Hemos vivido estos últimos 15 años con unos parámetros económicos y sociales que bien pueden calificarse como de abundancia y despilfarro. A todos los niveles. Con ello, el Estado de Bienestar social, que afortunadamente lleva muchos años funcionando razonablemente bien, llegó a su cenit con un mensaje engañoso de inagotabilidad. Parecía que los precios de las casas nunca iban a dejar de subir, que la Bolsa sólo tenía un horizonte alcista, que los créditos fluirían sin tope, que los intereses bajarían aún más, etcétera, etcétera. Y todo ello, además, con una inflación controlada.
Y en ese estado de euforia social, nadie se atrevía a dar la voz de alarma, a ser agorero, a predicar la mesura y el sentido común, a recordar esa ley, casi física, de que nada puede crecer hasta el infinito. Como acertadamente dice Cazorla, la causa última de la profunda crisis que comenzó hace casi tres años radica en «la pérdida del sentido de los límites». A ello se añade la progresiva pérdida de valores que siempre han actuado en la sociedad como redes salvadoras e integradoras.
Y no sólo de los grandes valores sino también de los valores que Cazorla denomina «de vuelo más corto y bajo», como la prudencia, la mesura, la austeridad, la discreción, la proporcionalidad, la aversión al derroche. Y así caímos en ese tremendo error para un navegante -y la vida es navegar- de pensar que la mar siempre va a estar plana o de que el viento soplará permanentemente de popa. Y en función de todos esos elementos el barco ha ido navegando alegre y confiadamente sin pensar que podría llegar la tormenta. Y llegó. Con una fuerza inusitada.
Cuando una tormenta viene suele ser de gran importancia preparar los arreos para hacerle frente, con lo que si el patrón de la nave anuncia tranquilidad y buen humor, porque asegura que ni hay tormenta ni se la espera, el batacazo anímico y real resulta mayor. Y el esfuerzo que hay que hacer luego para enderezar el rumbo resulta hercúleo. Y eso es lo que nos ha pasado en España. Hemos transitado de la euforia al desencanto, de la abundancia (en buena parte ficticia) a la estrechez y, sobre todo, del empleo abundante al desempleo brutal.
En este proceso, como indica el profesor Cabo Martín, hay que destacar la rapidez, casi la violencia, con la que se ha pasado de la exaltación consumista y el optimismo desarrollista a la aparición de una ideología de la escasez. Por ello, sigue diciendo Cabo, se impone el realismo, el sacrificio colectivo e individual, la necesidad del orden necesario. Es el fin de las utopías y de las ideologías. La aventura ha terminado.
Y en ese contexto surgen una serie de exigencias y contrapartidas que conviene examinar. El Estado de Bienestar social que se va desarrollando en Europa a partir de la década de los 60 es una columna ancilar de nuestra existencia política, social y, a la postre, humana. No puede desaparecer el armazón de ese edificio que tanta prosperidad y paz nos ha traído en las democracias de la posguerra mundial. Y no puede desaparecer porque arrastraría en su caída nuestra estabilidad social y política. ¿Y cuales son los componentes de ese armazón? Dejando aparte los valores democráticos que constituyen el basamento del edificio, yo diría de modo sintético que tales componentes son: las pensiones y la sanidad públicas, un salario mínimo, una jornada máxima, una estabilidad en el trabajo con tasas razonables de desempleo, una consideración de los derechos fundamentales de la persona en el seno de la empresa, los derechos de sindicación, huelga y negociación colectiva, la intervención administrativa en las políticas sociales, unos órganos reguladores independientes y profesionalizados, una Justicia eficaz e independiente y una educación de amplio contenido y calidad. Y, desde luego, el valor integrador de la familia. Son las líneas rojas que difícilmente pueden traspasarse porque entraríamos en un Estado de Malestar social.
Pero ese armazón del edificio puede tener una mayor o menor vestidura en función de las posibilidades y de la voluntad de mejora. Y digo esto último porque estoy con Enric Sanchís cuando dice que desconfía sistemáticamente de aquellas propuestas científicas que sostienen que los problemas sociales se resolverán en el futuro si empeoramos en el presente la situación de quienes lo sufren. Hay que ser realistas pero con una buena dosis de optimismo a la hora de buscar soluciones en el cambio necesario.
