Rumbo a lo desconocido

Nadie podía haber previsto la devastadora pandemia que sigue asolando Europa y que podría resurgir este invierno. Hace un siglo, la llamada gripe española duró casi dos años, matando mucho más de lo que ha hecho el Covid-19 hasta la fecha. Cualquiera que haya sido el progreso de la medicina desde entonces, esta pandemia nos ha dado una gran lección de humildad; nos han reducido a medidas medievales, como la cuarentena y las mascarillas. No solo no se podía prever, sino que nadie comprende lo que ha ocurrido. De momento, no tenemos una explicación convincente de las diferencias en la infección y la mortalidad según los países; están en juego miles de parámetros, y las políticas más o menos hábiles de los gobiernos no son suficientes por sí mismas para comprender por qué Italia, España, Francia y Gran Bretaña se han visto más afectadas que Alemania, Dinamarca o Polonia. Sigue habiendo muchos aspectos desconocidos.

Cuando no se puede entender el presente, el arte de la previsión es más aleatorio que nunca. En política, nadie sabe, por ejemplo, cuál será el comportamiento futuro de los votantes. Las elecciones locales de la semana pasada en Francia revelaron dos tendencias inesperadas: la abstención masiva (¿miedo al virus o desprecio por los políticos?) y el avance de los ecologistas. Sin duda, la pandemia nos animará a buscar nuevos caminos políticos que los ciudadanos consideren más seguros e innovadores.

La incertidumbre me parece aún mayor cuando se aplica al campo de la economía. Primero, la magnitud de la recesión actual -una caída sin precedentes desde hace un siglo- no puede explicarse únicamente por la pandemia; esta ha reducido automáticamente la producción, que está indexada a la cantidad de horas trabajadas, pero eso solo explica una parte de la recesión. Cabe señalar que todo el comportamiento de compra se ha visto afectado más allá del efecto automático del confinamiento.

Este confinamiento nos ha llevado, más bien, a una reflexión general sobre la utilidad de un determinado tipo de consumo y de determinadas formas de trabajar, de moverse, de vivir y de divertirse. Por lo tanto, el fin del encierro no conducirá a una vuelta automática a la normalidad, lo que consistiría en una mera reanudación de las prácticas anteriores y, desde luego, no veremos una rápida recuperación de los ingresos perdidos en los últimos meses. Por lo tanto, las previsiones económicas de los gobiernos y las instituciones internacionales son, de momento, buenos deseos sin ningún carácter científico, como ocurre casi siempre con los pronósticos económicos.

Me parece que el efecto de la pandemia debería interpretarse de la misma manera en que se interpreta el impacto producido por una innovación técnica, como cuando la electricidad reemplazó a la máquina de vapor o después de la aparición de internet. La economía estará sujeta a lo que el economista austríaco Joseph Schumpeter llamó, en la década de 1940, «destrucción creativa»: franjas enteras de producción desaparecerán para dar paso a trabajos que hasta ahora prácticamente no existían. ¿Cuáles? Solo podemos plantear hipótesis.

Pensamos que prevalecerá el teletrabajo, lo que reducirá la necesidad de transporte público y espacio de oficinas. Se prevé que los restaurantes, cines y hoteles de vacaciones se verán sometidos a restricciones considerables. No es seguro que el turismo de masas y a destinos lejanos recupere alguna vez su atractivo. Se producirá un gran aumento de las actividades sin contacto, el fin del comercio y las compras tradicionales y el aumento del comercio a distancia. Y quizá nos trataremos de manera diferente gracias a la telemedicina. Los presupuestos familiares se podrían administrar de manera diferente, gastando más dentro de la unidad familiar y menos fuera.

Estas son solo algunas pistas que, por definición, no incluyen técnicas y comportamientos que aún no se han inventado, pero se inventarán. ¿Tendrá el miedo al cambio climático repercusiones para la economía? No estoy seguro de cuáles serán, a menos que se adopte un crecimiento cero, que no sería popular. Lo más probable es que la ecología siga siendo un discurso más que un esbozo de una nueva sociedad. Pero podría estar equivocado, por supuesto.

Entre tanto desconcierto, los gobiernos europeos han elegido, con buen sentido, otorgar créditos considerables a las empresas existentes para que todas sobrevivan o, mejor aún, se transformen. Nadie sabe si algún día se reembolsarán estos créditos públicos, ni cuándo será ni quién lo hará; todo dependerá de la tasa de crecimiento futura, de la que francamente no sabemos nada. En el peor de los casos, la inflación permitirá saldar las cuentas.

La pandemia también tiene efectos sociales que se miden mal y que podrían resultar tan devastadores como las consecuencias económicas y sanitarias; en general, los trabajadores se han empobrecido mucho más que los propietarios del capital. Esto nos obliga, si queremos evitar una revolución causada por la desesperación, a reconsiderar la protección social y establecer, por ejemplo, una renta mínima universal para todos, una innovación social y liberal, ya que este ingreso redistribuido por el Estado sería automático, igual para todos y administrado por sus destinatarios. De momento, no oímos en boca de nuestros líderes mucha autocrítica ni propuestas creativas; todos esperan secretamente que las cosas vuelvan a ser como antes. Pero no es nada seguro y sí bastante improbable.

Guy Sorman

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