Rusia, Irán y Turquía ¿una estrategia común en Siria?

Rusia, Irán y Turquía conforman una inesperada, compleja y frágil alianza en Siria. Sus posiciones en asuntos clave como la continuidad de Bashar al-Asad, la integridad territorial del país, el papel de otros actores locales y regionales o el reparto de contratos de reconstrucción, o bien difieren o bien son ambiguos en su coincidencia. Pero las opciones de resolución de la guerra en su fase actual descansan en buena medida en la agenda e interacción de Moscú, Ankara y Teherán. Las tres capitales han impulsado el llamado proceso de Astaná, foro paralelo que difumina, cuando no anula, el diálogo en Ginebra auspiciado por Naciones Unidas. Además, desde noviembre de 2017, los presidentes Putin, Rouhani y Erdogán han inaugurado una serie de reuniones trilaterales –en Sochi, en Ankara y próximamente en Teherán- para hacer aún más visible el protagonismo de este peculiar “trío de Sochi”.

Rusia es el gran sostén del régimen de Bashar y el principal dinamizador de la actividad diplomática destinada a lograr un acuerdo que permita iniciar el proceso político y de reconstrucción del país. La dependencia de Damasco con respecto a Irán no es menor. Teherán no solo proporciona tropas, sino que mantiene a flote a la economía siria fundamentalmente a través de sus relaciones comerciales. Turquía, por su parte, ha ocupado militarmente las zonas fronterizas bajo control de las milicias kurdas del YPG (Unidades de Protección Popular, por sus siglas en kurdo) y ha consolidado un área de influencia en el norte sirio. Paz cuanto antes, pero no a cualquier precio. Así podría resumirse la posición de Rusia, Irán y Turquía en este momento en la guerra de Siria.

Rusia, liderazgo geopolítico à la Ryanair: beneficios y eficacia a bajo coste

Rusia tiene prisa por resolver la crisis siria. Con el apoyo a Asad y su liderazgo diplomático, el Kremlin ya ha alcanzado los objetivos que se marcó al inicio de su intervención. Su rol actual le permite saborear un cierto liderazgo regional en Oriente Medio, impensable hasta hace bien poco, pero el deterioro de la situación entraña serios riesgos para la posición rusa. Pese a su carácter anunciado y limitado, y pese al acuerdo tácito entre Washington y Moscú para evitar una escalada, y no digamos los ataques israelíes contra objetivos iraníes y de Hezbollah, los bombardeos contra posiciones del régimen sirio lanzados por Estados Unidos, Francia y el Reino Unido el 14 de abril podrían desbaratar los planes de Rusia -que descansan también en una relación fluida con Israel- y arrastrarla aún más en un conflicto en el ya no puede ganar más.

El 11 de diciembre, tras una escala en Ankara para reunirse con su homólogo turco, el presidente Vladímir Putin realizó una visita sorpresa a la base rusa de Hmeymim en la provincia siria de Latakia. Frente a sus tropas, Putin se congratuló por el cumplimiento de la misión y anunció (de nuevo) el “victorioso retorno a casa” del grueso de fuerzas desplegadas. El dirigente ruso estuvo acompañado por el presidente sirio Bashar al-Asad, aunque éste con un papel visiblemente subordinado. El periplo de Putin concluyó con una visita a El Cairo para reunirse con el presidente al-Sisi. Una agenda concebida para representar simbólicamente el éxito de Rusia en Siria y su retorno destacado a la región.

