Saber discrepar

La decisión del Pleno de los jueces de la Audiencia Nacional de mantener a De Juana Chaos en las mismas condiciones carcelarias se sitúa en una compleja maraña de problemas morales, jurídicos y políticos que tiene que afrontar una sociedad exageradamente polarizada, en la que se dio una perversa judicialización de la política que ha venido seguida de una politización notable de la justicia; una sociedad, la vasca, en la que la deslegitimación de las instituciones democráticas es un problema básico para la normalización de la vida ciudadana. La decisión judicial ha encontrado las reacciones más opuestas, desde quienes la consideran un gran éxito de la lucha antiterrorista y un varapalo al Gobierno (así el PP) hasta quienes la califican de despropósito (Gobierno vasco) o un ataque frontal al proceso de paz (lo que no dijeron cuando el atentado de Barajas) o, más simplemente, una expresión de especial gravedad de la persecución contra la izquierda abertzale. En medio de tanta confusión y apasionamiento, lo más necesario es deslindar los problemas, jerarquizarlos y procurar que los argumentos prevalezcan sobre la pasión.

Los aspectos jurídicos de esta cuestión, evidentes e importantes, me parecen penúltimos. Me voy a expresar con crudeza para ponérmelo difícil a mí mismo. La huelga de De Juana Chaos es un pulso al Estado de Derecho, un chantaje para que ceda, un movimiento táctico para introducir la discordia entre las instituciones y entre quienes se oponen al terrorismo, porque sabe que está en juego una decisión judicial –la que le condenó a 12 años por las opiniones emitidas en dos artículos de prensa– que ha sido controvertida, como sabe que la actitud del fiscal en el recurso que ha elevado al Supremo puede rebajar sustancialmente la pena que le ha sido impuesta. De Juana Chaos había sido condenado a más de 3.000 años de cárcel por su participación en 25 asesinatos, pero se benefició de una legislación entonces muy benévola y podía estar en la calle tras cumplir 18 años de prisión y sin mostrar el más ligero arrepentimiento. Basta ver la foto en la que aparece en la cama del hospital con el puño levantado para comprender que sigue siendo un militante radical y que su huelga de hambre es un elemento de su lucha de siempre. Su imagen se enarbola en las manifestaciones del abertzalismo radical como la de héroe y víctima a la vez. No me parece una extrapolación excesiva pensar que De Juana Chaos se juega la vida para echar leña al fuego, para poner en un brete a las instituciones democráticas e impulsar el proyecto político y violento que es la causa de su vida.

Quizá se podría decir que quien antes atentó contra la vida del prójimo sin escrúpulos, pero con riesgo, ahora atenta contra la suya propia, movido siempre por el mismo fanatismo ideológico que hace ver la realidad de forma totalmente distorsionada. En mi opinión el primer criterio a tener en cuenta es moral y prejurídico: para el Estado democrático la vida de la persona es el valor supremo –aquí radica su grandeza y superioridad última sobre el terrorismo que combate– y debe velar incluso por la vida de quienes atentan contra la suya propia; más aún si, como en el caso de los encarcelados, su existencia entera está especialmente bajo su control. Contra lo que se ha dicho, no creo que un recluso tenga ningún derecho a quitarse la vida; más bien pienso que el Estado tiene la obligación de cuidar para que no lo haga. Por eso y dado que los médicos consideran que si sigue en las actuales condiciones carcelarias su vida corre grave peligro, yo habría sido favorable a modificarlas situándole, por ejemplo, en arresto domiciliario con permanente vigilancia médica y policial. La sentencia se basa en que De Juana Chaos se encuentra en su actual situación por voluntad propia. Ya, pero el Estado democrático, que debe impedir muchas cosas que los delincuentes hacen voluntariamente, también debe velar eficazmente por su vida, incluso contra su propia voluntad. Por otra parte, es evidente que en estas condiciones, contra lo que ha dicho el portavoz de la oposición, no hay ningún peligro de que De Juana Chaos pueda huir de España. La democracia no debe ceder ni un solo centímetro ante los violentos, pero es políticamente inteligente impedir que el destino de un asesino aliente el victimismo y la violencia.

Hemos asistido a muchas huelgas de hambre, en países diferentes y por causas bien diversas. Considero que, en determinadas circunstancias, de dictadura sobre todo, puede ser un gesto testimonial y positivo, que movilice a la opinión pública y reivindique una causa justa que no tiene otros medios para expresarse. Pero ni en el más justo de los supuestos es legítima una huelga de hambre que ponga en serio peligro la vida de quien la realiza. El recurso de De Juana Chaos a la huelga de hambre a ultranza, y así es como la plantea, me parece una actitud aborrecible, fanática e inmoral. Y no es una consideración baladí, aunque resulte perfectamente inútil para el afectado y para quienes piensan como él en el País Vasco. Es un sarcasmo que se considere que el rigor de los jueces dificulta el mal llamado proceso de paz y no se tenga en cuenta que el protagonismo arrogante y victimista de De Juana, con el eco que produce en un amplio entorno social, es una afrenta continua a tantas víctimas como ha causado con unos delitos de los que penalmente ya se ha librado.

De lo dicho se desprende que, en este caso, discrepo de la decisión tomada por la Audiencia Nacional. Además se trata de un tema sensible y con serias connotaciones morales. Tampoco se escapa que el gran apoyo de la decisión (12 jueces contra 4) impide el recurso a las etiquetas manidas de jueces ‘progresistas’ contra ‘conservadores’. En este caso las variables son especialmente complejas (jurídicas, de jurisdicciones, políticas, morales). Podemos tener distintas opciones ante dilemas morales que se plantean a las instituciones democráticas, pero es un deber de todos, sin renunciar a las propias opiniones, defender estas instituciones. Y esto es de actualidad porque la ofensiva contra la judicatura en el País Vasco, que existe desde hace tiempo (recordaremos siempre la manifestación en San Sebastián, encabezada por altos cargos del Gobierno vasco, ante el Palacio de Justicia, cuyas cerraduras cegaron con masilla) y reavivada esta última temporada me parece intolerable. En el País Vasco de nuestros días, con unos jueces convertidos en objetivo del terrorismo, organizar una manifestación contra unas decisiones judiciales no es sólo una insensatez, sino jugar con fuego. Si Dios no lo remedia, las calles de Bilbao serán testigos el lunes de una lamentable expresión de demagogia, caudillismo y, no lo podemos ignorar, del intento de poder controlar el poder judicial como se va controlando todos los resortes de la sociedad vasca. Es una gran irresponsabilidad que se deslegitime un bastión clave de la democracia, la judicatura, por los responsables mismos de las instituciones democráticas. Lo digo precisamente hoy cuando manifiesto claramente mis discrepancias con la decisión que han tomado los jueces.

Rafael Aguirre