Saber triunfar

En la carrera de un general romano no había mayor honor que ver reconocidos sus logros por el Senado con la celebración de un triunfo.

Surgidos en el periodo monárquico, e inspirados en ritos griegos y etruscos anteriores, los triunfos eran una ceremonia militar-religiosa, reservada a las proezas bélicas más excepcionales, que consistía en un imponente desfile por las calles de Roma del general victorioso acompañado de sus tropas, que culminaba frente al templo de Júpiter en el Capitolio, donde se llevaban a cabo sacrificios y ofrendas rituales. El homenajeado vestía con una toga especial decorada con los colores propios de la divinidad, el oro y el púrpura, que solo podía usar ese día, además de portar una corona de laurel; igualmente, como parte de los festejos, se organizaban banquetes por toda la ciudad, y se exhibía en procesión el botín de guerra junto a los líderes enemigos hechos prisioneros, y a animales o plantas exóticas, traídas desde las zonas en las que se habían librado los combates.

Con todo, si aún se recuerda hoy la figura del triunfo fuera de la historiografía, no es por la pompa y los fastos que la envolvían, sino por uno de sus elementos más pintorescos: la intervención de un esclavo, o quizá un compañero militar, que instaba al general distinguido a no olvidar, pese a todo, su naturaleza mortal. Esta costumbre, cuya existencia está avalada por testimonios de la época, pero que puede que no se respetara siempre, especialmente durante el Imperio, tenía como propósito templar la vanidad de quien por lo demás iba a ser tratado ese día casi como un dios. Mil seiscientos diecisiete años después de que Roma celebrara su último triunfo, el mensaje que planteaba esta práctica ha sobrevivido, convertido en una advertencia general ante los peligros de la arrogancia y la autocomplacencia. Este aviso nace de las palabras que pronunciaba el esclavo, sintetizadas popularmente en la expresión latina ‘memento mori’, recuerda que morirás, pero también, incluso tal vez con más fuerza, de la identidad y condición social de su emisor, que marcaba con su presencia una contraposición tácita de destinos.

Frente a la idea del “’memento mori’, los generales podían haber replicado con suficiencia que, aunque algún día estuvieran abocados a morir, entretanto jamás conocerían la derrota; sin embargo, la situación del esclavo reflejaba otra faceta de la mortalidad que ningún ser humano está en disposición de eludir: la falibilidad, la posibilidad de equivocarse o fracasar. Una flecha más alta, un adversario más audaz, o un simple error de cálculo, y el desfile de la victoria podría haber tenido lugar en otra ciudad y los papeles hallarse invertidos, siendo el general el cautivo. Ante esta realidad, el hecho de que no ocurriera aporta consuelo, pero solo en relación al presente. Por más que las flechas lanzadas y esquivadas ya no pueden hacer daño, en el carcaj de la vida siempre cabe que haya más dispuestas a herir si se les da la oportunidad. Sirva de ejemplo el caso de Pompeyo, que habiendo protagonizado algunos de los triunfos más suntuosos de la historia romana, si no los mayores, perecería en el curso de la guerra civil que libraba con Julio César. O el de Estilicón, que celebró un triunfo en el año 404 d. C. junto a su yerno, el emperador Honorio, como tributo por haber vencido al rey visigodo Alarico I. Cuatro años más tarde, sería ejecutado por orden de Honorio; y apenas dos años tras su muerte, Roma, saqueada por el mismo Alarico contra el que Estilicón había alcanzado la gloria. En definitiva, la lección que brindaba el esclavo al general triunfante, y que aún sigue transmitiendo hoy a cualquiera que quiera escucharla, es que el éxito se conquista día a día y no está garantizado, porque nadie es inmune al error. Dormirse en los laureles ha sido siempre arriesgado, lleve uno o no el título de César.

No se equivoca Obélix cuando dice desde las páginas del cómic que estaban locos los romanos, porque es así, lo estaban, pero, en general, no más que nosotros. Nos cuesta poco esfuerzo reconocernos en sus intrigas, en sus pasiones, o en sus absurdos; en el gesto de Julio César aprovechando la corona para disimular su calvicie. Por eso, el deseo de conseguir un triunfo tampoco nos resulta extraño. Subsiste en la carrera espacial, y de egos, que disputan Elon Musk, Jeff Bezos o Richard Branson; en la eterna obsesión por el poder, o por esos quince minutos de fama de los que hablaba Warhol. En ese sentido, la historia de los triunfos contiene una última enseñanza, útil para el 2022 y para los años que vendrán, para el ciudadano y para el político. No siempre buscamos la luz donde debemos. A veces el oro que tanto codiciamos, y por el que tanto sacrificamos, solo es un trofeo de hojalata pintado de amarillo.

Gonzalo Castro Marquin, jurista.

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