En ese cambio que necesitamos, y que ya se está poniendo parcialmente en marcha, hay un primer elemento de gran importancia cual es el psicológico. La persona media está confusa, noqueada ante la impactante realidad de la crisis en su vida. De ahí que haya que gastar imaginación y esfuerzo, por animarla, por educarle en los nuevos parámetros, por armarle de valores. Lo que no se puede hacer es engañarla con falsas promesas, como sería el predicar que esto es pasajero y que pronto volverán los tiempos de vino y rosas. No es así.
La crisis va a durar mucho y hay que prepararse para vencerla. Ello exige bajar el nivel de gasto, fomentar el emprendimiento, formarse para tener más empleabilidad y comenzar a conjugar dos verbos clave para la prosperidad de los países: trabajar más y descansar menos. Para ello hay que resolver el problema-drama principal como es que al menos haya trabajo. Y en ese programa de reeducación en el gasto tiene un relieve excepcional lo que haga la Administración respecto al suyo, pues creo que los privados van por delante en ese sacrificio que supone apretarse el cinturón. El incesante derroche de recursos que han efectuado y siguen efectuando, especialmente las Autonomías y los Ayuntamientos, requiere un tratamiento severo y radical, aunque haya que ser selectivos en los recortes aun a costa de perder clientela política. Y si no se evitan esos gastos y se centra el recorte, fundamentalmente en pensiones y sueldos de los funcionarios, el cabreo ciudadano estará justificado.
Pero además de esa política de austeridad y de reequilibrio entre los ingresos y los gastos, hay que poner las bases de una economía dinámica, competitiva y sostenible. La inversión en tecnología y la innovación resultan claves para el crecimiento económico. En España tenemos mucho que avanzar en este campo puesto que el porcentaje de personas que trabajan en sectores intensivos en conocimiento no llega al 30% mientras que países como Dinamarca o el Reino Unido superan el 40%. Y en cuanto al trabajo en sectores tecnológicos, sólo lo hacen el 4,47% de los trabajadores mientras que Alemania tiene un 10% e Italia un 7%. Si queremos dejar atrás la dura experiencia de estos tres últimos años y tener un mercado laboral sostenible, tenemos que avanzar en competitividad de modo muy notable. Ahí la Fundación Pública I + E Innovación España, tiene que poner el punto de mira no sólo en las cantidades invertidas sino sobre todo en la eficiencia de la gestión.
Por otra parte, y de modo más amplio, hemos de hacer sostenible el empleo mediante una adaptación flexible de la legislación laboral a las nuevas realidades. No se trata de quitar derechos sino de modularlos, de modo que, la empresa -como creadora y mantenedora de empleo- tenga mecanismos ágiles de gestión, en la contratación y en la extinción de los contratos y asimismo que los convenios colectivos no sean una rígida tabla de mandatos, sino comprensivos con la situación real y distinta de las empresas a las que se aplica. La llamada flexiguridad es un buen camino. Veremos cómo resulta al final la nueva reforma del mercado de trabajo.
En estos tiempos y en aras de ese Estado de Bienestar social que hemos creado, se ha defendido, ante el desempleo tan fuerte que sufren los países de la UE, la creación de la Renta Básica de Ciudadanía, con lo que la ciudadanía plena no estaría ya vinculada al empleo sino directamente al nacimiento. Pero, como dice lúcidamente Enric Sanchís, el problema central es que el individuo que ya no necesite ganarse el pan con el sudor de su frente, está abocado a dejar de construir su identidad en torno al propio esfuerzo; y, al final, en cuanto las nuevas generaciones olviden lo que ha sido luchar por la existencia podemos acabar encontrándonos con una sociedad de asistidos. Y esa situación resulta mortal para una sociedad dinámica, amante del riesgo, libre y a la postre próspera.
En definitiva, hay que mantener todo el esquema fundamental del Estado de Bienestar social, pero su difícil mantenimiento en los parámetros de estos últimos años, quizá aconseje ir cambiando los hábitos y mentalidades para que al menos mantengamos un Estado de Medioestar social, en lo cuantitativo, aunque dotándole de nuevos impulsos y valores en lo cualitativo.
Juan Antonio Sagardoy, catedrático de Derecho del Trabajo y vicepresidente del Foro de la Sociedad Civil.