Por Antonio Garrigues Walker, jurista (ABC, 12/03/12):
En el año 280 a.C., Pirro, Rey de una parte de Epiro en Grecia, acudió con su ejército a Tarento, una ciudad en el sur de Italia, para ayudar a los que allí se habían sublevado contra el dominio romano. Estaba en su ánimo ampliar el poder territorial y político en esa área y por ello organizó una poderosísima fuerza bélica de más de veinticinco mil hombres, a los que se añadieron veinte elefantes, un arma que sorprendió grandemente e infligió graves daños a los romanos. Pirro salió victorioso de la batalla pero al comprobar las cuantiosas bajas que sufrió su ejército ante un enemigo mucho menor en número y equipamiento, exclamó desolado: «otra victoria como ésta y estoy perdido». ¿Habrá que hacer ahora una reflexión parecida?
Hagamos, antes de contestar esa pregunta, el siguiente análisis: el conflicto con Irak no se hubiera producido si no hubiera tenido lugar el 11/S;/ la invasión de Irak debió ir precedida de una resolución concreta autorizándola del Consejo de Seguridad, tema por el que lucharon con fuerza pero sin éxito Gran Bretaña y España;/ si hubiera sido preciso los EE.UU. hubieran invadido Irak incluso con una resolución contraria de la ONU y sin apoyo de ningún país;/ con esta invasión, los EE.UU. han querido (y quieren) advertir a los países del área y en general al mundo que en temas relacionados con el terrorismo no están dispuestos a aceptar ni más riesgos, ni más juegos, ni más bromas;/ el papel de Europa en este conflicto ha sido, en su conjunto, especialmente pobre y torpe;/ Gran Bretaña y España, de un lado, y de otro, Rusia, Alemania y Francia no hicieron lo suficiente -y en algunos casos sí lo contrario- para generar un consenso europeo;/ se han abierto como consecuencia de este conflicto, todas las cajas de Pandora que podían abrirse en relación con el orden internacional vigente, cuya obsolescencia se ha hecho dramáticamente visible;/ el tema más importante, el más decisivo y el más peligroso es el del funcionamiento del liderazgo americano en relación con la capacidad de respuesta del resto del mundo y, de forma especial, de la capacidad de respuesta europea. Veamos cómo se plantea este tema.
En dos Terceras de ABC (12/6/01 y 7/11/02) -hago la cita para que no parezca oportunismo- advertí que el mensaje que nos enviaba el gobierno Bush era el siguiente: «Nosotros sabemos y decidimos lo que hay que hacer y así mismo cómo y cuándo hay que hacerlo y quienes no estén de una forma clara e inequívoca con nosotros, deben saber que estarán contra nosotros y tendrán que afrontar las consecuencias». Este sigue siendo -ahora un poco más acentuado- el mensaje actual de un gobierno norteamericano influido, desde dentro y desde fuera, por hombres y mujeres, que al igual que su presidente, representan un nuevo pensamiento neoconservador (se les llama «neocons») cuya característica básica es el conservadurismo en grado profundo y el americanismo en su versión más nítida y radical, un americanismo que ha desembocado en la convicción absoluta de que ellos y sólo ellos pueden y deben arreglar este peligroso y caótico mundo y en concreto erradicar el terrorismo -su único enemigo exterior- de la faz de la tierra. Se ha producido así una decisión crucial, una decisión histórica, que parece irreversible, de pasar de un simple sentimiento de superioridad a asumir, con todas las consecuencias, el liderazgo mundial, un liderazgo al que hasta ahora se habían resistido decididamente porque de un lado, no se sentían competentes ni capacitados para ello y de otro, porque pensaban que no era necesario y finalmente porque no les interesaba demasiado. Tenían más que suficiente con ellos mismos.
