Sabadete en La Ponderosa

En las noches de verano de los 60 mis hermanos y yo sacábamos la televisión en blanco y negro a la terraza y nos quedábamos extasiados con la música de carga de caballería y la careta de entrada con forma de incendio, entre cuyas llamas emergían galopando los personajes de Bonanza. El patriarca, Ben Cartwright, y sus tres hijos: el agresivo Adam, el rústico Hoss y el metepatas Little Joe. Enseguida empezaban los conflictos, las peleas, los tiroteos, las idas y venidas desde su rancho La Ponderosa, siempre ayudando a los débiles, siempre luchando por las causas justas.

Pocas series de televisión reflejaban con tanta fuerza metafórica el imperialismo paternalista de la América de la Guerra Fría como Bonanza. Recuerdo incluso un diálogo en el que el hijo mayor venía a decirle a su padre que no se metieran en camisa de once varas, que el lío en cuestión no les concernía y que lo que tenían que hacer era volverse cuanto antes a casa. «No podemos ignorar al resto del mundo», le contestaba Ben. «Somos la única influencia que da estabilidad a este territorio». Ni Eisenhower en Corea, ni Kennedy en Vietnam podrían haberlo expresado mejor.

Pero al cabo de tantos años lo que continúa grabado en mi memoria de forma más indeleble no es nada de lo que ocurría en la pantalla, sino lo que indefectiblemente nos decía mi padre en algún momento del episodio, tal vez durante el intermedio en el que TVE emitía el único corte publicitario del programa. Mi padre fue un empresario entre mediano y pequeño que en una España entre pequeña y mediana encontró más oportunidades para dar una buena educación a sus hijos que para prosperar él mismo por encima de su entorno. Como ante todo creía en la cultura del esfuerzo, siempre nos planteaba la misma pregunta: «Éstos, además de hacer el bien, ¿cuándo trabajan la tierra?»

Prácticamente desde que Zapatero llegó al poder hace ya más de seis años y medio este enigma no ha dejado de pasar por mi cabeza una y mil veces. Con la salvedad, claro, de que lo de «hacer el bien» hay que entenderlo desde su propio punto de vista: una aproximación a la realidad que de manera sucesiva ha ido depositando expectativas benefactoras en la negociación política con ETA, la Alianza de Civilizaciones, el Estatuto que viniera de Cataluña, la denominación de «matrimonio» atribuida a las uniones civiles homosexuales, la regulación del aborto como un derecho extensible a las chicas de 16 años sin tan siquiera consulta paterna, las políticas de igualdad con su subsiguiente derecho penal de género al que Pajín y Rubalcaba quieren dar ahora otra vuelta de tuerca con el aromático argumento de que «los niños están por encima de la presunción de inocencia» o las recientes iniciativas para poder cambiar el orden de los apellidos o para regular la llamada «muerte digna».

No será hoy cuando me detenga a separar lo poco que ha habido de positivo en todo esto de la porción abrumadora de buenas intenciones zapateriles que pavimentan ya avenidas enteras del reino del Infierno. A efectos de lo que ahora ocupa, preocupa y oprime a los españoles me quedaré tan sólo en la observación de que nunca ha habido un gobierno que de forma tan desequilibrada postergara el primum vivere para entregarse con tanto denuedo y osadía al deinde philosophari.

De hecho viendo tan delgado y macilento a Zapatero cualquiera diría que se machaca a correr monte arriba, un día sí y otro también, en solidaridad con la multitud de indigentes a cuya situación tanto ha contribuido su pasividad política. Pero más que por su condición atlética, debemos inquietarnos por su concurrente estado mental, pues al presidente empieza a poder aplicársele aquel diálogo al que Cervantes dio forma de soneto entre un pragmático caballo de combate, como Babieca, y un famélico corcel de correrías, como Rocinante. «Metafísico estáis», le dice la montura del Cid. «Es que no como», aclara la de don Quijote.

