¿Rusia duerme de nuevo?

En tan solo seis meses, desde fines de septiembre de 2011 a marzo de 2012, Rusia cambió. La gradual descomposición del estado –sus degenerados valores y actitudes de búsqueda de beneficios y apropiación de los bienes públicos– finalmente empujó a los ciudadanos rusos, en particular a la joven clase media poscomunista, a las calles. La deferencia de la era soviética a los líderes paternalistas dio lugar a la autoconfianza y el recelo de la autoridad establecida.

¿O no? Vladimir Putin y su régimen, sorprendidos por las masivas protestas del invierno pasado, se encontraban al borde del pánico. Pero, luego de que la elección presidencial del mes pasado devolviese a Putin la presidencia, la ola de protestas disminuyó rápidamente. Las manifestaciones se redujeron a la décima parte de su tamaño anterior. Cuando las expectativas de éxito inmediato no se cumplieron, el impulso romántico se marchitó. Estaba claro lo que había que hacer al enfrentar el fraude electoral; el curso de acción posterior, después de la derrota, no lo está. Los líderes de las protestas no pueden formular nuevas metas y eslóganes.

Además, entre las elecciones parlamentarias de diciembre pasado y la presidencial en marzo, las autoridades comenzaron a tomar la iniciativa. El títere presidencial de Putin, Dimitri Medvédev, propuso reformas políticas e inició reuniones con los representantes de los partidos de la oposición, que también tuvieron un efecto desmovilizador.

Las autoridades sin duda percibieron el descenso en la actividad en las calles como una victoria, que buscaron consolidar inmediatamente empleando las fuerzas de seguridad para suprimir futuras protestas. Las cortes que recibieron acusaciones de resultados falsificados de las elecciones por lo general ignoraron claras evidencias de violaciones legales. Para muchos el movimiento de protesta había sido derrotado.

Pero no hubo una victoria real para la élite que detenta el poder en el país; ni la sociedad fue derrotada. La protesta reflejó cambios irreversibles. La sociedad rusa se ha convertido en una turbera seca, que espera la chispa que la encienda.

Por supuesto, las reformas anunciadas por el gobierno fueron las típicas simulaciones que han constituido uno de los ingredientes principales en el gobierno de Putin. Pero, incluso cuando las autoridades intentan diluir sus propias iniciativas –por ejemplo, la reanudación de las elecciones de gobernadores regionales, la remoción de barreras a la creación de partidos, o el establecimiento de la televisión pública independiente– han proporcionado nuevas oportunidades para la participación política.

Pero lo que está sucediendo en la sociedad rusa es más importante. En Moscú, la elección presidencial coincidió con la elección de los líderes municipales. Quienes estaban en el poder, preocupados por alienar a los votantes, buscaron cada vez más ocultar su afiliación con el partido Rusia Unida de Putin. Y las elecciones municipales, anteriormente objeto de una indiferencia generalizada, atrajeron a personas jóvenes activas y educadas –la primera «generación sin latigazos» en la historia rusa–, quienes no solo desafiaron a los líderes en ejercicio, sino que los derrotaron.

Este proceso de democratización es invalorable para el futuro ruso. Y Moscú no es el único ejemplo. En muchas ciudades rusas, la oposición ganó elecciones en las intendencias. En Astracán, donde el candidato de la oposición perdió debido a un generalizado fraude electoral, la escala de las protestas callejeras se multiplicó por diez, y el país entero se conmocionó por el escándalo. Hoy día, los líderes de la oposición, moscovitas y de todo el país, viajan a otras ciudades y se unen a las protestas o se convierten en fiscales electorales.

Esa actividad debe continuar. Cuando se le preguntó en una entrevista reciente a Medvédev, ahora primer ministro, sobre el destino del régimen Putin-Medvédev, dijo: «Es hora de calmarse, porque el tándem se quedará aquí por mucho tiempo». Pero mientras el «tándem» continúa señalando su principal logro como «estabilidad», lo que ahora significa es la habilidad del régimen de mantenerse en el poder «por un largo tiempo».

Para garantizar su comprensión de la «estabilidad», el tándem contrapone las continuas protestas de la clase media con una ola de demostraciones orquestadas por el régimen. Como resultado, el país está infectado con todo tipo de fobias –contra las minorías sexuales, contra la así llamada «propaganda del sexo» entre las personas jóvenes, contra los críticos de la Iglesia Ortodoxa y, como siempre, contra Occidente.

Es difícil predecir el destino de un régimen con miras tan estrechas. Lo que podemos asegurar es que solo una Rusia democrática será capaz de sobrevivir dentro de las fronteras actuales del país. La alternativa es el colapso, impredecible y despiadado. Afortunadamente, el despertar de la sociedad rusa, el crecimiento geográfico de la oposición política, y la llegada de una nueva generación libre de los hábitos mentales y de comportamientos soviéticos han dado al país la oportunidad de una reforma democrática genuina, una reforma daba la sensación de haber sido sepultada por los doce años del gobierno de Putin.

Pero Rusia no solo elegirá entre putinismo y democracia. Al intentar garantizar la estabilidad, el régimen está despertando fuerzas que no será capaz de controlar. El nacionalismo y la homofobia que Putin y Medvédev han movilizado contra la ola liberal es más peligroso para ellos –y su plan de intercambiar puestos entre sí indefinidamente– que los liberales e izquierdistas.

Rusia puede elegir entre tres caminos: la democracia, que preservará al país y brindará prosperidad a sus ciudadanos; el callejón sin salida del putinismo; o una orgía de oscurantismo nacionalista. Cualquiera de estos últimos dos escenarios aumentará dramáticamente la probabilidad de la eventual desintegración de Rusia.

Georgy Satarov, director de Indem, un gabinete estratégico en Moscú

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