Saif Kaddafi y yo

Hace no mucho uno de mis colegas de Harvard me escribió para anunciarme que Saif al-Islam el-Kaddafi, hijo del dictador de Libia, estaría en la ciudad y quería conocerme. Mi colega me dijo que era un tipo interesante, que tenía un doctorado de la London School of Economics and Political Science (LSE); agregó que me gustaría platicar con él y que tal vez pudiera ayudarle a reforzar su comprensión de cuestiones económicas.

La reunión fue una decepción. Previamente, un ex empleado de la Monitor Company insinuó con delicadeza que yo no debía esperar mucho. Saif traía fotocopias de algunas páginas de uno de mis libros, en las que había garabateado sus notas. Me hizo varias preguntas –sobre el papel de las ONG internacionales, según recuerdo—que parecían bastante alejadas de mis esferas de especialización. Creo que no le causé una gran impresión, pero él tampoco me agradó. Cuando terminó la reunión Saif me invitó a Libia y yo le dije –más por cortesía que por otra cosa—que iría con gusto.

Saif nunca insistió. Yo tampoco. Pero, si hubiera recibido una invitación formal ¿habría ido a Libia a pasar un tiempo con él y tal vez conocer a su padre y sus compinches? ¿Me habrían convencido argumentos como “Estamos tratando de desarrollar nuestra economía y usted nos puede ayudar con sus conocimientos”? En otras palabras, ¿habría yo seguido los pasos de varios de mis colegas de Harvard que viajaron a Libia para intercambiar opiniones con el dictador y darle asesoría –y que recibieron pagos por sus servicios?

En las últimas semanas, los medios han atacado a estos académicos por haberse puesto supuestamente al servicio de Kaddafi. Sir Howard Davies decidió renunciar como director de la LSE, que le otorgó el doctorado a Saif (quien según algunas personas lo obtuvo mediante plagio) y recibió dinero del régimen libio.

Existe la firme opinión de que los académicos y las instituciones que han colaborado con un régimen tan detestable –a menudo alentados por sus gobiernos, sin duda– han cometido un serio error de cálculo. La conducta asesina de Kaddafi durante el levantamiento ha revelado su verdadera naturaleza, a pesar de la postura más moderada que había adoptado en los años recientes. Y el apoyo de Saif al-Islam a su padre indica que no es el reformista liberal que muchos suponían que era.

No obstante, es muy fácil hacer esos juicios a posteriori. ¿Eran tan claras las implicaciones morales de relacionarse con Kaddafi antes de que las revoluciones árabes se extendieran a Libia? O para plantear la pregunta de modo más amplio, ¿acaso es tan claro que los asesores siempre deben mantenerse alejados de los regímenes dictatoriales?

Las universidades de todo el mundo se precipitan para profundizar sus relaciones con China. La mayoría de los académicos no dudarían si se les presentara la oportunidad de reunirse con el presidente Hu Jintao. No he oído muchas críticas con respecto a esos contactos, que se consideran como algo normal y que no genera problemas. Sin embargo, pocos negarían que China es un régimen represivo que trata duramente a sus opositores. Los recuerdos de Tiananmen aún están frescos. ¿Quién puede decir cómo reaccionarían los líderes chinos ante un levantamiento en favor de la democracia que amenazara con debilitar al régimen en el futuro?

¿Y el caso de Etiopía? Yo he sostenido intensas discusiones sobre política económica con el primer ministro Meles Zenawi en Addis Abeba. Debo confesar que he disfrutado esas pláticas más que la mayoría de las reuniones a las que asisto en Washington, D.C. y otras capitales democráticas. No me engaño sobre el compromiso – o falta de compromiso– de Meles con la democracia. Pero también creo que está tratando de que su economía se desarrolle y le ofrezco asesoría en materia de políticas porque creo que puede beneficiar a los etíopes comunes y corrientes.

La disyuntiva a que se enfrentan quienes asesoran a los regímenes autoritarios es similar al viejo problema de la filosofía moral conocido como el dilema de “las manos sucias”. Un terrorista tiene secuestrado a un grupo de personas y pide agua y alimentos para todos. Uno puede negarse con el argumento de que nunca negociará con un terrorista. Pero si lo hace, habrá desaprovechado una oportunidad para ayudar a los rehenes. La mayoría de los filósofos moralistas dirá que en este caso lo correcto es ayudar a los rehenes, aun si de esa forma también se ayuda al terrorista.

No obstante, elegir una medida por el bien común no nos exime de la culpabilidad moral. Nuestras manos sí se ensucian cuando ayudamos a un terrorista o a un dictador. El filósofo Michael Walzer lo expresa de este modo: "Es fácil ensuciarse las manos en la política." No obstante, agrega inmediatamente que ensuciarse las manos así “a menudo es lo correcto”.

A final de cuentas, quienes asesoran a líderes autoritarios no pueden eludir el dilema. Frecuentemente, los líderes solo buscan establecer contacto con ellos para legitimar su gobierno, en cuyo caso los asesores extranjeros simplemente deben alejarse. Pero cuando el asesor cree que su trabajo beneficiará a aquellos a quienes el líder efectivamente tiene como rehenes, está obligado a no negar sus conocimientos.

No obstante incluso en ese caso debe estar consciente de que hay un cierto grado de complicidad moral. Si después de la interacción el asesor no se siente contaminado en cierta medida y algo culpable, probablemente no ha reflexionado lo suficiente sobre la naturaleza de la relación.

Por Dani Rodrik, profesor de Economía Política Internacional en la Universidad de Harvard y autor de The Globalization Paradox: Democracy and the Future of the World Economy. Traducción de Kena Nequiz.

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