Sábado Santo Rojo

El reciente fallecimiento del presidente Adolfo Suárez ha removido inevitablemente los sentimientos —más que los análisis rigurosos—, dando lugar a valoraciones apasionadas de lo que fueron sus brillantes éxitos y sus sonoros fracasos en sus cuatro años y medio en el poder. Aquí nos limitaremos a valorar una sola de sus acciones de gobierno, concretamente una, la más difícilmente factible, la más extraordinaria, la que nadie excepto él hubiera sido capaz de realizar con éxito. Operación que, siendo la más endemoniadamente complicada, era también, como vamos a ver, la más imprescindible para alcanzar la meta propuesta. Obviamente, estamos hablando de la legalización del Partido Comunista, verdadera llave maestra, auténtico nudo gordiano sin el cual no era posible franquear con éxito la puerta de la Transición, según revelaron, como vamos a señalar, los resultados de aquellas primeras elecciones del 15 de junio de 1977.

Nueve meses antes, el 8 de septiembre de 1976, el presidente Suárez había convocado a sus ministros militares y a los jefes de todas las capitanías generales, regiones aéreas y almirantes jefes de los departamentos marítimos, a una reunión extraordinaria, en la cual les explicó la serie de reformas que se proponía emprender. Pero Suárez era consciente, muy acertadamente, de la absoluta imposibilidad de convencer a algunos —a demasiados— de aquellos generales y almirantes, de la necesidad de algo tan venenoso e intolerable para ellos como la legalización de su peor “enemigo natural”. Por ello, en aquella reunión, el presidente, al explicar sus propósitos, les manifestó que entre sus intenciones no se incluía la legalización del PC. Se refería, evidentemente, a aquel PC de 1976, con su posición y sus estatutos entonces vigentes.

Durante largos meses, Suárez mantuvo una serie de complicados contactos clandestinos, en busca de unos logros enormemente problemáticos. Tan problemáticos como conseguir que aquel PC aceptara la monarquía y el sometimiento a una Constitución en la que todos tuvieran cabida, asumiendo la bandera constitucional y renunciando a la tricolor republicana (tremendo compromiso y enorme “trago” interno para Santiago Carrillo y su gente). Si aquello se conseguía, el presidente Suárez tendría el gran argumento justificativo: el nuevo PC ya no sería aquel anterior, imposible de legalizar. La operación era compleja y dificultosa, presentaba riesgos para todos, y podía fallar por cualquier parte. Pero, increíblemente, se produjo el milagro. Si Suárez hubiera manifestado aquel plan a los altos jefes militares, estos se hubieran opuesto frontalmente, haciendo fácticamente imposible la operación. Solo existía una vía, no óptima, pero única posible: el hecho consumado.

Y fue así como el sábado de aquella Semana Santa saltó al aire la gran noticia: el Partido Comunista acababa de ser legalizado, lo que hizo que algunos llamaran a aquel 9 de abril “el Sábado Santo Rojo”. Aquella legalización solo podía hacerse como realmente se hizo: mediante un gran acto de valor y asumiendo unos riesgos inteligentemente calculados. Manuel Fraga, al frente de AP (entonces Alianza Popular) puso el grito en el cielo, manifestando en nota oficial que aquella legalización era “un golpe de Estado que transformaba la reforma en ruptura”. En otras palabras: Fraga jamás hubiera efectuado tal legalización.

Llegamos a la cuestión clave: ¿cuál hubiera sido la repercusión de un PC sin legalizar sobre el resultado electoral del 15 de junio de 1977? Recordemos el resultado de aquellas primeras y decisivas elecciones: UCD: 34,44%. PSOE: 29,32%. PC: 9,33%. AP: 8,21%. ¿Adónde hubiera ido a parar ese 9,33% de votantes comunistas si no hubieran podido votar a su propio partido? ¿Hubieran votado a Suárez si este les hubiera mantenido en la ilegalidad? No hay quien se lo crea. ¿Hubieran votado a Fraga? No hay quien imagine tal disparate. Con toda lógica, en su práctica totalidad, ese 9,33% de comunistas, al no poder votar como tales, no hubieran tenido otra opción razonable que sumar sus votos a los socialistas. Con ello, he aquí el resultado más altamente probable, con inexorable aproximación: PSOE: 38,65%. UCD: 34,44%. Es decir: victoria socialista. Peor todavía: victoria de un oscuro conglomerado socialista-comunista, sin poder discriminar cuántos votos eran socialistas y cuántos comunistas. En otras palabras: a efectos psicológicos, pura reminiscencia fantasmal del Frente Popular, aquel FP de 1936.

