Rusia y su villa olímpica a la Potemkin

¿Recuerda usted el año 2007? Rusia comenzaba a mostrarse nuevamente como una potencia mundial. Su economía crecía a una tasa anual récord del 8,5%. La vida política se había estabilizado. El apoyo al presidente Vladimir Putin era exorbitante. La rebelión chechena, que ya tenía una década de duración, aparentemente había sido suprimida. Y, como guinda de este pastel, el Comité Olímpico Internacional adjudicó la sede de los Juegos de Invierno del año 2014 a Sochi, un centro turístico ubicado en la costa del Mar Negro de Rusia.

En muchos sentidos, este lugar fue una extraña elección: la soleada Sochi cuenta con hermosas montañas, pero las mismas tienen poca o ninguna nieve. Además, esta ciudad-balneario se encuentra a 850 kilómetros al sur de Moscú, recibe diariamente pocos vuelos directos desde Europa, y el viaje desde Estados Unidos puede implicar hasta cuatro trayectos aéreos.

Pero en el año 2007, los rusos se tornaban más optimistas acerca de su futuro. Al dirigirse al Comité Olímpico, Putin sostuvo que adjudicar la sede de los Juegos a Rusia no sólo permitiría que el país mostrara sus logros post-soviéticos, sino que también le ayudaría en su transición política y económica. Nada parecía ser demasiado difícil para Putin, incluso no le fue difícil pronunciar innecesarias perogrulladas democráticas ante un comité olímpico cuyos miembros ya habían adjudicado la sede de los Juegos Olímpicos de Verano del 2008 a Pekín.

Sin embargo, una vez que las construcciones se pusieron en marcha, la realidad de la Rusia moderna no se podía ocultar con facilidad. Se esperaba que el colosal proyecto – con un costo de más de $50 mil millones de dólares que es una cifra superior al costo total combinado de todos los Juegos Olímpicos de Invierno anteriores – fuera a convertir a Sochi en un paraíso deportivo, lleno de campos deportivos y con un nuevo aeropuerto. En cambio, los preparativos se vieron plagados por actos de corrupción y accidentes de construcción, lo que dio lugar a hoteles aún sin terminar apenas unos días antes de la ceremonia de apertura.

Los retrasos y la basura son problemas comunes durante los preparativos olímpicos (Grecia en el 2004 es un ejemplo fehaciente, y parece que Brasil en el 2016 atravesará por problemas similares). Sin embargo, Rusia está demostrando ser un país anfitrión inadecuado por otros motivos.

Para empezar, existe preocupación por la propia legitimidad política de Putin. Su polémica e inconstitucional reelección para un tercer período presidencial fue condenada internacionalmente y provocó protestas contra el gobierno a lo largo y ancho de Rusia.

Putin respondió a quienes él considera como sus enemigos políticos arrestando y encarcelando manifestantes – incluyendo a la banda femenina de rock Pussy Riot – después de celebrar “juicios mediáticos” (Al acercase la fecha de apertura de los Juegos Olímpicos, se celebraron también “indultos mediáticos”). Tales episodios han contribuido a que en toda Rusia exista un ambiente general de intolerancia, impulsado en gran parte por el chovinismo incitado por el Kremlin. Una ley propagandística y patrocinada por el gobierno en contra la homosexualidad, que criminaliza indiscriminadamente a las parejas del mismo sexo, ha causado indignación en el extranjero. Inclusive, los activistas locales les aconsejaron a los atletas homosexuales evitar mostrar señales de su orientación sexual durante su estadía en Rusia.

Del mismo modo, si bien la celebración de los Juegos Olímpicos debe ser una ocasión de orgullo nacional, se ha instruido a los atletas extranjeros – y en especial a los estadounidenses – sobre que ellos deben evitar mostrar los colores de su equipo cuando se encuentren fuera de los predios olímpicos. De hecho, se les ha advertido sobre que ellos no debiesen desplazarse más allá del perímetro de seguridad de Sochi, denominado el “anillo de acero”, ni tampoco debiesen alejarse de la atenta y vigilante mirada de los oficiales de policía vestidos de negro y gris, a pesar de que a los atletas olímpicos normalmente les gusta explorar lugares turísticos locales.

Nada de esto engendra un sentimiento de solidaridad olímpica y amistad internacional. Y, todo esto aún empeora. Las autoridades también deben lidiar con las amenazas de los insurgentes islamistas de Chechenia, que en la actualidad están operando en otras repúblicas del norte del Cáucaso, a tan sólo 200 kilómetros de Sochi. Se cree que las llamadas “viudas negras” – las esposas de combatientes islamistas muertos en campaña de “pacificación” del Kremlin – están preparando misiones suicidas de represalia en aeropuertos, estaciones de tren y dentro de autobuses.

La última vez que Rusia fue sede de los Juegos Olímpicos – durante los Juegos de Verano de 1980 en Moscú – EE.UU. y sus aliados organizaron un boicot en respuesta a la invasión soviética de Afganistán. Y en aquel momento la Unión Soviética aún era una superpotencia, que se encontraba estable a pesar de estar estancada. Su secretismo totalitario, su gigantesco complejo relativo a temas militares e industriales, los siempre presentes agentes de la KGB, y el aparente desdén por las comodidades materiales (por lo menos en el caso de los rusos comunes y corrientes) dieron a la hegemonía comunista una mística perversa que hizo que incluso una simple visita a la Plaza Roja sea un viaje para recordar. En aquel entonces, independientemente de cuán odiado o temido fuese el país, nadie podía negar su posición como un jugador importante en el escenario mundial.

Hoy la situación no es la misma. La Rusia de Putin es débil, chabacana, y corrupta – y no es digna de ser la anfitriona de los Juegos Olímpicos. La atmósfera que rodea a los Juegos de Sochi refleja muchos de los peores rasgos de Rusia. En las inmortales palabras del ex primer ministro Viktor Chernomyrdin, cuando describió la transición económica del país de la década de 1990: “Teníamos esperanzas de que ocurra lo mejor, pero las cosas salieron como de costumbre”.

Aun suponiendo que los Juegos de Sochi transcurran con éxito, y que, a pesar de las restricciones de seguridad y la intolerancia oficial, los atletas y los visitantes disfruten de su estancia, ¿realmente valdrá esta breve exhibición de orgullo nacional los costos financieros y políticos? O, los rusos despertarán dentro de seis meses y dirán: “Sí, nuestro país cuenta con un centro de esquí de lujo – en la playa”

Nina L. Khrushcheva is a professor in the Graduate Program of International Affairs at the New School in New York, and a senior fellow at the World Policy Institute, where she directs the Russia Project. She previously taught at Columbia University’s School of International and Public Affairs, and is the author of Imagining Nabokov: Russia Between Art and Politics and The Lost Khrushchev: A Journey into the Gulag of the Russian Mind. Traducido del inglés por Rocío L. Barrientos.

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