Una vez aceptado que quieren asumirlo ¿a qué género de liderazgo americano podemos aspirar? He aquí la gran cuestión en la que, antes o después, todos tendremos que tomar postura. El debate se ha iniciado ya con vigor y con urgencia en los Estados Unidos. Joseph Nye en su libro «Paradojas del Poder Norteamericano» y Robert Kagan, en «Poder y Debilidad» representan bien las dos tendencias básicas y con ambos se han celebrado recientemente debates serios y duros en la Fundación José Ortega y Gasset. Nye es partidario de que su país utilice más el «poder blando» que «el poder fuerte», que respete la existencia de un orden internacional y que no rompa sin más los esquemas actuales y muy especialmente la relación atlántica. Y desde luego no está solo. Una gran parte de la intelectualidad americana, el partido demócrata en su conjunto (aunque por razones políticas coyunturales no puedan airear su posición) y muchos millones de americanos discrepan, con mayor o menos intensidad, de la política actual de su gobierno. La gran mayoría da por seguro que Al Gore, de haber alcanzado la Presidencia, no hubiera actuado al margen de las Naciones Unidas y, así mismo, que la política exterior americana podría cambiar substancialmente si Bush pierde las elecciones del 2004, una elección complicada para él porque -según un comentarista- «le va a ser difícil cohonestar sus ansias imperiales con un monstruoso y creciente déficit fiscal». La economía, según muchos expertos, puede jugarle -como sucedió con su padre- una mala pasada. Por su parte, Robert Kagan, proclama la legitimidad de su país para decidir por sí sólo las acciones que convengan a su interés, descalifica a la ONU como institución estéril, señala con acierto las diferencias y las divergencias básicas y profundas entre Europa y los EE.UU., se recrea y hasta se ensaña en las debilidades europeas y se formula interesadamente la siguiente pregunta: «¿Puede Estados Unidos prepararse y responder a los retos estratégicos que plantea el mundo sin demasiada ayuda en Europa?» Y él mismo se responde: «Ya lo estamos haciendo». De hecho, Kagan, recomienda a los europeos que aceptemos sin reservas «la nueva realidad de la hegemonía de los Estados Unidos» y nos anima, sin pudor alguno, a que reconozcamos que «el poder de Estados Unidos, incluso cuando se emplea bajo un doble rasero, puede ser el mejor medio para el progreso humano, quizás el único medio». Por más que nos irrite, por más que nos cueste, merece la pena tener en cuenta su posición y sus argumentos porque coinciden en gran medida con los del núcleo duro (Cheney, Rumsfeld, y sobre todo, Wolfowitz y Abrahms) del gobierno Bush, en el que Colin Powell sigue siendo -cada vez con más dificultades- la última «esperanza blanca» de la relación atlántica.
Además de aceptar que ha perdido una nueva batalla, ¿qué puede hacer Europa ante estas nuevas y duras realidades?, ¿qué puede hacer la vieja y sabia Europa con una natalidad en decadencia vertiginosa, dato grave que no debe olvidarse; con pocos recursos y aún menor voluntad de construir un poder militar; con un proceso de unificación cada vez más lento que puede complicarse hasta el absurdo con la inexorable y necesaria ampliación; con enfrentamientos entre un eje anglo-español, no tan artificial ni coyuntural como algunos piensan y el eje tradicional europeo que es el franco-alemán, que si quiere sobrevivir tendrá que revisar a fondo sus planteamientos; con una crisis económica que tiende a agravarse peligrosamente; con un cansancio histórico profundo y, con un grave descenso de los niveles éticos y del vigor moral? Con todo eso a cuestas tenemos dos opciones: aceptar un largo periodo de decadencia, eso sí, llena de encanto, de romanticismo y de calidad estética o generar un cambio radical de actitudes. Intentaré analizar próximamente este dilema con el debido cuidado pero quiero anticipar mi posición: Europa tiene que estar presente. Sin Europa no hay solución civilizada y por lo tanto no hay solución posible. Europa tendrá que aceptar y apoyar de forma inequívoca el liderazgo americano como el único válido y también como el más conveniente desde todos los puntos de vista, pero al propio tiempo tendrá que dejar muy claro que ese liderazgo sólo podrá ejercerse con respeto a los principios de legitimidad y legalidad internacional y además con buenas formas, con buenos modales, con «good manners». Habrá que crear, sin duda, un nuevo orden capaz de dirigir esta era de la globalización y en ese nuevo orden los EE.UU. -que tienen la mayoría absoluta de los poderes de la tierra- ejercerán una influencia decisiva pero por el bien del mundo y por su propio bien, tendrán que renunciar, entre otras cosas, a la guerra preventiva, a la venganza directa y en resumen a la ley del más fuerte. En otro caso deberíamos decir, como Pirro, «otra victoria como esta y estaremos perdidos».