Y si malo es que Zapatero flote en un mundo imaginario de nubes de algodón tras entregar a Rubalcaba todas las llaves de la despensa, peor aún es que haya en su equipo quienes inviertan las tornas y tomen por exagerados y alarmistas a quienes simplemente constatan cuán rauda y dolorosamente estamos empobreciéndonos. Me refiero al chocante contraste entre la intervención de la vicepresidenta Salgado y la del consejero delegado de esta casa en la cena de Expansión. Cuando Fernández-Galiano dijo que estamos en un «momento dramático», vivimos una «emergencia nacional» y necesitamos «un plan de ajuste radical», decenas de empresarios asintieron con la cabeza, porque ellos no pueden resolver con metafísica el problema de asegurar a sus empleados que podrán dar de comer a sus familias. Cuando la zarina económica refutó todo ello de forma implícita, alegando que las previsiones se están cumpliendo y no hacen falta medidas adicionales, un educado silencio de miradas esquivas congeló hasta las patas de las arañas que lagrimeaban por la sala.

Y, sin embargo, tanto la visión panorámica del estudio presentado al Rey por la Fundación Everis, como las urgencias de cabo furriel con que nos acosa la Comisión Europea -con un socialista como Almunia esgrimiendo hoscamente la porra- como el propio veredicto de los mercados contradicen a la vicepresidenta. Al informe pilotado por Eduardo Serra y compañía podrá achacársele su esquematismo y cierta extravagancia metodológica, pero no su falta de sintonía con la percepción del español de a pie. Plantea, eso sí, un problema insalvable para la narrativa oficial de la izquierda y es que constata cómo el «valor-país» de España se disparó durante el mandato de Aznar para atenuar primero su crecimiento y desmoronarse después durante el de Zapatero.

En cuanto a la inhóspita tierra de nadie en la que estamos atascados el diagnóstico no puede ser más grave ni la descripción más lúcida: «España no ha conseguido alcanzar el desarrollo suficiente de la Economía del Conocimiento como para competir en bienes y servicios sofisticados con los líderes pero, al mismo tiempo, no puede seguir compitiendo en costes con los nuevos entrantes -países emergentes- como proveedor de bienes y servicios de menos valor». Para entender esto no hace falta crear ninguna Comisión de Competitividad.

Es reconfortante que quienes vayan a ver al Rey para decirle que así no podemos seguir ya no sean los generales, sino los empresarios y que aquí no haya más blindados en danza que los think tanks formados por cabezas de huevo de espeso cacumen. Treinta años de estabilidad constitucional no han transcurrido en vano. Pero eso no resta un ápice de simbolismo a que se tenga que apelar al Jefe del Estado para plantear reformas de tanto calado como las del modelo autonómico, el sistema educativo o la Ley Electoral, dando por hecho que hablar con el Gobierno es poco menos que perder el tiempo. Aún no es consciente Zapatero de la vía de agua que él mismo abrió en la línea de flotación de su credibilidad ante el estamento intelectual cuando nada más llegar al poder enterró en un cajón el dictamen del Consejo de Estado que había anunciado que le serviría de hoja de ruta para la reforma constitucional y comenzó a jugar a la ruleta rusa con la Nación «discutida y discutible».

En todo caso, no será un documento estimulante y desigual lo que en las próximas semanas lleve a los Cartwright de La Moncloa por el camino de la amargura, sino la combinación entre la avidez de los mercados prestos a abalanzarse sobre una nueva presa y la decepción de los gobernantes europeos que comprueban que en la España de Zapatero del dicho al hecho van demasiados trechos.

Resulta inconcebible que frente a la velocidad con que se suceden los acontecimientos aún siga sin concretarse no ya la reforma laboral o las fusiones de las cajas que fueron criaturas del pánico presidencial tras el Pearl Harbour de primavera-verano, sino ni siquiera el retraso de la edad de jubilación anunciado en aquel lejano enero en el que Zapatero aún flirteaba con su salida «social» de la crisis. ¿Verdad que aquello del viaje al Desayuno de la Oración ya parece que sucedió en el pleistoceno? Pues bien, acabábamos de subirnos al avión cuando la todavía secretaria de Estado de Comunicación, Nieves Goicoechea, llegó con la nota de matización al texto enviado a Bruselas, en el que el Gobierno ofrecía ampliar la base del periodo de cálculo de las pensiones. Hasta ayer se nos decía que tendrían que pasar un mínimo de seis meses más para que el asunto quedara zanjado en un sentido o en otro. El único resultado concreto del encuentro de La Moncloa ha sido que tal vez ese plazo adicional quede reducido a cinco. No hay paquidermo en el mundo con tan largo periodo de gestación.

