Rusia vuelve a 'enseñar los dientes'

No fue una sorpresa. El mismo presidente de Rusia, Vladimir Putin, venía avisando en varios discursos oficiales que «la Guerra Fría había dejado munición que aún no ha explosionado», primero en Berlín, el pasado 10 de febrero, y, de nuevo, en junio pasado, en el seno mismo de la Conferencia de Viena sobre Fuerzas Convencionales, convocada con carácter extraordinario a petición rusa. El 14 de julio anunció unilateralmente la suspensión del Tratado sobre Fuerzas Convencionales en Europa (FCE) de 1990 y del conjunto de acuerdos vinculados a aquél; dicha suspensión entrará en vigor al finalizar 2007.

El Tratado FCE de 1990 fue concluido entre los estados pertenecientes a la OTAN y al desaparecido Pacto de Varsovia, alianza militar que agrupaba a los antiguos estados comunistas. En dicho Tratado (y acuerdos conexos) se establecen límites muy detallados de armamentos convencionales (artillería, blindados, aviación de combate, helicópteros, etcétera) y efectivos humanos de los ejércitos de los estados partes, así como obligaciones de información sobre movimientos de tropas y de acceso a inspecciones militares mutuas. Este Tratado, que obliga a una treintena de estados (incluidos EEUU y Canadá), ha sido la clave de bóveda de la seguridad del continente y único por las fuertes destrucciones y reducciones de armamentos que ha supuesto para todos, amén de su satisfactorio sistema de verificación basado en la transparencia (cielos y puertas abiertas, con miles de inspecciones reales).

Sin embargo, es bien conocido cómo el mapa de la división Este-Oeste saltó por los aires en 1989 (caída del Muro de Berlín) y la Unión Soviética alumbró de su seno imperial 15 nuevos estados, de los cuales tres son hoy miembros de la OTAN y de la UE (los bálticos Estonia, Letonia y Lituania). Y estados satélites pertenecientes al Pacto de Varsovia siguieron la misma senda de fervor atlántico que los bálticos. El Tratado FCE estaba inspirado en la frase «ya no somos adversarios», antesala del «ahora todos aliados y atlantistas». Tras la disolución en 1991 de la URSS, el Tratado FCE sigue en vigor para una parte de sus estados sucesores (Rusia, Bielorrusia, Moldavia, Ucrania, Armenia, Azerbaiyán, Georgia y Kazajstán), los antiguos estados comunistas del Este (Bulgaria, Polonia, Hungría, República Checa, Eslovaquia y Rumanía) y los 16 estados que en aquel momento eran miembros del Tratado Atlántico, como es el caso de España.

Como los estados del antiguo Pacto de Varsovia se pasaron -nunca mejor dicho- con armas y bagajes a la OTAN, el Tratado FCE quedó desequilibrado, por lo que se negoció un nuevo Acuerdo de adaptación en 1999 en Estambul, complementario del de 1990, para hacerse eco de esos corrimientos de tropas y readaptar los techos de armamentos.

Pero este segundo Acuerdo FCE no está en vigor porque los aliados no lo han ratificado. ¿Por qué? Los estados europeos reprochan a Rusia el incumplimiento del Tratado FCE de 1990, que le obliga a retirar sus tropas de Georgia y de Moldavia. Mientras Moscú no cumpla aquellos compromisos, no ven motivos para asumir otros nuevos con el Acuerdo de Estambul de 1999. A su vez, Rusia deduce una interpretación de ese Acuerdo que busca, como es lógico, favorecerse: entiende que los niveles de tropas asignados a los estados de la Alianza Atlántica deben reducirse, a fin de que no vea aumentados indirectamente sus cupos al alinearse los estados bálticos con la OTAN. Sin embargo, los límites no afectan a los tres países bálticos ni a Eslovaquia, que no son partes del Tratado FCE de 1990. Además, Rusia estima que no se le pueden poner límites a la presencia de sus propias tropas a lo largo de su frontera occidental (con los bálticos, con Bielorrusia, Moldavia, Ucrania, Turquía...).

El Tratado FCE no regula expresamente su suspensión, aunque Rusia la puede invocar con fundamento en el Convenio de Viena sobre el Derecho de los Tratados de 1969, en cuyo caso precisaría ser acordada por todas las partes, lo que no ha sucedido al menos todavía. Lo que sí prevé el Tratado FCE es la retirada unilateral, que obviamente no requiere acuerdo de los restantes estados, pero no podrá ser efectiva hasta pasados al menos 150 días desde la notificación. La decisión de retirada unilateral es legal a la luz tanto del propio Tratado FCE como del Convenio de Viena, del que también es parte Rusia.

