Sade: el deseo y el poder

"Ver sufrir sienta bien, hacer sufrir es aún mejor”. La lectura de la frase del marqués de Sade, recogida en la exposición del Museo de Orsay, me hizo recordar la historia de aquella mujer que, en aplicación de la máxima, solo alcanzaba el orgasmo tras relatar con excitación creciente y riqueza de detalles sus experiencias sexuales con el amante anterior, hasta conseguir que su pareja se sintiese destrozado por la humillación. De forma más delicada, Carlos Fuentes cuenta el malestar que le producía la presencia de las fotografías de amantes de Jean Seberg sobre la mesilla de noche. Para tales casos, el Kamasutra menciona como alternativa que la enamorada, si el hombre le habla de una rival, abandone el lecho. Claro que el tratado indio está basado en la búsqueda del goce recíproco, “cuando hombres y mujeres actúan atendiendo al placer de cada uno de ellos”. Del equilibrio depende la felicidad.

Sade inscribe su filosofía del sexo en una concepción opuesta. Su principio consiste en la voluntad de lograr una plena satisfacción del deseo, con frecuencia en grupo, pero siempre a partir del individuo, ejerciendo un dominio absoluto sobre los recursos ofrecidos por los cuerpos que le o les están sometidos. El deseo es un vector que impulsa al hombre —aunque el lesbianismo cuente también— a imponer una relación donde sus impulsos, cualesquiera que sean, se afirman sobre el otro, de forma ilimitada, hasta la destrucción. Es así como el desenlace de Las 120 jornadas de Sodoma ofrece todo un repertorio de snuff literario. La clave para que funcione esa dinámica de placer y muerte es el poder de quien la protagoniza, tanto para determinar la iniciación y el modo de la secuencia sexual, o de la orgía, como en la fijación de su alcance.

Sade: el deseo y el poderEl marco sociopolítico del último tercio del siglo XVIII ayuda a entender las ideas de Sade. Sobre todo por corresponder al periodo prerrevolucionario en el cual se registró la oscilación pendular entre una apertura preliberal de la nobleza y su encastillamiento ante un futuro incierto para su hegemonía. El dualismo consiguiente es un rasgo que aparece con insistencia. Así entre nosotros, el rousseauniano Cabarrús denuncia cómo las mujeres son casadas por sus padres atendiendo solo a un descarnado interés, justo lo que él mismo practica con su hija, la futura Madame Tallien. Samaniego añade en la oscuridad El jardín de Venus a sus fabulitas, y dedica a su tío, el ilustrado Peñaflorida, una despedida asimismo oscura. El sentimiento humanitario tropieza con la conciencia estamental; el racionalismo con su propia insuficiencia para dar cuenta de la realidad. Son las dos caras de la Ilustración, que en Francia personifica el conde de Mirabeau, próximo a Sade por excesos sexuales y experiencia carcelaria, protagonista de la primera fase de la Revolución, luego traidor a la misma, defensor de los derechos humanos y notorio libertino.

En Sade, el dualismo se sitúa políticamente en el mismo terreno, de oscilación pendular entre el rechazo de un despotismo que le traslada como a Mirabeau de una prisión a otra por las lettres de cachet, decisiones arbitrarias del rey, y el distanciamiento del jacobinismo. A pesar de su actividad en una sección revolucionaria de París, el “moderantismo” de Sade le hubiera llevado a la guillotina sin la caída de Robespierre. En su escrito más conocido del periodo, La filosofía del tocador, lo que le preocupa es que la revolución adopte sus posiciones sobre la liberación del deseo, aprobando el repertorio de conductas libertinas, incluso el crimen, para permitir a los individuos ejercer su “dosis de despotismo”. “La depravación de las costumbres”, afirma en otro lugar, “es necesaria al Estado”.