Moscú ha conseguido lo que más ansiaba que no era otra cosa que su reconocimiento como actor geopolítico indispensable. La intervención en Siria tenía y tiene un carácter instrumental y transaccional y forma parte de un planteamiento de mayor alcance regional y global. Tal y como apunta el destacado experto ruso, Dmitri Trenin, “[Rusia] señala su vuelta a la escena global como un gran actor geopolítico independiente”. Es decir, en la percepción dominante en Moscú, Rusia irrumpe y altera la dinámica de un contexto internacional fijado y dominado por Estados Unidos con el que se siente no sólo incómoda, sino amenazada. En lo relativo a Siria, el Kremlin se ha garantizado el mantenimiento y la expansión de la base naval de Tartús y la aérea de Hmeymim con lo que refuerza no solo su presencia en el país, sino su capacidad de proyección en todo el Mediterráneo oriental. Al mismo tiempo, y acaso más relevante para Moscú, Rusia no solo forma parte del proceso diplomático sino que lo lidera y su participación en la toma de cualquier decisión resulta ineludible. En la misma línea, por lo que respecta a Oriente Medio, Moscú es, en palabras del analista ruso Maxim A. Suchkov, “consultada, escuchada y temida”. Es decir, aquello que, desde la óptica de Moscú, Occidente se niega a aceptar, lo que enturbia irremediablemente su relación.

El 28 de septiembre de 2015, el presidente Putin dirigía a la Asamblea General de Naciones Unidas un duro discurso en el que culpaba a Occidente de la gestación de la crisis siria y la inestabilidad en Oriente Medio; proponía, además, una coalición internacional para combatir a la organización Estado Islámico (EI) y un plan de transición nacional con participación de Asad –según el presidente ruso, el único actor, junto con las milicias kurdas, capaz de combatir al EI–. Este discurso de Putin resume bien la percepción rusa respecto a los acontecimientos regionales en los últimos quince años y sus principales hitos, entre los que cabe destacar tres: 1) la invasión de Irak en 2003 –que despierta una inquietud intensa en el Kremlin con relación a Estados Unidos y lo que interpreta como una unilateralidad no sujeta a reglas–; 2) las primaveras árabes –ya sea concebidas como el preludio de la inevitable toma del poder por fuerzas islamistas o bien como un golpe de Estado encubierto promovido por Occidente y que no sería más que una continuación de las revoluciones de colores en el espacio eurasiático–; y 3) como precedente inmediato y más obvio, todo lo sucedido en Libia, en especial, la vulneración por parte de Francia y Reino Unido de los términos de la Resolución 1973 del Consejo de Seguridad.

Apenas dos días después de pronunciar este discurso, se inicia la intervención militar rusa en Siria, dando un paso más allá de lo que, hasta ese momento, había sido un activo respaldo diplomático y político al régimen de Bashar al-Asad. La irrupción de Rusia altera por completo el panorama de la guerra y la distribución de fuerzas. El contingente ruso desplegado inicialmente era relativamente pequeño[1], pero consecuente con el contexto del conflicto y, sobre todo, con el objetivo inicial que no era otro que apuntalar al régimen de Asad y garantizar su supervivencia, al menos, hasta una eventual mesa de negociación. De ahí que las primeras oleadas de bombardeos rusos se centraran en aquellos grupos que combatían al régimen y no en las posiciones del EI, pese a la retórica antiterrorista. De acuerdo con la narrativa oficial del Kremlin, esta intervención se justificaba por la lucha contra un EI que contaba con una nutrida presencia de yihadistas venidos de la Federación Rusa y el resto del espacio postsoviético –fundamentalmente norcaucásicos y migrantes centroasiáticos– detectada ya desde 2012. Las cifras de referencia han oscilado, según el momento y las fuentes, pero siempre en un rango de cuatro a seis mil individuos dentro de los más de 30.000 combatientes extranjeros en las filas del EI.