Claro que si la decisión rusa de retirarse del Tratado FCE es legal, no lo es menos la negativa de los estados occidentales de ratificar el Acuerdo de 1999. Hay que dejar claro que, cuando un Estado negocia un tratado y adopta la redacción de un texto, no está obligado por el hecho de la firma de autenticación del texto. Un Estado sólo queda obligado por un Tratado si con posterioridad a la firma de autenticación, lleva a cabo la prestación del consentimiento (por el Gobierno en ocasiones, pero las más de las veces precisan la autorización del Parlamento). Dicho sea esto para dejar bien claro que los estados miembros de la OTAN no han incumplido el Acuerdo de 1999: son países negociadores, pero no son contratantes (el que ha consentido en obligarse por un tratado, esté o no en vigor), ni son partes (cuando se ha consentido y el Tratado está en vigor).

Por ello, el envite ruso es una descarada medida de fuerza para presionar, de un lado, a Estados Unidos en relación con su discutible decisión de situar una barrera de antimisiles en Polonia y República Checa y, de otro, a los estados europeos parte del Tratado FCE para que se negocie un nuevo Tratado adaptándolo a las nuevas realidades. Esto es, que Rusia se siente gran potencia y desea ejercer como tal, imponiendo sus intereses del mismo modo que lo hace Estados Unidos. Pero los reproches rusos se dirigen también hacia Washington por su proyecto de asentamiento de tropas estadounidenses en Bulgaria y Rumanía, dos estados, no sé si soberanos e independientes, que se desviven por complacer a EEUU.¿Bravuconada o no de Putin? En todo caso, no debe echarse en saco roto, habida cuenta la creciente militarización del planeta desde 2005 a la que han contribuido los disparatados presupuestos militares de Estados Unidos, Rusia, China y la India. Putin cree que Rusia ha alcanzado ya un nivel de pujanza económica que le permite volver a ejercer de gran potencia, con capacidad de arbitrar en Europa y en el mundo -como lo hiciera en tiempos de los zares o del comunismo- en todos los asuntos que conciernen a sus intereses nacionales propios, ya sea en la crisis nuclear iraní, ya sea en Oriente Medio, ya sea para vetar la autorización para un Kosovo independiente -con toda la razón en este caso-, ya sea para evitar que sus estados limítrofes caigan bajo la creciente zona de influencia europea y atlantista. Rusia entiende que las ampliaciones de la UE y la atracción que el bienestar europeo prende en la población de los países de su cordón de seguridad (como Moldavia o Ucrania, o en algún estado transcaucásico como Georgia) pueden producirle un aislamiento político y estratégico indeseable.

No creo que pretenda con entusiasmo la entrada en vigor del acuerdo de Estambul de 1999; lo que probablemente desee es dinamitar ambos acuerdos y negociar uno nuevo. Utilizar la coartada del Acuerdo de 1999 no es verosímil, pues dicho acuerdo autoriza a las partes a adscribirse libremente a alianzas militares y a decidir soberanamente la presencia de fuerzas armadas extranjeras en su territorio, dos concesiones que hizo la debilitada Rusia de Yeltsin con gran disgusto de sus generales.

Su contenido no satisface a la política rusa, que rechaza las futuras bases militares norteamericanas en Chequia y Polonia. Cumplir Rusia con la retirada de Georgia y Moldavia y abrir negociaciones para un nuevo tratado sería la única vía para incluir en el recuento a los incómodos, para Rusia, vecinos bálticos y a los estados surgidos de la antigua Yugoslavia, que más temprano que tarde se inscribirán en el multitudinario club de la UE y de la OTAN. Igualmente, le permitiría poner sobre la mesa nuevos compromisos para declarar no contaminables de europeísmo y atlantismo al resto de sus vecinos (Ucrania, Moldavia, Georgia, etcétera). Ya tiene bastante con los bálticos y Finlandia como para tener que soportar un día veleidades de dos estados como Moldavia y Ucrania, deseosos de aproximarse a la UE.Claro que Rusia ya se ha percibido, hace dos inviernos, de uno de los talones de Aquiles de una UE temerosa por su dependencia energética de Rusia: es el momento de presionar sobre Europa, ensimismada en sus cuitas institucionales, falta de liderazgo internacional y de capacidades militares, y de volver Rusia por sus fueros de gran potencia. Hasta hace poco, la UE veía a Rusia de forma distante y no había una política rusa desde la UE. Ahora habrá que improvisar un think tank que dé ideas rápidamente sobre cómo calmar a Moscú... o cómo calmar a una desleal Polonia que reclamará la solidaridad de la UE para garantizarse los suministros energéticos.

Los 150 días que nos ha dado Rusia vencen el 12 de diciembre y, para entonces, puede hacer muchísimo frío... por ejemplo, en Polonia. Otra vez Polonia y sus gemelos.

Rusia ya no admite más la unipolaridad real basada en la hiperpotencia americana ni la ficción de bipolaridad creada desde la primera Guerra del Golfo (la única legal, la de papá Bush) de tenerles como comparsa en la arena internacional. Putin cree que Rusia es la otra hiperpotencia real y quiere que empecemos a creernos que sus ambiciones van de verdad. Lo pueden probar poniendo en jaque a la UE y dando jaque-mate a los dividendos de la distensión.

Araceli Mangas Martín, catedrática de Derecho Internacional Público y Relaciones Internacionales de la Universidad de Salamanca.