Rusia y los fantasmas del pasado

Hace 30 años, el día de Navidad de 1991, se arrió por última vez la bandera roja soviética que ondeaba en el mástil del Kremlin. En su lugar apareció la tricolor de Rusia. “Vivimos en un mundo nuevo”, declaró el presidente soviético Mijail Gorbachov, que acababa de sorprender a todo el mundo minutos antes con el anuncio de su dimisión y de la disolución de la Unión Soviética.

El Estado comunista más grande del mundo desde la Revolución Rusa de 1917 —y el contrapeso a Estados Unidos, ya que era la segunda superpotencia desde 1945— se fragmentó de pronto, pacíficamente y con discreción, con arreglo a las fronteras de las repúblicas que lo componían. Desapareció el vasto imperio multinacional; desapareció también el “experimento soviético” que había durado 70 años, el gobierno del Partido Comunista y el intento de crear una sociedad alternativa al capitalismo. Y, pese a que la URSS había llegado a tener en sus mejores tiempos más de cinco millones de soldados destacados en el extranjero, los miembros del alto mando cedieron el poder sin que se disparase un solo tiro.

Rusia y los fantasmas del pasadoPara muchos, que la Unión Soviética desapareciera del mapa representó también el final definitivo de una época histórica concreta y reciente, la Guerra Fría. Fue sorprendente que el orden bipolar, una realidad aparentemente inamovible pero que hacía que el mundo pareciera estar siempre al borde del apocalipsis nuclear, se evaporara sin gran ruido y de la noche a la mañana.

La caída de la Unión Soviética fue, en todos los aspectos, un acontecimiento trascendental en la historia del mundo.

Los columnistas occidentales de la época se apresuraron a asegurar que la desaparición de la URSS era “inevitable”. La utopía socialista, el exceso de ambición imperial, la quiebra del sistema, la derrota soviética en Afganistán y el caos de los intentos de reformar la economía y el sistema de gobierno proporcionaban la explicación perfecta. Y sin embargo, nadie —desde la CIA hasta los expertos en relaciones internacionales— había predicho ese final, ni siquiera pocos meses antes. “Cualquiera que diga que lo vio venir”, afirmó el secretario de Estado estadounidense, James Baker, “está mintiendo”.

A pesar de la conmoción que supuso, pocos, incluso entre los rusos, parecieron considerar el fin de la Unión Soviética como algo especialmente traumático o incluso negativo. Habían pasado dos años desde las revoluciones de 1989 que habían acabado con las dictaduras comunistas y las economías dirigidas en el Centro y el Este de Europa y habían erosionado el cinturón de seguridad soviético que había estado en vigor en esos países desde los años cuarenta. Hacía un año que la Alemania dividida —origen y puente de mando de la Guerra Fría— se había unificado; y un año también que, en un esfuerzo sin precedentes, Estados Unidos, la URSS y China habían trabajado juntos en el Consejo de Seguridad de la ONU para dar respuesta militar a Irak tras la invasión y anexión de Kuwait en agosto de 1990. La breve y triunfante primera guerra del Golfo durante el invierno de 1991 fue el reflejo de una nueva luna de miel entre el Este y Occidente. El presidente estadounidense, George H. W. Bush, hablaba apasionadamente de un “nuevo orden mundial”, construido sobre las relaciones de cooperación entre EE UU y la URSS y basado en el derecho internacional.

Pero ese año ocurrieron cosas en la Unión Soviética que hicieron más difícil ese futuro imaginado. Primero fue la sangrienta represión llevada a cabo en Lituania en enero; luego, en agosto, los comunistas recalcitrantes orquestaron un golpe de Estado para tratar de desbaratar la construcción de una nueva Unión menos estricta. Fracasaron, pero también fracasó un Gorbachov impotente y políticamente paralizado. La marea histórica estaba del lado del recién elegido presidente de la República Socialista Federativa de Rusia, Boris Yeltsin, que, en medio del caos, surgió como el heroico defensor de las reformas y la democracia. Pero lo más importante fue que, después de que las tres repúblicas bálticas se escindieran, era solo cuestión de tiempo que las demás repúblicas —empezando por Rusia— decidieran abandonar también la Unión.

El tono de Mijail Gorbachov en aquella declaración de Navidad fue pesaroso pero optimista. Su sucesor en el Kremlin, Boris Yeltsin, se mostró exuberante cuando, a principios de 1992, habló en la sede de la ONU en Nueva York de una Rusia “nueva” y “democrática”; un país que —a diferencia de China— se había liberado del “yugo del comunismo” y había dejado la “tiranía” atrás. Estados Unidos y Occidente habían dejado de ser meros “socios” de Rusia; eran “aliados”.