El estado de naturaleza establece la supremacía en todo —propiedad, sexo— del más fuerte. Ello no impide que como admirador de Rousseau, Sade inserte en su narración epistolar prerrevolucionaria, Aline y Valcour, una novela filosófica, la historia de Sainville y Leonora, donde la utopía del reino de Zamé muestra una sociedad feliz en que imperan la igualdad de bienes y la meritocracia, no hay cárceles ni crímenes. Su antítesis es el despotismo político y sexual de otro reino supuestamente visitado por ambos, el de Maâcoro, este sí ajustado al patrón descrito en Las 120 jornadas. En su vuelta al mundo literario, Sade ofrece varias profecías, entre ellas dos muy lúcidas: la de una colonización europea destructora y la de la grandeza futura de “la república de Washington”, la cual sobre el ejemplo romano, “subyugará primero a América y luego hará temblar la tierra”.

Un libertinaje ampliamente difundido es el marco en que se desenvuelven vida y obra de Sade. Libertinaje implicaba conversión en uso social de la primacía otorgada a la satisfacción sexual por quienes estaban en condiciones de ejercerlo. Fue así la expresión concreta del privilegio ejercido sobre el mundo de clases populares, y por tanto de mujeres, niñas y adolescentes, disponibles para su uso, abuso y desecho.

Es un punto en que la escritura de Sade parece casi siempre provocación, si bien vale también ocasionalmente como testimonio sociológico. Hoy sabemos que la pedofilia en el clero no solo era el invento de un ateo, sino una perversión ampliamente difundida. Otro tanto sucedía con la inmoralidad en los conventos. Los grandes y los peores libertinos en todos y cada uno de sus libros, corresponden a las altas categorías del antiguo régimen. Detentan el poder, su forma de actuar es necesaria e inevitable, pero son a cual más perverso y repulsivo. Es la diferencia que separa a Sade de otros autores libertinos, y en particular de su pariente Mirabeau. En El libertino de calidad, Mirabeau describe una trayectoria festiva, el recorrido de un depredador en busca de piezas (y de pago por sus servicios). Sade, con Las 120 jornadas, en el recinto cerrado del castillo, lejos de la mirada de las leyes, sigue el camino opuesto, al presentar una clasificación enciclopédica de las prácticas libertinas, según una combinatoria que martillea incesantemente sobre el lector hasta la final orgía de crímenes.

La angustiosa experiencia carcelaria de Sade debió contribuir a la extremosidad de los relatos, y el reconocimiento de esta circunstancia propició que en los años sesenta y setenta la dimensión negra de Sade fuera postergada a su indagación sobre el deseo y el sexo. Poco antes sus editores eran encarcelados, pero ahora, en el Marat-Sade de Peter Weiss, contaban las mutaciones en curso de la sexualidad, aupadas sobre la píldora, el amor libre y el feminismo. Despuntaba la convergencia de las dos revoluciones, el 68 en germen y la sexual. “¿Y qué será de la revolución sin una universal copulación?”, proponía la obra de Weiss. Sexo era libertad. En la escena final de Zabriskie Point, Antonioni puso imágenes a la utopía.

Nada menos utópico, sin embargo, que el determinismo fisiológico que preside la génesis del mal, cuya exposición pone Sade en boca de la monja libertina en la Historia de Julieta. Su lógica exigía ser pensada y explicada: “¿Qué es la existencia sin la filosofía?”, se pregunta la protagonista. Filosofía: un materialismo radical, enfrentado a la idea de Dios. El hombre está sometido a impulsos irreprimibles que fijan su conducta, los cuales le llevan “a satisfacer sus deseos sin contar con el mal producido en el prójimo”. La moral se ve encadenada por la causalidad física. Además, a diferencia del animal, la práctica de ese dominio sexual sobre el otro, acompañada del instinto de destrucción, es objeto de reflexión en su conciencia, de modo que el placer consiguiente requiere su contemplación por el actor, y sus eventuales cómplices, en una secuencia de acción-reflexión-espectáculo. Provocar el sufrimiento, recrearse en el sufrimiento. Una concepción antropológica reflejada tantas veces en la posterior historia de la barbarie, viniendo a confirmar que “el sueño de la razón produce monstruos”.

Antonio Elorza es catedrático de Ciencia Política.

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