La intervención rusa aprovecha el vacío dejado por Estados Unidos y sus aliados europeos. Si algo había quedado claro tras el bombardeo con armas químicas de diversas zonas de Damasco en agosto de 2013 era la escasa voluntad de Washington por intervenir en el conflicto sirio. Y ello tanto por agotamiento tras más de una década de conflictos asimétricos en escenarios como Iraq o Afganistán, como por la escasa certidumbre y confianza que generaba la mayor parte de grupos opuestos a Asad, excluyendo a los kurdos, quienes representaban a su vez un asunto delicado con relación a un miembro de la OTAN como Turquía. La fecha de inicio de la intervención, así como el rápido despliegue naval de sistemas de defensa aérea S-300 (a bordo del buque Moskva) y los más avanzados S-400, reflejan precisamente la voluntad de disuadir a Occidente de una posible intervención contra Asad. El establecimiento de esta primera “burbuja anti-acceso y de denegación de área” (AA/AD) protege al régimen de Occidente, pero resulta poco relevante frente a la oposición siria y el EI que no contaban con medios aéreos significativos.

De igual forma, el Kremlin ha puesto mucho empeño en todos los aspectos simbólicos de su intervención. Así, el mismo día que se inició la operación, Asad había solicitado formalmente asistencia a Rusia en virtud del tratado de amistad y cooperación de 1980. Se trataba, obviamente, de enfatizar la legitimidad de la intervención rusa desde una lectura estricta del derecho internacional al no haber ninguna resolución del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas autorizando ninguna intervención contra el régimen –que Rusia obviamente nunca habría permitido–. Se trataba también de un deseo implícito de presentarse regionalmente como un proveedor de estabilidad frente a los resultados del intervencionismo de Estados Unidos mencionados por Putin en su discurso ante la Asamblea General. Y lo cierto es que, a su capacidad de interlocución regional, se suma esta percepción generalizada que puede extenderse hasta el norte de África –significativamente Argelia, Libia y Egipto– frente a una imagen muy deteriorada de Estados Unidos y algunos aliados europeos.

Irán, en busca del protagonismo perdido

Desde el inicio de la guerra, Irán ha ofrecido apoyo al régimen de Asad compartiendo información de inteligencia, proporcionando entrenamiento y formación militar, en forma de préstamos al régimen y, finalmente, con hombres sobre el terreno. Los últimos datos cifran en 2.100 las bajas en filas iraníes por la participación en la guerra, a las que también cabe sumar las de las milicias chiíes de origen afgano, paquistaní y otros lugares con amplias comunidades del mismo credo, que combaten bajo la bandera de la Guardia Revolucionaria. A nivel financiero, gran parte del presupuesto del Gobierno de Asad (imprescindible para la sostenibilidad del sistema en las zonas bajo control del régimen) proviene de las arcas públicas de Irán. Teherán ha sido desde el inicio de la guerra un aliado del régimen a varios niveles, pasando de tener un papel limitado –por decisión propia- y mayoritariamente de apoyo indirecto, a tomar el liderazgo en los combates y dirigir la estrategia militar a seguir por el régimen sirio en algunas zonas, proporcionando así ayuda fundamental para Asad.

La creación del corredor hasta el Mediterráneo –un ansiado enlace desde Irán hasta el Mediterráneo a través de Irak y Siria- sigue siendo de gran importancia para Teherán y para ello la consolidación de su actual influencia en Siria, una vez el conflicto armado haya terminado, resulta fundamental. El control de sectores estratégicos de la economía siria es una de las bazas utilizadas para mantener bajo su esfera de influencia al Gobierno de Asad. Las exportaciones de Irán hacia Siria han doblado en los dos últimos años, situando a Irán como el principal socio comercial. Los dos países han firmado múltiples memorándums de entendimiento en los primeros meses de 2018, aunque la mayoría siguen siendo sólo proyectos sobre papel pues pocos han sido llevados realmente a cabo. El Gobierno sirio, por su parte, sigue endeudándose con Irán para poder sostener su estructura de Estado que cuenta con un presupuesto nacional para 2018 de apenas 6 mil millones de dólares. En 2013, Teherán creó una línea de crédito de 3.500 millones de dólares que aumentó en 2015 en 1.000 millones más. Las empresas iraníes forman parte de proyectos relacionados con electricidad y telecomunicaciones y se esperan nuevos proyectos en el sector minero y petrolífero. El rápido asentamiento de las empresas iraníes en Siria no hace más que reforzar la ya dependencia del país hacia Teherán y consolida los lazos –asimétricos- entre ellos. A pesar de mantener relaciones fluidas y coordinación en el terreno, Siria por su lado trata de desarrollar vínculos con otros actores para compensar su dependencia con Teherán.

