Rusia sufrió una aplastante derrota moral. Y los rusos lo saben

En Moscú, la mascarilla de un manifestante dice “basta”. Evgenia Novozhenina/Reuters
En Moscú, la mascarilla de un manifestante dice “basta”. Evgenia Novozhenina/Reuters

Conmoción y vergüenza.

Eso sienten muchos rusos al ver los misiles y proyectiles de artillería que impactan contra edificios civiles ucranianos que en su homogeneidad de concreto podrían fácilmente estar en Moscú. Las ciudades por las que pasan los vehículos blindados rusos, captadas en videos temblorosos y acompañadas de gritos de horror, podrían ser Vorónezh o Krasnodar o cualquier ciudad rusa. La invasión de Ucrania es una auténtica pesadilla, horrible y absurda.

Y se está haciendo en nuestro nombre. El 24 de febrero, cuando el presidente Vladimir Putin anunció la invasión, fue el día en que Rusia se convirtió en una nación marginada y despreciada, no solo se nos aisló en lo económico sino que el resto del mundo actuó para excluirnos —de los deportes, la ciencia y de casi todo tipo de cooperación internacional. Sin importar la “victoria” militar que a Putin le parezca aceptable en su mente retorcida, Rusia ya sufrió una aplastante derrota moral.

Y hasta cierto punto, parece que el pueblo ruso lo sabe. Aunque la disidencia ha sido sofocada con eficacia, miles de personas se han arriesgado a manifestar su repudio a la invasión. Y no se trata solo de los sospechosos de siempre, los insatisfechos ya conocidos por el Kremlin. Importantes figuras públicas, periodistas y artistas destacados se han pronunciado en contra de la guerra.

Puede que estemos lejos de un movimiento antibélico a gran escala, pero las semillas se han sembrado. Y una vez que florezcan y se conviertan en un desafío abierto, podrían ser un problema para Putin.

Para muchos de nosotros, el horror es visceral y personal. Mi tío, por ejemplo, es ucraniano y la abuela de mi esposa, nacida en la ciudad ucraniana de Vinnytsia, sobrevivió a la ocupación nazi de Kiev. Es difícil encontrar una familia rusa que no tenga parientes y amigos, maridos y esposas, novias y novios, compañeros de ajedrez y colegas ucranianos. Muchos de ellos se esconden ahora en refugios antibombas en Kiev y Járkov.

Están siendo atacados por un ejército ruso cuyos soldados —jóvenes que han pasado toda la vida bajo el mando de Putin— se ven desesperados y confundidos. Sus comandantes les dijeron que iban a la frontera ucraniana para participar en ejercicios logísticos, solo para encontrarse en una guerra. Putin parecía soñar con una victoria rápida en la que los ucranianos rusófonos recibieran a sus “libertadores” con flores, el ejército ucraniano se rindiera en masa y los dirigentes del país huyeran despavoridos. Nada de esto está ocurriendo.

En lugar de ello, mientras los ucranianos resisten con valor el ataque, los rusos sienten el dolor de las sanciones y represalias internacionales de gran alcance. Como ningún país de la Unión Europea acepta vuelos procedentes de Rusia y Estados Unidos cerró su espacio aéreo, miles de rusos se quedaron varados en los aeropuertos, mientras otros hacen largas filas en los cajeros automáticos al tiempo que el rublo se desploma. El pueblo ruso, más empobrecido y aislado que nunca, pagará caro el ataque de Putin.

La propaganda estatal aúlla histéricamente, haciendo todo lo posible para que la gente apoye la guerra, aunque se niegue a llamarla así. De hecho, el ministerio de censura está castigando a los pocos medios de comunicación independientes que quedan, entre ellos Meduza, donde yo trabajo, que se atreven a llamar a la guerra de Rusia por su nombre. El martes, el gobierno sacó del aire a Eco de Moscú y TV Rain, la última radiodifusora y el último canal de televisión independientes que quedaban. Las demandas de castigar a los “quintacolumnistas” y “traidores” —en la práctica todo aquel que simpatice con Ucrania— se hacen cada vez más fuertes. La represión política sin duda se intensificará.

Al Kremlin le gustaría sugerir que a la mayoría de los rusos no les importa la miseria que ya está recayendo sobre ellos. Según una encuesta estatal, el 68 por ciento de los ciudadanos apoyan la guerra. Con una gran salvedad: la encuesta nunca mencionó la guerra en absoluto. En su lugar, preguntaba a los ciudadanos si apoyaban lo que el gobierno llama una “operación militar especial”, destinada, entre otras cosas, a “impedir que se establezca una base de la OTAN en Ucrania” y a la “desnazificación de Ucrania”. Lo que la encuesta muestra en realidad es el dominio de los medios estatales sobre la opinión pública.

Pero no puede acallar por completo las opiniones disidentes. La semana pasada, miles de personas de todo el país salieron a las calles para protestar contra la guerra. El día de la invasión, una multitud de manifestantes se reunió en San Petersburgo, la ciudad natal de Putin, coreando consignas de paz mientras era rodeada por vehículos policiales. En vista de los riesgos que conlleva —casi 7000 personas han sido arrestadas, en trece ciudades— se trata de una asistencia impresionante. Desde 1999, cuando los rusos salieron a manifestar su apoyo a Yugoslavia durante la campaña de bombardeo de la OTAN, no se habían registrado protestas antibélicas tan sostenidas en el país.

Otros están llevando a cabo formas de protesta más sutiles con la esperanza de no ser arrestados enseguida. Algunos están cubriendo las paredes de Moscú con un llamado simple y directo: “No a la guerra” (las autoridades borran los mensajes, pero vuelven a aparecer al día siguiente). Otros depositan flores en el monumento de Kiev, cerca de la Plaza Roja, que conmemora la valentía de sus defensores en la Segunda Guerra Mundial.

Fuera de las calles, el activismo continúa. Una petición que condena la guerra ya recibió más de un millón de firmas, y arquitectos, trabajadores sanitarios, estudiantes universitarios e incluso sacerdotes de la Iglesia Ortodoxa Rusa, que suele mantenerse al margen, están firmando cartas abiertas que exigen el fin inmediato de la guerra. Grandes figuras como Yuri Dud, el bloguero en video más conocido de Rusia, el popular cantante Valeri Meladze e incluso varios miembros de la Duma estatal e importantes oligarcas se han pronunciado públicamente en un insólito coro de voces.

Todavía no hay un movimiento antibélico masivo. Pero estas señales prometedoras iluminan la oscuridad. Mientras el país sigue bombardeando y aterrorizando a Ucrania, cada vez más rusos podrían despertar a algo que solo unos cuantos se atreven a decir en público: que Putin es un peligro existencial no solo para ellos, sino también para el mundo. Y hay que detenerlo.

Alexey Kovalev es el editor de investigaciones de Meduza, un medio de comunicación ruso independiente.

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