La conciencia de que nos lidera un presidente que sigue arrastrando los pies o, peor aún, que trata de sustituir las resoluciones por declaraciones, los ajustes reales por propósitos de «transparencia» y los proyectos legislativos por reuniones con Very Important People es ya una convicción transnacional. Por eso en la City nos tienen puesta fecha de caducidad para algún momento del primer trimestre del año que viene, dando por hecho que los mercados descubrirán una mañana que seguimos sin hacer los deberes, lanzarán la arremetida definitiva contra nuestra deuda y nos obligarán a acogernos al fondo de rescate europeo o a alguna línea especial del FMI.

Ni siquiera al ver las barbas irlandesas pelar ponemos de verdad las nuestras a remojar. Zapatero parece inmune a los escalofríos que a cualquier persona sensata debería producirle imaginar la traslación a España de medidas impuestas como el despido masivo de funcionarios, la disminución de las pensiones o la subida del IVA hasta el 24%.

Por mucho que ayer escenificara el Pearl Harbour de otoño-invierno, el presidente sigue al tran-tran, librando su phoney war, esa «guerra de pega» en la que nunca se termina de entrar en combate. A veces dan ganas de mandarle un telegrama como el famoso de Lincoln al general McClellan contestando a su petición de monturas de refresco con la pregunta de qué diablos habían hecho últimamente sus caballos que pudiera suponer un cansancio para nadie, además de moverse siempre en dirección contraria al lugar en el que pudiera estar el enemigo.

Sólo las encuestas le han puesto a Zapatero lo suficientemente nervioso como para entregarse de hoz y coz al hombre más inadecuado en el momento más inadecuado -¿qué pintaba Rubalcaba en la reunión de ayer junto a Calamity Helen?, ¿qué sabe de economía?, ¿piensa acaso hacer una redada contra las primas de riesgo o tiene un plan de guerra sucia contra la señora Merkel?- y sólo las urnas podrán hacerle entrar en razón.

Cuanto más contundente sea hoy la derrota del PSC, mayores serán las posibilidades de que las autonómicas de mayo sean la antesala de unas generales anticipadas al otoño o incluso de que la catarsis de los mercados precipite un desenlace conjunto en la primavera. De momento, ya hemos visto la primera campaña de la historia reciente en la que los socialistas han sido incapaces de explicar a los ciudadanos qué utilidad podría tener votarles.

A la espera del recuento de esta noche, sólo queda echar un vistazo a la estampa de los 37 de la fama desplegados en U -con tanta capitalización bursátil la letra tiene que ser mayúscula- sobre la magnífica alfombra de uno de los salones de La Moncloa. Lo de ayer fue como unos Estados Generales de cuatro horas, pero sólo con la Aristocracia. Ni el Clero sindical ni el Tercer Estado -o sea los representantes políticos del pueblo- estaban invitados. En lugar de los Pactos de La Moncloa que algunos le pedimos poco menos que de rodillas hace dos años, Zapatero ha montado una Asamblea de Notables, convocando a personas listísimas que sólo se representan a sí mismas y todo lo más a sus accionistas. Casi todos han salvado a sus empresas haciendo negocios fuera. Lástima que a los ciudadanos no nos permitan irnos a votar a Alemania o al Reino Unido.

Entre los anfitriones sólo se echó en falta al rústico Chaves. Debían de tenerlo entre bambalinas ocupándose del catering. En La Ponderosa también escondían a Hoss cuando había visitas de prosapia. Al final Zapatero prometió vagamente «acelerar» las reformas, pero nada indica que en el poco tiempo que le queda vaya a dedicarse menos a «hacer el bien» y más a «trabajar la tierra».

En cuanto a la disposición de los invitados, baste el resumen de sus expectativas que me hizo el otro día uno de los más joviales durante la cena de Expansión: «Mira, vamos allí con el mismo ánimo con que se decía antes en los pueblos aquello de 'Sábado, sabadete, camisa nueva y…'». «Oye, no seas bestia», le interrumpí, «que es la sede de la Presidencia del Gobierno de España». «No, no… Acuérdate como terminaba la cosa: 'Sábado, sabadete, camisa nueva… y a dos velas como el sábado anterior'». Ayer no me dijo que hubiera ocurrido nada que se apartara del guión.

Pedro J. Ramírez, director de El Mundo