La participación en la guerra tiene también consecuencias a nivel doméstico para Irán: el “Estado profundo” y la Administración Rouhani tratan de promover una nueva imagen internacional que disipe la sensación de aislamiento del país. Irán entró en la guerra de Siria desplegando el cuerpo de élite de las fuerzas Qods, piedra angular de la Guardia Revolucionaria. Después de más de siete años de guerra, algunas fuentes calculan el gasto de Irán entre 6 y 35 mil millones de dólares al año y estiman en cientos las bajas, incluidas las de destacados generales como Hossein Hamedani, caído a las afueras de Alepo en 2015 y al cual se ofreció un funeral de Estado.

La intervención de Rusia en la guerra ha reducido notablemente el papel de Irán. Teherán ya no parece tan determinante. Rusia considera el proceso de Astaná no como una alternativa sino como un componente adicional que debe ser integrado al proceso de Ginebra. Es por ello que además de las reuniones y encuentros que mantiene con Irán y recientemente con Turquía, tiene a su vez línea telefónica abierta con Washington, la ONU y Tel Aviv. Esto último deja descoloca a Teherán y confirma sus sospechas de que a pesar de ser aliados y mantener buenas relaciones, los intereses de los dos países son divergentes respecto a la cuestión siria. Irán considera el proceso de Ginebra como una iniciativa para apartarlo de la mesa de negociaciones y sólo a través de la intervención directa y prolongada en Siria ha conseguido legitimarse como elemento a tener en cuenta. Cualquier intento de pivotar hacia el proceso de Ginebra excluye a Teherán y supone un riesgo y un desafío directo para sus planes a largo plazo como potencia regional. De ahí las declaraciones de Rouhani abogando por la necesidad de que el futuro de Siria lo decida el pueblo sirio.

Por otro lado, Ankara y Teherán comparten temores respecto a la cuestión kurda pero no por las mismas razones. Turquía sigue poniendo el foco en el Partido de los Trabajadores del Kurdistán (PKK), pero para Irán, que cuenta con una comunidad kurda de más de 6,5 millones concentrados mayoritariamente en cuatro provincias limítrofes con Turquía, Irak y Turkmenistán, la gran línea roja es la federalización de Siria.

Irán considera fundamental mantener una posición preponderante respecto a Siria y, si bien deja la puerta abierta a la entrada de otros actores -especialmente si se trata de inversiones para la futura reconstrucción del país-, sigue subrayando la necesidad de contar con su participación para cualquier tipo de negociación.

Turquía, intereses distintos, ambiciones idénticas

Durante las etapas iniciales de la guerra en Siria, Ankara vio en el conflicto una oportunidad para actuar como intermediario y ampliar así su influencia política en la región. Pero la estrategia de Ankara en Siria chocó frontalmente con Irán y Rusia cuando Turquía comenzó a proporcionar entrenamiento, material y apoyo logístico a varios grupos islamistas de la oposición en el terreno, principalmente al Ejército Libre Sirio (FSA, en sus siglas inglesas), contra el régimen de Asad.

Sobre este telón de fondo, las conversaciones trilaterales contribuyeron a cambiar la política turca en Siria, que pasó de dar fundamentalmente apoyo a los suníes, que iban perdiendo poder en Siria, a cooperar con Moscú y Teherán, líder y principal apoyo de los chiíes. Por otro lado, la estrategia de Asad respecto a los kurdos de Siria ha consistido, desde el inicio de la guerra, en evitar la confrontación con estos. Ello fortaleció en gran medida a los grupos kurdos, permitiéndoles crear un espacio para construir alianzas estratégicas. Esto desplazó gradualmente el enfoque de Ankara del régimen de Asad, convirtiendo a los kurdos sirios en su principal enemigo y en la prioridad de su política exterior.

