¿Sabemos lo que votamos?

Los partidos políticos no tienen virtudes. Por eso deberíamos evaluar nuestras opciones políticas en base a las virtudes cardinales de sus dirigentes: prudencia, sentido de la justicia… o de las más contemporáneas, como convicción, cercanía, previsibilidad, emprendimiento..., de las cuales son complementarias.

Abordándolas una a una, veríamos que la prudencia de nuestros candidatos es distinta en cada caso: Sánchez opta por hablar de la regeneración democrática, y Rivera, por expedir salvoconductos morales, de forma que así no tienen que explicar cómo van a traer inversión derogando la reforma laboral; claro que esa cautela no augura mucho más que no se llevarán la vajilla de La Moncloa.

Entretanto, Rajoy ha arriesgado todo con la economía, e Iglesias ha apostado fuerte por criminalizar su eficacia. Pero Rajoy goza de la ventaja de poder exhibir realidades. Por ejemplo: el Gobierno ha resuelto 15.000 desahucios, mientras que los populistas no han alcanzado la centena y algunos ya han manifestado su impotencia. Iglesias, para actualizar su discurso, ha incurrido en el atrevimiento en TVE de exigir contratos perjudiciales para los trabajadores, por desconocer que un convenio colectivo tiene fuerza normativa; o lo que todavía es más osado: transmigra peligrosamente de guardia rojo chavista a Mortadelo socialdemócrata, cuando pintan mal las encuestas.

Sabemos lo que votamosTanto como la prudencia, la idea de justicia debería ser congénita a un dirigente político, e Iglesias con su inmoderación no puede gobernar para todos. Hay que reconocerle, en cambio, intuición, táctica y fortaleza. Rajoy también ha exhibido estas cualidades, pero de otra guisa: bregando contra la crisis, toreando la secesión en Cataluña, aguantando de manera estoica el pimpampum de la prensa por sus errores en la lucha contra la corrupción, o padeciendo el piove, porco governo, sin evidenciar que la presión lo altere lo más mínimo o le salga –como a Txipras– un herpes por el estrés.

Sánchez lo ha tenido difícil con Susana Díaz y ha traslucido que es un buen encajador. Así y todo, sus obstáculos y nivel de emprendimiento han sido escasos comparados con los experimentados por Rivera o Iglesias. Sánchez, como Obama,

is a good campaigner but a bad politician. Es un hombre sonriente, agradable y cortoplacista, con tendencia a equivocarse, lo cual en la oposición es más llevadero. Tiene más altura que talla, por esa impredecibilidad que tanto le perjudica, a mitad de camino de todo. Talla en el PSOE la hubo en su día en los gobiernos de González; desde entonces reinan las medianías con algunas excepciones: Fernández, Iceta, Gabilondo…

Otra historia es la cercanía. Algunos la confunden con la sobreexposición a los medios. Los contoneos de pasillo de Sánchez e Iglesias, o los posados de Rivera, solo son prueba de falta de madurez: olvidan que preocuparse tanto de la imagen suele ser malo para la imagen. Cuentan que lo único que hizo Jefferson por su figura fue corregir un panfleto biográfico. Jackson y Lincoln fueron criticados por su falta de empatía y relaciones públicas. ¿Les suena? Y sin embargo, ¡qué presidentes tan eficaces terminaron siendo! Rajoy es acaso el menos empático de los cuatro, pero también el menos narcisista. De continuo los expertos en comunicación venden notoriedad por buena imagen, cuando la imagen se tiene o no se tiene, y si es mala, la notoriedad es devastadora. Seguro que Iglesias o Mas ya lo han aprendido.

La templanza es el punto destacado de Rivera, demostrada en los acosos sufridos en el Parlament. También de Rajoy, que la evidenció el día del simulacro de referéndum en Cataluña cuando todo el país le pedía una intervención en caliente y no perdió la serenidad. No se habría podido esperar lo mismo de un Sánchez que dispara primero, reflexiona después y se calla luego para ver si nos hemos olvidado, o de un Iglesias con la cólera y arrogancia del que nunca se equivoca. Su triunfalismo impetuoso permite recordar que cuando hace meses los comunistas ganaron las elecciones en Grecia categorizó: «¿Veis cómo no ha pasado nada?». La próxima vez que lo repita, quizá la gente salga disparada a los cajeros.

A menudo, los candidatos en elecciones suelen fiar su capacidad de convicción a la calidad de su oratoria. Siempre fue así. Al discursear Cicerón, la gente decía: «Qué bien habla», y Sánchez tiene un buen discurso, pero cuando Demóstenes hablaba la gente se ponía en marcha, e Iglesias y Rivera reproducen mejor ese entusiasmo. Rajoy, por su parte, ofrece en su monótona pero irrefutable argumentación reminiscencias de la sensatez de Séneca, menos brillante pero más segura.

El caso es que las comparaciones, además de odiosas, son esclarecedoras. Rajoy, con aspecto decimonónico de registrador de la propiedad y sin la etiqueta de «nativo tecnológico», es el más sólido –con mucho– de los cuatro candidatos. Goza de la ventaja indiscutible de que con él se sabe a quién se vota. Con Sánchez puede ocurrir cualquier extravagancia: se apunta a todo, por contradictorio que resulte, con tal de ser presidente. ¿Podría darle a Podemos acceso al gobierno si con Ciudadanos no le salieran las cuentas? Rotundamente sí, la segunda vez todo es más fácil y la bandera le duró una semana. Rivera, con mayor preparación, realismo e incluso recorrido que Iglesias, no tiene, sin embargo, margen para lo fortuito: el cuarto candidato es el más penalizado por la regla D´Hondt.

La presidencia de España, en cualquier caso, no puede adjudicarse al primer osado que la pretenda. Recordemos que en la empresa se valoran dos tipos de currículums: los muy buenos y los buenos (como ya nadie tiene un mal currículum, estos son los malos). Un currículum singular se concreta en cosas difíciles de lograr, y quienes carecen de esos títulos tratan de engalanarlos con más posgrados que grados. Es la presión de la cantidad. Pues bien: nuestros tres jóvenes candidatos ofrecen currículums que apuntan más inquietudes que excelencia.

En fin; no escribo para convencidos, sino para descarriados, y tengo la onerosa sensación de que en estos prima más el análisis que la síntesis. Conocen lo que votan, no lo que eligen (un voto por Vox o PSOE en Madrid fue un voto para Carmena, un voto por Ciudadanos podría ser un voto para Sánchez, y un acuerdo preelectoral entre PSOE y Ciudadanos, un voto a Iglesias). Por esa misma razón, la unidad de España no se votará en las elecciones catalanas, las gane quien las gane; se pondrá en cambio a prueba en los acuerdos de las elecciones generales, y ese es el voto con el que hay que acertar.

Afortunadamente, la oportunidad para la sensatez va a tener una segunda vuelta: esperemos que las consecuencias que saquemos de nuestras calamidades no sean, esta vez, tan calamitosas.

José Félix Pérez-Orive Carceller, abogado.

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