Rusia frente al terror

Por Alejandro Muñoz Alonso (LA RAZON, 05/09/04):

El desenlace del secuestro masivo de la escuela de Osetia del Norte no ha podido ser más terrible y los tres centenares de víctimas, la mayor parte de ellos niños, han estremecido al mundo. Pero sería injusto cargar las culpas sobre el Gobierno ruso que, a diferencia de lo que ocurrió en el teatro de Moscú hace dos años, rechazó desde el principio cualquier plan de asaltar la escuela, aunque al final, una serie de desgraciadas circunstancias provocaran una sangrienta batalla que ha dejado tras sí más del doble de muertos que en aquella otra ocasión. Víctimas todas ellas, debe quedar bien claro, de la barbarie terrorista que se ha echado en quienes trataban de huir, abatiéndoles por la espalda con una crueldad impropia de seres humanos. Una vez más, se demuestra que, desgraciadamente, el terrorismo tiene una diabólica capacidad de sorprender porque no admite límites en su voluntad de matar y hacer daño. Cualquier causa política o religiosa que defiendan estos monstruos queda automáticamente deslegitimada por los métodos brutales que utilizan. No sólo no es aceptable que el fin justifique los medios, sino que éstos, cuando son criminales, quitan cualquier justificación o legitimidad a los fines.

Esta capacidad de sorprender del terrorismo hace de él una amenaza especialmente peligrosa y difícil de atajar. En el norteamericano 11-S nadie pudo prever el uso de aviones civiles de pasajeros como misiles y en el madrileño 11-M era imposible imaginar aquella masacre masiva en trenes de cercanías. Ahora, a pesar de la ola de terrorismo que afecta a Rusia, no era posible prever que los terroristas fueran capaces de utilizar como moneda de cambio, en un secuestro masivo, a varios centenares de niños de corta edad, el primer día de colegio, dejándolos primero sin comer ni beber durante tres días, abarrotando el edificio de explosivos, como muestra inequívoca de sus propósitos asesinos y disparando finalmente sobre ellos, con infinita crueldad.

Ante una situación de este tipo es inmoral y bochornoso que, como hacen una buena parte de los medios europeos, se pretenda mantener una cierta equidistancia entre Putin y los terroristas. No se pueden aprobar los excesos de los rusos en Chechenia, pero es obligado poner todo en su contexto y eso significa que se debe condenar el terrorismo fundamentalista y nacionalista que golpea Rusia, sin ningún tipo de paliativos, de excusas, ni de hipotéticas justificaciones. Muchos europeos que muestran sus escrúpulos por lo que está pasando en el Cáucaso norte, parte de la Federación Rusa, parece que no se han enterado todavía de que el terrorismo nos ha declarado la guerra sin cuartel a todos los países civilizados y que la equidistancia y el apaciguamiento en el que tantos se instalan es, sencillamente, suicida. Si se critica a Putin porque no negocia con los separatistas chechenos, debe también criticarse a quienes no aceptan la autonomía que se les está brindando desde hace años. Hay que comprender que Rusia es una entidad multinacional y multiétnica y que si el Gobierno de Moscú accediera a la independencia de un territorio que forma parte, desde hace dos siglos, de lo que fue imperio y ahora es federación, inmediatamente tendría que hacer frente a nuevas reivindicaciones separatistas para crear estaditos inviables que complicarían la estabilidad y la paz hasta extremos inimaginables. Una hipotética independencia de Chechenia sería el punto de partida para reclamaciones similares en Ingusetia, el Daguestán, y otras zonas de aquel mosaico que es el Cáucaso norte, incluso, quizás, Osetia del Norte, aunque sus habitantes son mayoritariamente cristianos ortodoxos. En estos estados hipotéticamente independientes el terrorismo islamista encontraría nuevas bases, más cerca de futuros objetivos europeos. De nuevo –como cuando los rusos fueron el valladar contra los mongoles– Rusia juega un importante papel que en el alegre y confiado Occidente no se les reconoce ni aprecia. Este brutal acontecimiento, con la presencia de al menos una decena de terroristas árabes, demuestra que nos hallamos ante una estrategia conjunta, muy bien planeada, en la que, con toda seguridad, Al Qaida y sus asociados desempeña una función directiva, impulsora y de ayuda. De hecho Basayev se supone que mantiene vínculos con esos grupos desde 1995. Reiteramos, por eso, que se equivocan los que, con escrúpulos dignos de mejor causa, se niegan a elegir entre rusos y chechenos.

Nada de eso quiere decir que la guerra sea la única manera de responder al desafio checheno. Sería bueno que Putin recordara que la primera guerra chechena, en la primera mitad del siglo XIX, se decantó de parte de Rusia cuando, desde 1851, la táctica de tierra quemada que habían utilizado Ermolov (de quien se ocupa Pío Baroja en «Juan Van Halen, el oficial aventurero») y sus sucesores fue sustituida, por el virrey Bariatinski por una política de mano tendida, con prohibición de represalias, construcción de infraestructuras y reconstrucción del destruido país. El propio líder checheno, el mítico imán Chamil, acabó entregándose y viviendo plácidamente en San Petesburgo. Seguramente lo que tendría que hacer Putin es intentar dividir a quienes se enfrentan a los rusos, que no forman un frente unido. Fue también ésa la táctica que usaron los zares hace siglo y medio, como se comprueba en «Hadjí Murat», una deliciosa obra de León Tolstoi, en la que refleja sus vivencias en el Cáucaso, donde cumplió su servicio militar, a mediados del siglo XIX. Putin podría tratar de entenderse con los nacionalistas seculares, dirigidos por Maskhadov, el último presidente checheno elegido libremente, continuando al mismo tiempo la lucha contra los fundamentalistas que dirige Basayev, con los que no cabe ningún entendimiento. En contra de lo que se cree en Occidente una buena parte del pueblo checheno no comparte las tesis de los fundamentalistas que, como ha escrito recientemente un especialista, Ben Wheterall, son tan poco gratos para los chechenos como las fuerzas federales rusas.