La cuestión kurda se ha convertido así en la línea roja a no traspasar como han expresadas reiteradamente tanto el presidente y el ministro de Asuntos Exteriores como otros funcionarios de alto nivel en todas las plataformas posibles. El riesgo de que una entidad kurda emerja a lo largo de su frontera ha desplazado las prioridades de Turquía de una política anti-Asad, que resultó ser insostenible a medida que Asad iba ganando terreno, a una política antikurda.

Por ello, Turquía se ha opuesto firme y sistemáticamente a la presencia de grupos kurdos en el Congreso Sirio para el Diálogo Nacional, lanzado por el Kremlin y pospuesto hasta enero de 2018 tras la objeción de Turquía a la presencia planificada del PYD en dicho congreso. En el terreno, el objetivo principal de Turquía en Siria ahora es evitar el establecimiento de un territorio ininterrumpido a lo largo de su frontera siria e iraquí que quedara bajo control kurdo, dominado por el Partido de la Unión Democrática (PYD, por sus siglas en kurdo) y el YPG.

Tras el primer acuerdo entre los tres países en septiembre de 2017 sobre zonas de desescalada en Siria, se estableció una zona segura en Idlib, situada en el noroeste de Siria en la frontera con Turquía. Ankara respaldó este plan pero lanzó una operación militar en Afrin, Operación “Rama de Olivo”, para así evitar la creación de un corredor kurdo, tomando el control total de la ciudad a mediados de marzo de 2018.

Moscú, por su parte, ha mantenido la delantera en la nueva agenda de Siria mediante el inicio de conversaciones y la negociación con todas las partes interesadas, despertando inquietud tanto en Ankara como en Teherán. Pero la determinación de Estados Unidos de cooperar con el YPG en Siria y la configuración del poder posterior al intento del golpe de Estado en Turquía -fuertemente nacionalista y escéptico hacia Occidente- han empujado a Turquía a acercarse al Kremlin.

Así, el 20 de noviembre de 2017, Turquía abrió su espacio aéreo a Rusia por primera vez en cuatro años, fecha que coincidió con la visita de Asad a Sochi, la cual revestía una importancia simbólica por el mensaje claro que Putin lanzaba: Asad estará involucrado en las conversaciones de paz en Siria. Y, en la posterior cumbre trilateral, el 22 de noviembre de 2017, los tres líderes acordaron la preservación de la integridad territorial y la unidad política de Siria.

La cooperación entre Rusia, Irán y Turquía conforma un marco que se podría llamar el trío de Sochi pero está lejos de convertirse en una alianza: la relación entre los participantes es muy selectiva y asimétrica y no existe confianza entre ellos. Si bien Turquía tiene mucho en juego en el asunto kurdo, el tema no resulta tan apremiante para sus interlocutores rusos e iraníes. Con todo, el régimen de Asad e Irán también están dispuestos a revertir los avances kurdos debido a que ellos albergan igualmente una gran población kurda dentro de sus fronteras. Turquía no puede seguir adelante con toda su agenda kurda idealmente sin comprometer a Siria, particularmente después de la declaración conjunta de Putin y Trump del 11 de noviembre que asegura que la solución militar en Siria es inviable. Además, la dependencia energética de Turquía respecto a Rusia así como su reciente compra del sistema de defensa aérea S-400 apuntan a relaciones de poder desequilibradas entre los dos países: Turquía no puede actuar libremente y sin la bendición de Rusia.

Para Rusia, tener influencia sobre el PYD y el YPG significa ejercer influencia sobre todos los estados que se ocupan de un problema kurdo, y posiblemente no perder a los kurdos frente a Estados Unidos si Washington decide estar presente en Siria. La relación asimétrica entre Turquía y Rusia también explica por qué Ankara tolera el respaldo de Moscú a los kurdos mientras acusa a Estados Unidos de apoyar a esos mismos grupos.