¿Qué hubieran hecho los Miláns, Armada, Tejero y compañía, incluidos no pocos de los generales y almirantes participantes en aquella reunión, al encontrarse de la noche a la mañana con un gobierno de izquierdas, al que podían atribuir subjetivamente un predominio comunista? ¿Iba a soportar aquel Ejército un salto directo del franquismo a un gobierno socialcomunista sin que se diera una reacción fulminante por parte de unos militares soliviantados por los continuos atentados que sufrían, y permanentemente incitados por la extrema derecha a la toma del poder? En pocos días, posiblemente en pocas horas, nos hubiéramos encontrado con un Pinochet español. No faltaban precisamente candidatos, deseosos de asumir esa patriótica responsabilidad.

En cambio, aquella legalización —al hacer posible el recuento—, con su efecto clarificador en términos cuantitativos, puso las cosas en su sitio, colocando a cada uno en su lugar y registrando los dos hechos siguientes, ambos decisivos: primero, el predominio del centro (UCD) sobre la izquierda y la derecha (gran factor estabilizador en aquel crítico momento); y segundo, dentro de la izquierda quedaba constatado el aplastante predominio numérico de los socialistas sobre los comunistas, y no a la inversa (otro factor igualmente tranquilizador). Todo ello, gracias a la genial jugada que fue aquella legalización, que dividió el bloque de la izquierda y, al mismo tiempo, clarificó y cuantificó su composición porcentual —dato absolutamente decisivo—, haciendo posible algo enormemente beneficioso: el triunfo del centro en aquella primera experiencia electoral.

Así, en aquel primer periodo de máxima vulnerabilidad (1976-1977), en aquella situación, precaria y amenazadora por tantos conceptos, fueron el valor, la decisión y la inteligencia de Suárez los que impidieron que la democracia quedara aniquilada de forma prácticamente coincidente con la primera experiencia electoral.

Para legalizar al PC no hacía falta ser comunista, ni socialista. Ni marxista, ni socialdemócrata, ni genéricamente izquierdista. Hacían falta requisitos de mucha mayor cuantía. Hacía falta ser sinceramente demócrata, agudamente inteligente, y, sobre todo, increíblemente valeroso. Había que torear aquel enorme toro, había que conseguir aquella legalización y, al mismo tiempo, había que impedir un fulminante “pinochetazo” modelo 1973 o un “coronelazo” a la griega, modelo 1967. Había que evitar el brutal choque de trenes. Para ello había que manejar el cambio de agujas en el momento exacto, con la sabiduría del más experto ferroviario. Y Suárez lo bordó. Los dos trenes pasaron silbando a unos centímetros de distancia, pero el choque se logró evitar. “La concordia fue posible”, resume la lápida que cubre para siempre los restos de su artífice principal.

La visión de Suárez, más allá de todo planteamiento partidista, resultó ser mucho más larga, más ancha y más penetrante que la de Fraga y que la de nadie, en aquella decisiva fase inicial. Después llegarían los desencantos, los fracasos. Pero nadie podrá quitarle a Suárez el mérito de haber abierto aquella puerta hacia una Transición viable, entonces mortalmente amenazada. Amenaza que se pudo soslayar gracias a aquella jugada maestra, fruto de la genialidad, la astucia y el coraje de un dirigente excepcional.

Prudencio García es profesor del Instituto Universitario Gutiérrez Mellado de la UNED y fellow del IUS de Chicago.

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