Rusia

El desplome del régimen comunista en 1989 puso de manifiesto en aquel país una cruda realidad: la de que no poseía una organización del poder público merecedora del nombre de Estado. En efecto, las instituciones soviéticas eran en realidad un debilísimo artefacto debido a que el control y ejercicio del poder los soportaba el Partido Comunista. Disgregado el partido, se hizo visible la inexistencia de un Estado, es decir, de una organización monopolista del poder que fuera capaz de garantizar el cumplimiento de sus reglas en el territorio. La época de Yeltsin fue una demostración carnavalesca de esta carencia.

Por eso, los actuales gobernantes de Rusia llevan años enfrascados en una única tarea: la de reconstruir el Estado perdido tanto en lo doméstico como en lo internacional. Todo hace temer que el modelo interno de recomposición que se impondrá por ahora será uno de corte muy autoritario y sólo formalmente democrático. En primer lugar, porque este tipo es mucho más congruente con la urgencia reconstructiva de los gobernantes, dado que es más sencillo edificar un Estado autoritario que uno democrático liberal (aunque no sea más eficaz a largo plazo). Y, en segundo, porque el desplome soviético ha hecho visible en Rusia la inexistencia de una mínima sociedad civil que valore y sea capaz de exigir el respeto a la autonomía personal a la hora de reconstruir el poder público. No hubo mayor fracaso del comunismo que el de su incapacidad para generar una ciudadanía (aquel 'hombre nuevo' del socialismo real que tanto nos ilusionó resultó ser una broma). Por ello, y aparte de algunas menguadas elites culturales, la sociedad rusa que apareció tras el comunismo conectaba directamente con el pueblo premoderno de la época zarista. A diferencia de lo que sucedió en los países del Este de Europa, no existía en Rusia un pasado liberal para reactivar. Y eso pesa mucho ahora.

¿Y en el plano internacional? Aquí Rusia reclama su lugar al sol como una gran potencia, pues se considera acreedora del papel de actor principal en su zona de influencia. Europa nunca podrá incluirla en su seno, pues es demasiado grande, demasiado poderosa y demasiado distinta, pero puede aspirar a llevarse razonablemente bien con ella, en una época en la que parece revivir a nivel mundial el esquema geopolítico del equilibrio de grandes potencias.
Pero para lograrlo, guste o no, hay que tener muy presente la particular forma de autocomprenderse de los rusos, incluida su vocación de ser padres tutelares de todos los pueblos eslavos y vigilantes del Cáucaso. Y, sobre todo, no debe despreciarse su miedo histórico al cerco exterior. Punto éste en el que Occidente (con Estados Unidos a la cabeza) ha demostrado muy escasa sensibilidad y perspicacia en los últimos quince años. La peor política que podía seguirse con Rusia era la de hacerle sentir que estaba siendo cercada y rodeada por las potencias atlánticas, que éstas aprovechaban su debilidad transitoria para extender su poder hasta los límites álgidos de la misma Rusia. La hipersensibilidad rusa ante el cerco exterior (nunca se ponderará bastante que sufrió invasiones desastrosas en su historia y que la última guerra mundial le ocasionó más de veinte millones de muertos en su territorio) ha hecho que al final reaccione a la política de Occidente aumentando su autoritarismo interno y su brutal agresividad defensiva. Brutal, sí, pero defensiva.

La política occidental en los Balcanes (si la sucesiva concatenación de errores e impotencias europeas allí merece ser definida como una política) no ha hecho sino herir innecesariamente a Rusia al ningunear sus particulares intereses allí. La guerra y secesión kosovares, decididas y ejecutadas al margen de Naciones Unidas y en flagrante violación del Derecho Internacional vigente que garantiza en todo caso la integridad territorial de los Estados, fue una bofetada de la que Moscú tomó buena nota.

Prometer a una Georgia prooccidental su pronto ingreso en la OTAN fue un error añadido, dada la existencia en su seno de los territorios prorrusos de Osetia del Sur y Abjazia. El ingreso en la OTAN habría otorgado a Georgia una garantía militar automática por parte de la Alianza de la integridad de su territorio, de forma que todo Occidente habría respaldado militarmente las borrosas fronteras de Georgia. Y, como sucedió en Letonia, hoy miembro de la OTAN y de la Unión Europea, una inmensa minoría rusa quedaría atrapada en un país que los considera 'aliens' sin derecho a ciudadanía. Y eso era más de lo que Rusia podía tolerar, y le aconsejaba actuar sin demora. El precedente de Kosovo le daba un argumento de cobertura, por cínico que fuera, y la irresponsabilidad del presidente georgiano al violar el equilibrio pactado hace años le regalaba la ocasión necesaria. Y ahí tenemos el resultado.

La situación es grave y no mejorará con medidas de retorsión ni con amenazas de incluir a Georgia y Ucrania de inmediato en la OTAN. Europa debe iniciar una política autónoma, que no sea la 'atlántica' de Estados Unidos, pero para ello tiene que asumir que es, también, una gran potencia política. Y asumir esto implica costes y, sobre todo, exige liderazgo responsable.

José-María Ruiz Soroa, abogado.