Pese a ello, las tres partes se necesitan mutuamente debido a sus respectivas zonas de influencia en Siria. Esto coloca las conversaciones de paz en un delicado equilibrio. La pregunta es si Ankara logrará bloquear la participación kurda en las futuras conversaciones con Siria, y si Rusia está dispuesta a integrar a los kurdos en los planes para la reconstrucción de Siria sin molestar a Turquía.

Y ahora qué… aún pendientes del corto plazo

La próxima reunión en Teherán de los presidentes Erdogán, Putin y Rouhani será un nuevo test para evaluar la solidez de su alianza y las posibilidades de que logren articular e imponer un acuerdo duradero para Siria. En el comunicado publicado conjuntamente por los tres jefes de Estado, tras el encuentro en Ankara en abril de 2018, se reiteraba la importancia de la cumbre y su prolongación en el futuro, el compromiso con la integridad territorial de Siria y el apoyo al Comité Constitucional, acordado en el Congreso del Diálogo Nacional Sirio celebrado en Sochi a finales de enero del mismo año. A pesar de sus grandes diferencias respecto a ciertos elementos del conflicto sirio, el trío de Sochi parece haber encontrado un punto intermedio en el que sus intereses convergen. El principal desafío que afrontan en estos momentos tiene que ver con las tensiones e incidentes entre Irán e Israel que pueden arruinar el planteamiento regional de Rusia. Y es previsible que estas tensiones se agudicen tras el anuncio de Estados Unidos de su retirada del acuerdo nuclear con Irán y no digamos si produce algún tipo de intervención militar estadounidense y/o israelí contra Teherán.

El futuro papel de Asad será otro de los asuntos espinosos de resolver. Erdogán se congratuló públicamente por los bombardeos del 14 de abril de Estados Unidos, Francia y el Reino Unido, mientras que Moscú -no sin cierta sobreactuación- los denunció como un gravísimo ataque contra el Gobierno legítimo de Siria. No obstante, en este punto conviene tener claro que solo Teherán parece firmemente convencida de la necesidad imperativa del mantenimiento de Asad, al menos hasta que se celebren elecciones en el país. Por su lado, Asad no ha realizado ninguna concesión aparente ante las demandas del Kremlin, pese a su papel vital como sostén de su régimen. De ahí, que los bombardeos de abril, irónicamente, no fueran necesariamente malos para Moscú. Todo lo que ponga una presión moderada sobre Asad puede ayudar al Kremlin en su estrategia diplomática. Lo mismo puede apuntarse respecto al respaldo tácito de Rusia a la intervención militar turca. En este caso, no solo con vistas a presionar a Asad, sino también por la potencial brecha que puede abrir en la OTAN una intervención turca contra fuerzas kurdas que cuentan con respaldo de unos dos mil efectivos estadounidenses sobre el terreno. Estas tropas, por cierto, pueden representar otro de los principales escollos diplomáticos para el trío de Sochi. Todo dependerá de si prevalece la opinión del presidente Trump, quien ha expresado su deseo de retirarlas, o del Pentágono, que desea mantenerlos. En consecuencia, pese a estar en las últimas fases de la guerra, la paz aún se intuye lejana para Siria.

Melike Janine Sökmen, investigadora, Irene Martínez, investigadora, y Nicolás de Pedro, investigador principal, CIDOB.


Notas

1- 33 aviones (12 Su-24, 12 Su-25, 4 Su-34, 4 Su-30 y 1 Il-20), 17 helicópteros (12 Mi-24 de combate y 5 Mi-8 de transporte) y unos 2.000 efectivos.

2- La ceremonia de la puesta de la primera piedra del reactor nuclear Akkuyu, un proyecto ruso-turco, también se realizó durante la visita de Putin a Turquía para la cumbre trilateral de enero de 2018.

3- Este sistema probablemente no se desplegará antes de 2020 y tiene serios problemas de financiación y transferencia de tecnología.

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