por «portadores de cañones de aire», con mascarilla y todo; que en medio del mayor estrépito levantan polvaredas
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con un volumen de ruido casi increíble, sobre todo cuando se hace la comparación con los humanísimos barrenderos que aún perviven.

Y todo ese maremágnum sónico, se produce a cualquier hora de la noche o del día, sea en laborables o festivos, bien verano con las ventanas abiertas o invierno con los postigos cerrados. Debiendo dejarse constancia de que esos conjuntos municipales con tal capacidad de ruido, se mueven de forma continua, arriba y abajo. Con una evidente sobredotación de medios, lo cual podría relacionarse con la circunstancia de que la compañía contratista debe cobrar por kilómetro recorrido; con lo cual cuanto más se pase y repase, innecesariamente, mejor para la empresa. Aunque sea poniendo al borde del ataque de nervios a gran parte de la ciudadanía.

Ya escribí al anterior alcalde de Madrid largo y tendido sobre estos temas, con nulo resultado. Luego lo hice a nuestro actual corregidor, ya con alguna contestación y mejora. Ahora, vuelvo a hacerlo con esta carta abierta dirigida a Alberto Ruiz-Gallardón, que está haciendo muchas cosas, y bien. Y tanto él como la concejala de Medio Ambiente, Paz González, son personas –, «¡qué difícil es seguir siendo persona y no convertirse en personaje!» que dijo Manuel Azaña– sensibles a los problemas que hemos mencionado. Por ello, les pedimos encarecidamente que incidan más en el tema. Para que los ruidos que se generan o toleran por el Ayuntamiento no afecten a la naturaleza de los ciudadanos, volviéndoles iracundos e insociables. ¿Por qué –es la pregunta– no predica el Consistorio con el ejemplo de su sedicente amor a los madrileños, atenuando los decibelios de sus horrendas máquinas para que la ciudad recupere una relativa tranquilidad?