Ruritania 'mon amour'

Los independentistas llevan años dando tumbos por el mapa en busca de referentes internacionales para la construcción de la nueva república catalana. El presidente Puigdemont echó mano, hace poco, del ejemplo de Kosovo para vaticinar que un día no muy lejano el presidente de la Generalitat será recibido en Bruselas con los mismos honores que el primer ministro kosovar. Seguramente se dejó llevar por la tensión parlamentaria para citar un pésimo ejemplo de vía a la independencia, o quizá solo pretendía disimular el pequeño fiasco diplomático de no haber conseguido una audiencia con el presidente de la Comisión Europea, Jean Claude Juncker. Por una razón u otra, no se acaba de dar con el precedente apropiado y los que deberían serlo no parecen satisfactorios para el relato oficial del éxito inminente e inevitable de lo nuestro; la vía escocesa o québécois son valoradas a menudo como lentas, en todo caso, inaplicables por el supuesto déficit democrático del Estado español y, además, no ofrecen garantía de victoria, vistos los resultados negativos de los respectivos referéndums.

Norman Davies, en su viaje histórico por los Reinos Desaparecidos de Europa, retrata el carácter transitorio de todo Estado, a partir de 15 casos, desde la Unión Soviética a Prusia, pasando por el reino-condado de Aragón y Catalunya. Pero también presta atención a un ejemplo muy didáctico para aspirantes a zarpar en la nave del Estado por los revueltos mares de la política internacional: la república que duró un día. Rutenia es un pequeño país de los Cárpatos, con una fuerte conciencia nacional, vecino de Eslovaquia, hoy conocido como Zakarpatia, integrado en Ucrania. No siempre fue así. Después de formar parte del imperio austrohúngaro, se unió a Checoslovaquia y cuando los eslovacos se separaron por primera vez de los checos, aprovechando la ocupación nazi, declararon también ellos su independencia.

Rutenia proclamó su república el 15 de marzo de 1939 pero solo tuvieron tiempo de formar un gobierno presidido por el reverendo Voloshyn y de aprobar su himno nacional en el que se cantaba «Ucrania aún no ha muerto…». Al día siguiente habían sido invadidos y reunificados por Hungría. Ninguna nación movió un dedo por los rutenos. Pero dieron vida al síndrome ruritano, expresión del efímero futuro reservado a los estados fallidos, sea por su inestabilidad, su inviabilidad o por la incomodidad que provocan en los demás miembros del club de los estados. Para mayor inri, el fenómeno no toma siquiera su nombre si no el de un país de opereta, inspirado en el suyo, llamado Ruritania, escenario de El prisionero de Zenda.

Davies critica la tendencia a considerar las aventuras estatales con final trágico o cómico como exclusivas de los países de la Europa del este, a partir de la aceptación de un hipotético contraste entre el nacionalismo cívico de los países occidentales, fuente de estabilidad,y el nacionalismo insano de los orientales, origen de la balcanización y la inestabilidad. El nacionalismo occidental, decía Plamenatz, está «culturalmente bien equipado». Esta presunción, sin embargo, no es garantía para evitar que los candidatos a construir un nuevo Estado zozobren por sus contradicciones internas; ni ofrece a estos ninguna seguridad de una futura aceptación por parte de la comunidad internacional. «El liderazgo ruteno trataba desesperadamente de hacer frente a secuelas políticas con las que nada tenían que ver», escribe el historiador británico sobre la desafortunada experiencia y para subrayar la relevancia de la coyuntura diplomática en el momento en que un país plantea su aspiración como nuevo sujeto internacional, por legítima que esta sea. En octubre del 2008, un sacerdote ortodoxo, el abad Dmitri Sidot, anunció la restauración de la República de Cárpato-Rutenia. De nuevo, nadie le hizo caso.

Catalunya no es Rutenia, ni Kosovo, ni Dinamarca, ni Quebec, ni Massachusetts, tampoco Escocia, pero como repite su exprimer ministro, Alex Salmond, cada vez que un dirigente catalán se le acerca, solo hay un camino para el nacionalismo cívico, el de la paciencia. El error de cálculo en la sobrevaloración de las fuerzas propias o del teórico interés del club de estados por el proyecto de independencia, asociado en nuestro caso al mantra Europa nos está esperando, puede agravarse por la elección de una ruta equivocada, llámese desobediencia o desconexión unilateral. La vía democrática no tiene atajos, por desesperante que pueda ser la resistencia al diálogo de la parte contraria. Salvo que solo se trate de vivir un día histórico emocionante, efímero y desolador que nos lleve a comprobar la facilidad con la que el mundo mira hacia otra parte cuando no le conviene un conflicto. Una nueva Ruritania siempre es posible.

Jordi Mercader, periodista.

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