Rusia y la mentira

Hace cuatro años, poco después de que el Departamento de Justicia de Estados Unidos acusara a 13 ciudadanos rusos de interferir con las elecciones, apareció en el Washington Post una entrevista que he vuelto a recordar en estos días, mientras tantas luminarias en tantas partes del mundo descubren que esta guerra no comenzó en febrero, sino hace mucho tiempo, y no comenzó en el terreno de las atrocidades, sino en los vericuetos de internet. Se ha dicho mucho que esta es una guerra de información, y mucho se ha admirado —y con razón— el esfuerzo de los periodistas rusos que, corriendo riesgos sin cuento, han tratado de enfrentarse a la aplanadora retórica con la que Putin trata de imponer el enorme relato (la mentira enorme) que justifica su agresión a Ucrania. Y a algunos nos ha extrañado más bien poco que parte de la opinión occidental, de Fox News a ciertas izquierdas latinoamericanas, haya comprado o finja comprar la narrativa del Kremlin. Pero son cinismos políticos que ocurren en la superficie; por debajo, en las profundidades invisibles de nuestra vida ciudadana, ocurren otras cosas.

Rusia y la mentiraRecordarán ustedes a Robert Mueller, aquel director del FBI con pinta de director del FBI que en 2018 nos habló de una agencia rusa basada en San Petersburgo: una verdadera oficina de propaganda cuya única misión, ya bien entrada la campaña electoral, era engañar o confundir a los internautas norteamericanos para alejarlos de Hillary Clinton y acercarlos a Donald Trump. Al parecer, tres de los conspiradores rusos habían visitado por lo menos 10 Estados de Estados Unidos en 2014, y durante varios días estuvieron recopilando inteligencia y manteniendo conversaciones online con ciudadanos que se convirtieron, sin saberlo, en informantes de los rusos y aun cómplices en el esfuerzo. Cuando se anunció que Mueller estaba investigando las actividades de los rusos, una de las mujeres conspiradoras dejó una nota: “El FBI nos ha descubierto (no es broma). Pero me preocupé de cubrir las huellas junto con los colegas. Inventé fotos y posts, y los estadounidenses creyeron que todo eso lo había escrito su gente”. Pues bien, es posible que las revelaciones de esos días animaran a otras criaturas a salir a la luz, y aquí es donde aparece la entrevista del Washington Post.

El entrevistado se llamaba Marat Mindiyarov. Era un profesor desempleado de 43 años cuando descubrió, muy cerca de su casa, una oportunidad laboral, y durante cuatro meses, de noviembre de 2014 a febrero de 2015, su trabajo consistió en navegar por internet y escribir sus opiniones en las secciones de comentarios de las noticias o las columnas de opinión. Salvo que las opiniones que escribía no eran realmente suyas: le habían sido comunicadas de antemano, y Mindiyarov sólo tenía que reproducirlas en sus propias palabras en cuanta página rusa se le cruzara en el camino. Por esos días, después de la intervención militar en Ucrania, la Unión Europea y los Estados Unidos habían respondido con una batería de sanciones económicas (no se sorprenda, lector, si se sorprende); y Mindiyarov tenía que recorrer las secciones de comentarios diciendo que el rublo estaba mejor que nunca, que la vida en Rusia era maravillosa, que las sanciones de Occidente no harían sino fortalecerlos. “Tan pronto aparecía una determinada noticia en los sitios web rusos”, contaba el hombre, “se creaban inmediatamente trolls para dar la ilusión de apoyo”.

Eran verdaderos ejércitos —300 o 400 personas, dice Mindiyarov— que trabajaban 12 horas al día, en turnos diurnos o nocturnos, en cuatro plantas de habitaciones donde se cerraban las persianas y se escribía bajo regulaciones estrictas: por ejemplo, producir 135 comentarios de 200 caracteres cada uno. Era, dice Mindiyarov, como pequeñas obras de teatro: uno de los trolls fingía dar una opinión negativa o crítica hacia Rusia, y enseguida otro le respondía con pruebas en contrario, con vínculos que llevaban a documentos fehacientes, con otras opiniones de otros sitios, hasta que el escéptico o el crítico cambiaba de opinión a la vista de todos. Los trolls recibían a cambio unos 700 dólares de la época, pero un día se le presentó a Mindiyarov la oportunidad de doblar ese salario pasando a la sección a la que todo el mundo aspiraba: el llamado Departamento de Facebook, que se concentraba en la manipulación de internautas norteamericanos. Para entrar a aquel círculo selecto era necesario pasar un examen: “¿Qué piensa usted de Hillary Clinton? ¿Qué posibilidades tiene de ganar las elecciones?” La pregunta quería recabar información y medir conocimientos, claro, pero también asegurarse de que el troll podía pasar por ciudadano de Estados Unidos. Su inglés tenía que ser perfecto; el de Mindirayov no lo era, y no superó la prueba.

Poco después salió de la fábrica de trolls: “Por razones morales”, dice en la entrevista. “Me daba vergüenza trabajar allí”. Era como estar metido en el mundo de 1984, añade (no en vano es o era profesor): la agencia era “un lugar donde tienes que escribir que el blanco es negro y el negro es blanco. Tu primera sensación, cuando acabas allí, es que estás en una especie de fábrica que convierte la mentira, el decir falsedades, en una cadena de montaje industrial”. Los trolls que allí trabajaban llevaban la última vestimenta, el último corte de pelo, el último teléfono móvil. “Eran tan modernos”, decía Mindiyarov, “que no se podía pensar que podían hacer algo así”. Recuerdo mi perplejidad cuando leí la frase por primera vez: había en ella una especie de non sequitur, o en todo caso no me resultó claro por qué la modernidad de los trolls pudiera estar reñida con su actividad. Ahora tengo una teoría: para el hombre que da la entrevista, aquella elaborada fabricación de mentiras en serie era algo venido de los tiempos soviéticos, de la Guerra Fría y la propaganda como arma ofensiva.

Cuando el entrevistador le pregunta si estas estrategias de verdad funcionan, Mindiyarov se muestra escéptico: para el público ruso, por lo menos, aquél era un trabajo sin sentido. “Pero para los americanos”, aclara entonces, “parece que sí funcionó. No están acostumbrados a este tipo de artimañas. Viven en una sociedad en la que se acepta responder por tus palabras”. Es casi conmovedora, esta frase, y no la puedo leer sin detectar en las palabras una cierta compasión por la inocencia de las víctimas, a la vez que una callada envidia de ese mundo donde era otra la relación entre internet y los ciudadanos. Y hay que sentir verdaderos escalofríos al pensar que esto ocurrió hace siete años, y que desde entonces las estrategias de propaganda —la posverdad, los hechos alternativos— no han hecho sino progresar en todo el mundo: se han hecho más sofisticadas y poderosas, claro, pero además cuentan con nuestra negligencia, nuestra ignorancia, nuestro tribalismo y nuestra buena disposición a creer lo que nos convenga.

J. K. Galbraith escribió a finales del siglo pasado que las democracias viven en perpetuo miedo a los ignorantes. Se refería a esto: a la inverosímil facilidad con que nos engañan quienes quieran hacerlo. Hace falta algo de tiempo y dinero de parte de quienes organizan la mentira, pero sólo ignorancia y credulidad de parte de quienes la padecen. Así nos va.

Juan Gabriel Vásquez es escritor. Su última novela es Volver la vista atrás (Alfaguara).

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