Rusia ya no quiere revoluciones

En el siglo XVIII, la aristocracia rusa empezó a hablar francés en la intimidad. El resplandor de las luces galas era tal que, en la biblioteca de nuestras Cortes, la mayoría de obras solo se podía leer en ese idioma. San Petersburgo quería verse reflejada en los espejos y los estanques versallescos. Sin embargo, el lenguaje general de la opulencia tenía a la nobleza rusa como maestra: “Ni en las casas más aristocráticas y ricas de París y Londres se come mejor y con tanta elegancia”, escribió Juan Valera en una carta (el autor de Pepita Jiménez, que también era diplomático, estaba destinado en la embajada española de la ciudad de los zares).

Con los privilegios parisinos acabó la Revolución Francesa, aunque no fue capaz de asentar en el poder a la izquierda: “Solamente ha estado cuatro veces: en 1848, cuatro meses; en 1870, dos; en 1936, un año; y en 1981. O sea, que desde 1789, el primer Gobierno de izquierdas que ha durado es el nuestro”, presumía Mitterrand ante Marguerite Duras.

Rusia era un país cuasi medieval, con siervos, hambre y otras miserias. “El pensamiento ruso prepara una gran revolución”, escribiría Dostoievski. No podía sospechar que las neuronas que iban a encender el fuego rojo serían prusianas: en la sala de lectura de la Biblioteca Británica, bajo su gigantesca cúpula, Marx fundó la religión del proletariado. A nadie puede sorprender que haya sido —y aún sea— una religión sangrienta, pues ya lo advertía (junto a Engels) en el Manifiesto Comunista: “Sus objetivos solo pueden alcanzarse mediante el derribo violento de todo el orden social hasta ahora existente”.

Decía Walter Benjamin que las revoluciones son un freno de alarma en el tren de la Historia. Lenin activó ese freno cuando, en abril de 1917, llegó a la estación de Finlandia de San Petersburgo prometiendo pan, tierra y paz. Una banda militar lo recibió con los acordes de La Marsellesa: si los revolucionarios franceses habían tomado la Bastilla, los rusos tomaron la fortaleza de San Pedro y San Pablo; la Declaración de los Derechos del Hombre fue sustituida por una de los Derechos del Soldado, otra de los Derechos del Obrero…; y la Terreur por el Terror Rojo. Un condenado por veintidós asesinatos pasó a presidir el Sóviet de Tambov; otro sóviet, el de Yekaterinodar, declaró “socializadas a las mujeres solteras de entre dieciséis y veinticinco años”. En Rusia, “el derribo violento” hizo crucificar a los religiosos, enterrar vivos a los campesinos díscolos… Los comunistas sí se asentaron en el poder.

Un compañero de Lenin, Piatakov, afirmaba que, si el Partido lo exige, un auténtico bolchevique está dispuesto a creer que lo negro es blanco y lo blanco negro. Carrillo, Iglesias y Garzón son los hijos de dicho dogmatismo, haciendo creer a muchos que sus rancios programas son progresistas. Para Carrillo, por ejemplo, el Muro de Berlín era “absolutamente necesario porque el paso de los alemanes del este al oeste constituía una sangría para la República Democrática Alemana”. (Es curioso cómo a algunos totalitarios —los independentistas catalanes son otra muestra— se les llena la boca con la palabra “democracia”; dime de qué presumes y te diré de qué careces). Por cierto, según el líder de Podemos la caída del Muro fue “una mala noticia para todos”. La nostalgia mural explicaría su apoyo a la Revolución de las Sonrisas Fascistas.

En otoño de 1920 el socialista Fernando de los Ríos viajó a la Unión Soviética. Después de escuchar a Lenin hablar sobre comunismo, le interpeló: “¿Y la libertad?”. “¡Libertad! ¿Para qué?”. De los Ríos fue el profesor que examinó a García Lorca de Derecho Político; preguntado por el Estado, el poeta lo definió como “una gran araña”. Seguramente se acordara Fernando de la “gran araña” durante aquella estancia otoñal.

En la primavera del 28 Stefan Zweig viajó a Moscú: “Todo estaba tan ultraorganizado que nada funcionaba bien […]. Cuántas veces se nos escapaba una sonrisa cuando nos enseñaban unas fábricas mediocres y esperaban que nos quedásemos maravillados como si nunca hubiéramos visto nada parecido en Europa o en América; ‘eléctrica’, me dijo orgulloso un obrero, señalándome una máquina de coser y mirándome con la esperanza de que me deshiciera en admiraciones. Como el pueblo veía todos esos ingenios técnicos por vez primera, creía que los habían concebido e inventado la Revolución y los ‘padres’ Lenin y Trotski […]. Toda reunión con aquellas personas constituía una seducción peligrosa a la que se han rendido muchos escritores extranjeros”. Si Zweig no fue seducido finalmente se debió a una carta que alguien metió en su bolsillo: “No crea todo lo que le dicen. No olvide que, a pesar de todas las cosas que le enseñan, dejan de enseñarle otras muchas… Nos vigilan a todos, incluido usted. Su intérprete informa de todo lo que se dice. Su teléfono está interceptado y controlados todos sus pasos”.

