Ruptura del contrato social

El otro día, al gran actor Ricardo Darín le mosqueó que sonaran los móviles, hasta siete veces, durante una función en Málaga. Abandonó el escenario y enseguida regresó. No hay manera de actuar mientras te molestan así, el teatro no es el cine. Si Darín hubiera venido enlatado en una peli, los móviles habrían molestado al público, pero él no habría podido enojarse. Habría seguido haciendo exactamente lo mismo en cada pase, con el cine en llamas o en pleno terremoto. Al revés que el teatro, el cine no comporta un contrato social adicional a aquel que nos obliga a cumplir siempre las normas, también las de urbanidad.

Con Darín en carne y hueso, el público es secundario aunque también le fastidian los teléfonos; es a los actores a quienes se les falta al respeto. Y lo más importante: hay un segundo contrato social, un subcontrato, roto por la intempestiva irrupción de la realidad. El responsable inconsciente, sin culpa, es el que llama, pues su existencia es inconcebible dentro del universo cerrado de la obra en representación. Es incompatible con el pacto de cambiar de coordenadas y de mundo durante un par de horas.

Por eso el motivo de que Darín se ausente unos segundos no es el enfado sino la necesidad de reiniciar ese complejísimo programa de realidad virtual cuyas reglas estableció Aristóteles para siempre. O para que siempre se las pueda saltar alguien. La reacción de Darín no obedece a que le rompieran la concentración, como tantos podrían creer, incluso Darín mismo. Hay algo que no puede integrar el teatro, salvo como juego premeditado: el recordatorio de que es teatro. En especial si el timbrador asomo de la realidad es tan insistente.

Al gran contrato social hobbesiano, teorizado mucho antes de que Rousseau naciera y explotara la marca, nos acogemos para que la vida no sea tan corta y asquerosa y brutal como en el estado de naturaleza. Bajo sus cláusulas caben otros acuerdos, pequeños contratos sociales, algunos tan sublimes como la escena, que es sagrada porque los espectadores forman parte de ella. Siempre ha sido así, aun cuando los liquidadores de cánones consideraran que hacer participar al público era una genialidad suya. El público es protagonista silente y lleva milenios suspendiendo su incredulidad. Hoy, maleados, espectadores de colmillo retorcido, lo que pensamos si un espectador se levanta y se pone a gritar es que forma parte de la obra. Salvando las distancias, pero poco, cuando Will Smith le soltó el famoso guantazo a Chris Rock, muchos asistentes a la entrega de los Oscar debieron pensar en una colaboración artística entre dos amigos, algo que se resolvería con una salida imaginativa y sorprendente. Gran parte del público televisivo así lo pensó, y siguió pensándolo pese a la evidencia de que el gag de desenlace no había llegado. Ciertos contumaces lo siguen creyendo a día de hoy.

La política, que contiene rituales teatralizantes, que premia al que declama, al que emociona, al que llega al público; la política, que preferimos repleta de similitudes con el arte de interpretar, y hasta con las adecuadas iluminaciones y escenografías, con atrezo y con cla, tampoco puede permitirse ciertas irrupciones de la realidad. A Sánchez, mal actor que tenemos a mano para el ejemplo, alguno no nos lo podemos creer en ninguno de sus papeles. Pero lo que está haciendo ahora no solo viola los pequeños contratos sociales subordinados al gran contrato hobbesiano de España. Si hay que comparar lo suyo con el teatro de verdad, sería como si el teléfono móvil le hubiera sonado siete veces al propio Darín mientras interpretaba lo suyo; sería como si las siete veces hubiera contestado Darín el teléfono sin reparo, pasando de la gente. Como si con cada una de ellas hubiera circulado por la platea, el anfiteatro y los palcos el contenido de la conversación, quizá porque tuviera el altavoz activado. Que Darín interpretara el papel de un presidente de gobierno europeo muy responsable, muy preocupado por la guerra de Ucrania, muy pulcro y respetuoso, dispuesto a que las leyes se cumplan caiga quien caiga porque lo primero es lo primero. Y entonces recibe una llamada de unos socios que le exigen que cambie el guión porque les pincharon el teléfono y ellos son unos golpistas de orden. Y el actor y el personaje se empiezan a confundir porque el primero cuenta que el segundo, que es él mismo, tiene también el teléfono pinchado por unos competidores del teatro vecino, en la Gran Vía. El público se desconcierta.

Pero él retoma la parrafada que había dejado colgada, se pone en modo estadista y subraya la importancia de una cumbre de la OTAN y tal. Sin embargo, las intrusiones de una realidad lamentable persisten, el público habla y comenta que el dueño del teatro vecino chantajea al actor con informaciones personales. No sabemos qué pensar. ¿Podemos seguir con la obra, por favor? Querríamos creer. Tener fe durante un rato, aunque sepamos que todo es ficción. Pero ponlo un poco fácil, macho, que así no hay manera. Miénteme, por favor, yo te lo pido, como decía la canción. Pero miénteme bien. No exhibas a las claras tu deterioro, el de tu compañía, el de tus técnicos, no enciendas el foco sobre la señora que está controlando las máquinas esas, ni la despidas de mala manera delante de todo el mundo. Él se concentra, va a volver a su papel, pero le llega otra llamada. «Es Bildu», comenta el apuntador asomando la cabeza y mirando a los estupefactos espectadores. «Que quieren que suelte a los etarras». Me levanto de la butaca y me largo. Este tipo está rompiendo todos los contratos sociales.

Juan Carlos Girauta

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