Rusia después de Putin

No tiene mucho sentido intentar ahora dilucidar si el sucesor de Vladímir Putin será más liberal que su predecesor, como piensan algunos analistas, o sólo una marioneta en manos de éste, como piensan otros; o si el ejercicio del cargo de primer ministro por Putin modificará en la práctica una Constitución presidencialista sin tocarla formalmente, a la espera tal vez de volver al poder en las siguientes elecciones en 2012.

Todo ello es altamente especulativo y no tiene en cuenta que nadie sabe qué tipo de dinámica se establecerá entre ambos una vez cambiados los roles, aunque sea formalmente, cómo evolucionará el entorno político y económico interno y externo, y cómo ello afectará lo que se presenta ahora como un equipo unido.

Es importante mirar a Rusia desde dentro y desde abajo para evaluar las percepciones externas y los mensajes de la cúpula del poder y entender las contradicciones del momento actual. Para quien viaja regularmente a Rusia y sigue su evolución de cerca, tres constataciones se imponen: la primera es que la gente ha empezado a vivir mejor y, si bien es cierto que no todo lo que brilla es consistente, tampoco se puede decir que todo es pura vitrina. La segunda es que las libertades públicas han retrocedido de forma alarmante, en comparación con los periodos de Mijaíl Gorbachov y de Borís Yeltsin; la tercera es que el entrelazamiento entre continuidad y cambio (o, si se prefiere, entre tradición ruso-soviética y modernidad) sigue siendo probablemente la característica más dominante de Rusia y que seguirá así por mucho tiempo, con tempos muy largos, décadas probablemente.

Con la mejora de las condiciones de vida, la población ha entrado en un ciclo de confianza en el futuro que desconocía desde hacia más de una década. Por primera vez en muchos años, las encuestas de opinión muestran que la gente piensa cada vez más que su porvenir o el de sus hijos puede mejorar. Y, aunque nunca han sido realmente limpias -muy en particular, las últimas-, las elecciones han mostrado repetidamente un sentimiento mayoritario real de la población a favor del curso actual. Lo cual no quiere decir que la gente toma por buena toda acción del Gobierno.

Así, por ejemplo, encuestas recientes del Centro Levada, el más independiente de Rusia, indican que la misma gente que apoya al poder actual quiere orden, pero, a la vez, no está en contra de que la oposición pueda manifestarse, que no se hace ninguna ilusión acerca de la independencia del sistema judicial, de la protección de la ley o de su propia capacidad de influir sobre el curso de las cosas en su país. La cuestión es que ahora se establece un mecanismo de compensación que explica la base de apoyo al periodo Putin y al candidato elegido por éste.

El deterioro y grave retroceso de las libertades públicas son evidentes. Mientras sube la calidad de vida material, la calidad democrática que latía en los años anteriores ha desaparecido. La libertad de palabra en la calle sigue pero los medios ya no son más que una sombra del bullicio de debates e ideas de la perestroika y de los noventa.

El ataque a la libertad de expresión, el acoso a diversas ONG y a centros de estudios so pretexto de su financiación extranjera, son las muestras más visibles de esta situación que tuvo dos momentos clave de inicio: la liquidación de las elecciones directas a gobernador en las regiones y repúblicas de la Federación Rusa, y el arresto del magnate Mijaíl Jodorkovski por motivos políticos disfrazados.

Pero el problema endémico de la realidad rusa, y antes soviética, la corrupción, es sin duda el que más se ha agravado. Según los datos de la Fundación INDEM, especializada en el estudio de la corrupción, ésta se habría multiplicado por 10 desde 2000. El director de INDEM, Georgui Satarov, explica este fenómeno principalmente por la falta de control político de la sociedad en los asuntos públicos, su falta de capacidad de sancionar a los dirigentes a través de las urnas.

Con todo, según Valery Ryzhkov -uno de los últimos políticos liberales en desaparecer de la Duma, al no poder presentarse a los comicios debido al cambio de ley electoral-, el seguimiento atento de varias encuestas de opinión solventes indica que existe una base social para las ideas liberales, alrededor de un 25% de la población.

De hecho, Putin parece haber ido en cierto modo en ese sentido al designar como sucesor a Dmitri Medvédev. Lo cierto es que una personalidad como Medvédev -joven, jurista, autor de libros, formado en el periodo de la perestroika, sin vínculos con la nomenklatura soviética, con experiencia empresarial- era difícilmente imaginable hace tan sólo unos años. Aunque muchos observadores rusos consideran que únicamente se trata de un barniz de modernidad al servicio del mismo sistema clánico de poder que ha imperado con Putin, la cuestión es que se ha buscado esa imagen y no la de otro agente de inteligencia, como el anterior ministro de Defensa, Serguei Ivanov.

A pesar de la bonanza económica que ha traído el alto precio del barril de crudo y de las inmensas reservas en divisas acumuladas para tiempos peores, los problemas que tendrá que afrontar el tándem Medvédev-Putin son muchos y profundos. Para empezar, sigue ausente una clara estrategia de desarrollo para el país más allá del recurso privilegiado a sus materias primas, sin que otros sectores potenciales de la actividad económica sean identificados y promovidos como estratégicos.

Otra de las grandes debilidades de Rusia es lo que aparenta ser su fuerza, a saber, la concentración del poder, político y económico, en una sola figura. La "desinstitucionalización" que se ha producido bajo el mandato de Putin acabará fragilizando la capacidad del país para actuar en el complejo entramado de la globalización.

La "mentalidad del pueblo ruso" no puede ser indefinidamente una explicación suficiente para justificar la naturaleza del poder actual y sus prácticas, a menudo más feudales que otra cosa. Mientras el destino del país siga en manos de un solo hombre y no de una sociedad, Rusia no será fuerte.

El otro gran ámbito de problemas con que se encontrará es, por supuesto, el marco internacional, sin que ninguna nueva guerra fría apunte al horizonte. Rusia siempre ha sido consciente de la importancia de la dimensión económica de sus relaciones con la Unión Europea, pero esta consideración nunca ha conseguido desplazar el eje Rusia/Estados Unidos del lugar central que ocupa en la política exterior rusa. Y nada permite pensar que la nueva etapa que se abre verá algo muy distinto.

La cuestión de la relación de Rusia con Europa (y, en el otro extremo, con Asia) ha estado en el corazón de la identidad rusa y del debate sobre la "especificidad de una vía rusa", y ha marcado la complejidad de sus relaciones con Europa. Y ésta siempre ha percibido a Rusia, ante todo, como un problema. Pero la contradicción básica de la política exterior rusa -y de su relación con el mundo exterior y la Unión Europea, muy en particular- proviene fundamentalmente de ella misma: exige de forma recurrente ser tratada como un interlocutor-vecino normal, pero a la vez recuerda constantemente que es un actor especial.

El analista ruso Dmitri Trenin apuntaba hace unos años que "la 'entrada en Europa' de Rusia no puede ser negociada con Bruselas. Primero ella misma ha de ser made in Russia" a través de su transformación interna. Pero Europa no puede dejar de buscar el modo de que el proceso vaya en esa dirección.

Carmen Claudín, adjunta a dirección de la Fundación CIDOB, experta en Rusia.