En octubre de 1933 el editor Ruiz-Castillo también viajó a Moscú: “Los espectáculos estaban racionados, como los víveres. Es decir, que con dilatada intermitencia los camaradas de la capital tenían que asistir por riguroso turno con otros compañeros un día determinado […]. Los enormes recursos materiales y humanos de Rusia se hallaban adscritos, como en la época de los zares, a fines militares, en vez de orientarse al bienestar económico […]. La ola de puritanismo que ya imperaba en la URSS… El guía nos informó con toda precisión de que para ‘lograr a la dama de los pensamientos’ había que casarse con arreglo al procedimiento legalmente establecido, y que ser divorciado en Rusia constituía una nota social desfavorable a todos los efectos”.

Debido a ese puritanismo se ocultó que Lenin tenía una amante francesa; y la homosexualidad no fue legal hasta 1993 (unos 50.000 acabaron en los gulags). Como La Habana quería verse reflejada en las aguas del Volga, los estudiantes homosexuales eran expulsados de las universidades cubanas por practicar “aberraciones”, por “maricones antisociales”; dictaban a los universitarios el corte de pelo y de pantalones; y no podían escuchar a los Beatles ni a los Stones por simbolizar la cultura imperialista. Cuando murió Fidel Castro, el hombre que llamaba “enfermitos” a los gais, las autoridades prohibieron mostrar alegría, escuchar música y tomar alcohol en público durante nueve días. En el entierro se vio babear a políticos de Izquierda Unida, la CUP y Podemos.

En las asambleas de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Madrid, Fernando Savater se burlaba de quienes veían a Rusia como el paraíso en la Tierra, pues allí estaban prohibidos los sindicatos y las huelgas. (Pese a querer cambiar una dictadura de la clase media por otra del proletariado, es justo reconocer que los comunistas españoles fueron los únicos que lucharon contra Franco, igual que es justo reconocer el papel de Carrillo en la Transición).

Aunque Trotski prometiera que, gracias al comunismo, el hombre común y corriente superaría a Aristóteles, lo único que ha conseguido esa ideología es hombres más comunes y corrientes, con menos imaginación: en la Rusia profunda, como querían convertir a las tribus nómadas en campesinos de granjas colectivizadas, les prohibieron adorar piedras y árboles por ser costumbre antimarxista. Cuando Italo Calvino —afiliado al Partido Comunista Italiano— publicó sus primeras novelas fantásticas, tuvo un enfrentamiento con sus camaradas, que le reprochaban que dicho género fuese una traición a la clase obrera. Solamente podían escribirse relatos como los que escribe Iván Cárdenas, el protagonista de El hombre que amaba a los perros: relatos sobre valientes milicianos defensores de la patria o similares. (Una vez sí usaron la imaginación los herederos de Marx: cuando tildaron a Dostoievski de “fascista”).

Juan Eslava Galán visitó Moscú por vez primera durante el invierno de 1990: no podía creer que la cola para ver la momia de Lenin fuera más corta que la del primer McDonald’s. En Moscú hay más limusinas que en todo Estados Unidos, limusinas que también se ven en Praga, Budapest... Basta escuchar en Eurovisión a los representantes de Rusia y de las antiguas repúblicas soviéticas cantando en inglés para saber quién ganó la Guerra Fría.

Lenin —el ídolo de Pablo Iglesias— se preguntaba: “¿Para qué autorizar la libertad de prensa? ¿Por qué el Gobierno debe permitir que se le critique cuando hace lo que cree que debe hacer?”. Vladimir Putin es nieto de un cocinero de Lenin y Stalin. A la periodista Anna Politkóvskaya, primero intentaron envenenarla con una taza de té; no fallaron la segunda vez, pues un sicario la asesinó en el rellano de su apartamento.

Anna había denunciado fraudes electorales, destrucción de la oposición (a algunos rivales llegan a drogarles; Kaspárov, de viaje por el sur de Rusia, no consigue alojamiento en los hoteles, ni comida en los restaurantes, ni salas donde reunirse, debido a las presiones recibidas por los propietarios), jueces ladrones, censura y autocensura en los medios de comunicación, burocracia hipertrofiada… En el Diario ruso habla del absolutismo de Putin; y de su cinismo: “Leyó en voz alta una pregunta que él mismo había escogido entre las enviadas por correo electrónico: ‘¿Cuál es su postura respecto a aumentar la duración de los mandatos presidenciales?’. ‘Estoy en contra’”. Y es muy crítica con el pueblo ruso: “Espera que todo le sea dado desde arriba, y si lo que llega desde arriba es represión, está dispuesto a resignarse […]. La mayoría de la gente padece la enfermedad del paternalismo […]. Tampoco parece que nadie crea en la revolución”. Como prueba, la respuesta a una pregunta del departamento de encuestas del Kremlin: “Si en su región se produjera una manifestación masiva de la población en defensa de sus derechos, ¿participaría usted?”. Un 66% dijo que no.

Quizá tantos años obligando a crear un arte programado, obligando a escribir libros de paisajes únicos y prohibiendo otros como Doctor Zhivago, han hecho de Rusia un pueblo sin imaginación, como son todos los pueblos atrapados en la telaraña comunista.

José Blasco del Álamo es periodista y escritor.

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