A pesar de las grandes incertidumbres que desencadenó la repentina muerte de la Unión Soviética y la amargura de los comunistas acérrimos, el ambiente, tanto en el antiguo espacio soviético como fuera de él, era decididamente optimista ante lo que se consideraba el “amanecer de una nueva era”.

Por supuesto, la caída soviética trasladó el eje de la política mundial a Washington y el mundo entró en un periodo unipolar. Al mismo tiempo, los europeos orientales y occidentales empezaron a soñar con la reunificación del continente. Y, a pesar de la fragilidad y las fracturas (no debemos olvidar que en 1991 Yugoslavia implosionó y se sumió rápidamente en una guerra civil genocida), en Europa dominaba la tendencia a una mayor integración institucional, materializada en la construcción de la Unión Europea prometida en el Tratado de Maastricht y la apertura gradual de la OTAN al Este (incluida Rusia) mediante la formación del Consejo de Cooperación del Atlántico Norte (CCAN).

Aún más, tanto en el Este como en Occidente, muchos adoptaron la brillante idea de Francis Fukuyama de que esta nueva era iba a caracterizarse por “la universalización de la democracia liberal occidental como forma definitiva de gobierno humano”; aunque las semillas de la revisión geopolítica fundamental que hoy experimentamos ya estaban presentes en aquel entonces.

Si saltamos hasta nuestros días, 1991 se ve bajo un prisma muy diferente. El presidente ruso Vladímir Putin declaró en 2005 que la caída de la URSS fue “la mayor catástrofe geopolítica del siglo XX”. Fue, dijo, un “desastre” del que eran culpables Gorbachov y Yeltsin, porque ambos, cada uno a su manera, habían traicionado al imperio soviético y habían obligado a la Rusia postsoviética a lamerse las heridas, marginada por Europa. Pero una desgracia aún mayor fue lo que en 2019 denominó la dimensión “humanitaria” del derrumbe. Porque el fin de la URSS dejó trágicamente abandonados a decenas de millones de rusos fuera del territorio nacional. La cuestión de las minorías rusas es un elemento crucial del pensamiento del Kremlin y su esfera de influencia desde 1991. Y, desde luego, desde que Putin está en el poder, Rusia está intentando volver a hacerse gradualmente con el control de partes fundamentales de la antigua URSS (con medidas especialmente agresivas en Ucrania y Crimea, Transnistria y Osetia del Sur).

Es evidente que hay una dicotomía entre cómo se recibió la desaparición de la Unión Soviética en 1991 y 1992 y cómo se presenta oficialmente en la Rusia actual, dentro de lo que parece un intento de manipular y reescribir la historia con fines políticos.

Debemos recordar que, al fin y al cabo, la historia de la Unión Soviética podría haber terminado de forma muy diferente, en una tragedia popular como la de 1917. En aquel entonces, la disolución del Imperio Ruso del zar culminó en una escalada de violencia. Porque, cuando los bolcheviques construyeron el Estado soviético, lo hicieron bajo la influencia de las brutales experiencias vividas en la Primera Guerra Mundial y la guerra civil, con varios millones de muertos. Por el contrario, el “siglo soviético” no terminó con un estallido, sino casi con un gemido.

Es significativo que el comité del Nobel concediera a Gorbachov el Premio Nobel de la Paz en 1990 por haber permitido “más apertura” “en la sociedad soviética”, por fomentar la “confianza internacional” y por contribuir a “un proceso de paz” que podía abrir “nuevas posibilidades para la comunidad mundial”. Desde ese punto de vista, se puede considerar que el propósito de la disolución de la Unión Soviética, un año después, fue preservar la paz. Y, para muchas de las antiguas repúblicas soviéticas —Ucrania, las repúblicas bálticas y Transcaucasia, entre otras—, 1991 fue un triunfo de la autodeterminación. Pese a las posteriores guerras étnicas y fronterizas locales, en las tierras soviéticas se evitó una verdadera catástrofe, una Yugoslavia sangrienta salvo que a escala mucho mayor y con armas nucleares.

La obsesión de Putin con que Mijail Gorbachov —secretario general del PCUS entre 1985 y 1991— fue un agente fundamental del cambio tiene sentido. Sus decisiones políticas y la recepción que tuvieron influyeron enormemente en el destino de la URSS, a pesar de todos los cambios estructurales que se produjeron desde finales de los años setenta en la economía, la tecnología y el equilibrio militar a escala mundial, además de la creciente importancia transnacional del poder popular.

Pero es fundamental comprender que el objetivo de Gorbachov cuando llegó al poder no era la destrucción de su país, sino la reinvención del comunismo soviético, para poder competir pacíficamente con Occidente. Quería adaptar las estructuras del Estado para que la Unión Soviética (junto con su imperio) siguiera existiendo.

