Saber decir que no a tiempo..., señora ministra

España está inmersa en la mayor recesión económica de su historia contemporánea, y quizás de toda su dilatada historia. Cuando la economía ocupa y preocupa a casi toda la sociedad que asiste indefensa a su hundimiento después de haber creído, de forma acertada o errónea, que pertenecía a una de las sociedades más prósperas del planeta, resulta sorprendente no encontrar voces en el ámbito económico que clamen, que exijan, que aporten, que luchen, por encontrar soluciones tendentes a que los poderes políticos escuchen a los economistas y tomen sus decisiones al amparo de sus criterios. En estos tiempos en que parece que las únicas medidas posibles son las keynesianas no estaría mal acordarse de lo mucho que le gustaba a Lord Keynes comparar la economía con la medicina: «Los economistas terminarán por ser técnicos útiles a la sociedad a la manera de los dentistas, prescribirán recetas y consejos gracias a los cuales se corregirán dolencias como el paro y la inflación». Pero ¿por qué nadie discute al dentista su decisión de ponernos un implante y sin embargo todos opinamos en el terreno económico cuando es necesario no fijar un implante sino sustituir la dentadura entera? Ello no significa, ni muchos menos, que los ciudadanos no deban estar, no sólo informados sino también formados en el terreno económico, porque el desconocimiento económico de la masa ha provocado grandes desastres. Ya el célebre economista británico Stanley Jevons afirmaba hace más de un siglo que «no puede caber ninguna duda de que es extraordinariamente deseable infundir las verdades de la economía política entre todos las clases de la población y por todos los medios disponibles, pues de la ignorancia de estas verdades nacen en su mayoría los peores males sociales».

Llegados a este punto algún lector, probablemente, coincidirá con estas reflexiones pero sin embargo opinará que nos estamos moviendo una vez más en el campo de la teoría y de que ya es hora de aplicar medidas realmente eficaces y a poder ser novedosas. Tendría que replicarle que economistas de la talla de Keynes no nacen todos los días, por lo que tenemos que «jugar» con las «recetas» a nuestro alcance hasta que surja la nueva medicina. Y una de estas antiguas recetas nos la proporcionaba con los pactos de La Moncloa recién firmados a unos estudiantes jovencísimos de económicas, entre los que me encontraba, el catedrático Fabián Estapé, a quien interrogábamos sobre la salida a la situación económica caótica en la que nos encontrábamos, dándole la razón una vez más al gran economista Schumpeter, quien afirmaba que todos los individuos siempre creen que la crisis que están viviendo es la peor nunca acontecida. Y el profesor Estapé, con su sarcasmo y brillantez habituales, nos repetía que lo único que había que hacer para resolver la crisis que nos azotaba era lo que preconizaba su colega, íntimo amigo y a la sazón vicepresidente económico del Gobierno, Fuentes Quintana: saber decir que no. Para el profesor Fuentes Quintana no existía trabajo más fácil que el del ministro de Economía en tiempos de crisis, dado que consistía casi y exclusivamente en saber decir que no a todo el mundo, pues todo aquel que se acercaba y se acerca, Sra. Salgado, al ministro de Economía lo hace con la intención de pedir algo, algo que suele materializarse en un concepto que los economistas conocemos desde que desapareció la economía de trueque y que se denomina dinero. Pero el dinero, vínculo que une a las naciones de corte civilizado, que para algunos parece que no tenga nunca fin, que sea inagotable, elástico, que se reproduzca, es algo sumamente codiciado en épocas de crisis y sobre todo por las administraciones públicas. Sin embargo este bien tan preciado goza, de una característica, como es la de tener que ser reembolsado y como señalaba Fuentes Quintana «no quiero que las generaciones venideras me recuerden por culpa de las ingentes cantidades que les he dejado a deber». Al menos puede estar tranquilo porque no se ha asegurado la inmortalidad por haber cometido algún error espectacular.

He pretendido, con esta anécdota, transmitir que el primer ABC para luchar contra la crisis es saber decir que no, o lo que es lo mismo en este contexto, contener el déficit público. Quizás la percepción ciudadana en un primer momento sea negativa ante «un apretarse el cinturón» por parte del sector público y más en un país que ha superado los tres millones de funcionarios y que cuenta con diecisiete autonomías. No obstante puedo asegurarles que todos los individuos, tanto ocupados como desocupados, se beneficiarán de ello a medio y a largo plazo y que las medidas de ajuste que deben adoptarse son más fáciles de ejecutar en un principio de legislatura que cuando ésta llegue a su fin y se inicia el proceso electoral. Por lo tanto manos a la obra: sentemos a los agentes sociales y expliquémosles el futuro que les espera a los españoles si todas las partes no ceden en sus posturas. Contémosles que Joan Robinson, esta economista ecléptica de corte keynesiano pero coincidente en muchos planteamientos con los postulados marxistas, ya nos decía que a las empresas hay que motivarlas porque si carecen de «espíritu anímico» no habrá crecimiento económico, y para ello hay que ser capaz de impulsar las condiciones técnicas, la investigación, la mejora en la educación (la gran asignatura pendiente de la política española). Centrémonos e invirtamos en aquellos sectores con recorrido: tecnología, electricidad, medio ambiente, telecomunicaciones. Pensemos que los sujetos económicos enfermos (llámese sector ladrillo), no nos sacarán de la actual crisis. Como a todos los enfermos graves lo cuidaremos pero evitemos los subsidios siempre inútiles (a los estudiantes de ciencias económicas siempre les repetimos que las palabras subvención y subsidio deberían desterrarse del vocabulario económico) y no sólo no se acomete este empeño sino que parece multiplicarse. Ha llegado la hora de las soluciones drásticas, en palabras del premio nóbel de Economía, Solow, medidas contundentes. Puestos a ser intervencionistas, que no proteccionistas ni estatalistas, puestos a incrementar el déficit, hagámoslos con herramientas que consigan efectos positivos lo antes posible, ya que la economía goza de un componente psicológico importante que es clave tanto en épocas de euforia como de depresión económica. ¿Por qué no destinamos una cantidad del gasto público a pagar las enormes deudas que los ayuntamientos han contraído con las pequeñas empresas a las que tienen ahogadas, en lugar de financiar «bombillas» o meros proyectos carentes de sentido que a medio plazo acarrearán más gastos de mantenimiento? Pero no olvidemos que este tipo de políticas intervencionistas tienen que ir acompañadas de liberalizaciones. ¡Cómo no estar de acuerdo con las declaraciones realizadas hace pocas fechas por el gobernador del Banco de España, al que creo que ningún economista tachará de ser conservador, en sus postulados en relación a la liberalización del mundo laboral! (hemos perdido un 30% de competitividad frente a Alemania). Pero también unifiquemos las políticas económicas de las distintas comunidades autónomas que componen el territorio español. Si la empresa schumpeteriana tiene que ser el motor de reactivación del tejido económico de nuestro país, reduzcámosle los impuestos de forma provisional.

Toda crisis tiene un principio y un final y ésta, a pesar de sus tintes severísimos, no va a ser la excepción, pero por favor pongamos toda la carne en el asador y no dejemos transcurrir más tiempo sin intervenciones quirúrgicas porque el tiempo en economía es también un bien preciado y la política económica de nuestro país nos ha dejado desde 1940 claros ejemplos de cómo el no haber atajado el mal en su momento ha llevado a convertirla en un enfermo incurable.

Isabel Estapé

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