A diferencia de sus predecesores inmediatos, Gorbachov estaba dispuesto a tomar medidas drásticas para liberalizar el sistema soviético y eliminar el legado estalinista; eso exigía la transformación de la política soviética en Europa del Este (por ejemplo, la abolición de la doctrina Brezhnev) y, en última instancia, significaba desprenderse de los antiguos satélites. En su opinión, la Unión Soviética no solo podía soportarlo sino que eso le permitiría prosperar.

Como otros dirigentes históricos de Rusia, desde los tiempos de Pedro el Grande, Gorbachov pensaba que la identidad de su país estaba ligada a Europa. Creía en el acercamiento entre el Este y el Oeste, una aproximación gradual basada en valores “comunes”, “universales” y “democráticos”. Pero tanto este lenguaje convencional como su visión filosófica (expresada en la idea de una “casa europea común”) pretendían disimular que, en realidad, sus reformas parecían un intento de que la URSS mirara a Occidente e imitara sus métodos para ponerse a su altura. Gorbachov soñaba con una Unión Soviética próspera, una democracia socialista —su modelo ideal era Suecia—, capaz de proporcionar crecimiento y riqueza. Este era su objetivo, sin duda, pero no tenía ni idea de cómo alcanzarlo; y ahí estuvo la semilla del fracaso de su experimento reformista.

La desintegración se produjo debido a los efectos acumulados de cuatro acontecimientos entretejidos que las reformas de Gorbachov, mal concebidas y caóticas (bajo los auspicios de la perestroika y la glasnost) pusieron en marcha: la transformación incontrolada (1) de la economía dirigida al libre mercado y (2) del monopolio del PCUS al pluralismo político; y el traspaso de poder (3) del centro a la periferia y (4) de él mismo como líder soviético a Boris Yeltsin como presidente de Rusia.

Lo más importante es que la culpa del catastrófico declive de la URSS fue de la gestión soviética de la mortífera crisis del país y la incapacidad de Gorbachov para fijar un rumbo coherente dentro del destructivo campo de fuerza de un caos socioeconómico cada vez más grave y entre los diferentes grupos de presión y facciones políticas que le arrastraban constantemente en distintas direcciones. Mucho más que de las consecuencias del gasto en defensa de Estados Unidos, comparativamente mayor, y del salto tecnológico estadounidense encarnado en la Iniciativa de Defensa Estratégica (IDE), impulsada por Ronald Reagan.

Pero también debemos recordar que Gorbachov fue un líder soviético que quería que todos los cambios se hicieran sin coacciones, que deseaba una sociedad más abierta y soñaba con una Unión Soviética más integrada. Por consiguiente, el éxito de la reinvención comunista llevada a cabo por Deng Xiaoping en China, consistente en un proceso de reformas económicas graduales y rigurosamente dirigidas, un firme control del partido y el uso desvergonzado de la fuerza militar para mantener al PCC en el poder nunca le sirvió de modelo.

La tragedia de Gorbachov fue que su intento de renovar la Unión Soviética le costó perder el apoyo de los suyos y el Estado. En cuanto a Yeltsin, a pesar de que en la ONU expresara su esperanza de poder construir juntos un mundo mejor y más pacífico y de su retórica entusiasta sobre la democratización de Rusia, el Estado de derecho y las relaciones de cooperación, después fue incapaz de convertir la salida pacífica de Moscú de la Guerra Fría en un nuevo tipo de relación duradera con Estados Unidos y Europa.

A Vladímir Putin le importan poco estas complejidades y estos matices históricos. Lo que le importa es que la Unión Soviética, que había liberado Europa de los nazis y durante casi medio siglo había sido uno de los dos pilares del poder mundial, cayó traicionada en la “catástrofe” de 1991 y provocó que Rusia cayera, a su juicio, en la irrelevancia internacional. Putin piensa que Gorbachov no fue un reformista desencaminado, sino un traidor que perdió el imperio histórico de Rusia. El empeño en restaurar la grandeza de su país —como nación cohesionada y como Estado fuerte y de peso mundial— y demostrar que el orden liberal encabezado por Estados Unidos está “obsoleto” ha sido su misión desde que asumió el mando en los albores del nuevo milenio. Con la intensidad de las disputas que se libran hoy en nombre de la memoria, es evidente que la herencia de 1991 sigue muy presente.

Kristina Spohr es profesora de Historia Internacional en la London School of Economics y en la Universidad Johns Hopkins y autora de Después del Muro. La reconstrucción del mundo tras 1989 (Taurus). Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.

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