¿Salir de la trampa?

La manifestación del sábado puede ser contemplada como un hecho circunstancial, espectacular en sus dimensiones pero con alcance limitado al resultado de las futuras elecciones o incluso a la revisión del mapa de partidos. Que no es poco. Pero, a mi entender, debe ser percibida como expresión de un movimiento de fondo registrado en datos anteriores. Datos ya conocidos, pese a los esfuerzos de algunos por ignorarlos o deformarlos. En primer término, la aspiración ampliamente mayoritaria de la sociedad catalana de incrementar su propia capacidad de gobierno.

Durante la gestación del Estatut del 2006 se insistió en que el asunto era un capricho de su clase política ajeno a los catalanes de a pie. Con todo, las encuestas señalaban persistentemente que entre el 65% y el 75% de los catalanes juzgaban necesario o muy necesario ampliar el autogobierno, que las grandes decisiones políticas debían adoptarse en Catalunya o que debía modificarse el sistema de financiación. Interrogados sobre qué forma convenía al gobierno de Catalunya creció el número de quienes se inclinaban por fórmulas más radicales que la vigente autonomía constitucional. Según el CIS (adscrito a la presidencia del Gobierno español), quienes optaban por un Estado propio en una federación española o por un Estado independiente habían pasado de un tercio a casi un 60% de los encuestados.

Aportemos más datos. A lo largo de las dos últimas décadas crecía el número de ciudadanos que se identificaban como solo catalanes o como más catalanes que españoles: del 20% al 40%, aproximadamente. Y se reducía el de quienes se sentían solo españoles o más españoles que catalanes: del 30% al 12%. Junto a ellos, persiste, y es un dato muy relevante, un amplio sector que se declara tan catalán como español: en torno al 40%-45% de la población.

Son pistas de una corriente de fondo. Que el proceso estatutario fatigase a la opinión no significaba, pues, una indiferencia ciudadana ante la cuestión del autogobierno tal como se predicaba desde sectores políticos y mediáticos. Tampoco la manifestación puede ser interpretada sin contar con estos datos. Ignorarlos nos llevaría a decisiones tan temerarias como las que adoptaron el Partido Popular recurriendo el Estatut o el Tribunal Constitucional admitiendo el recurso e inclinándose en su sentencia por una interpretación decimonónica, petrificada y autista del acuerdo constitucional de 1978. Encerrándose en categorías jurídico-políticas sobrepasadas por los hechos, el tribunal se metió en una trampa sin salida. Fue incapaz de resolver un problema político de tanta envergadura y su intervención no ha hecho sino empeorarlo. Empeñarse ¿como hace la sentencia¿ en la idea de que a cada Estado le corresponde una sola nación y, en consonancia, que a cada nación le corresponde un Estado propio es encerrarse en el viejo nacional-estatismo del siglo XIX. Toda su doctrina sobre soberanía, competencias y financiación se hace derivar de esta ecuación. De este discurso toman aliento y justificación las reclamaciones independentistas que beben de la misma fuente.

¿Qué perspectivas se abren ahora? Acatar los términos de la resolución del tribunal ¿con aplauso o con resignación¿ equivale a la permanente confrontación política y judicial. Si se replica a su discurso ¿es decir, si se le responde con su reproducción¿ proponiendo solo la independencia formal, no cabe descartar costes agudos para la convivencia catalana: parte del 45% de quienes se sienten tan catalanes como españoles puede vivir la propuesta independentista como una difusa amenaza y conducirla a posturas defensivas que no sostenía hasta hoy. Otra variable a considerar es la incierta reacción del 15% de la población de origen extracomunitario, en precaria situación económica y civil.

En este contexto, la salida de la trampa nacional-estatista será complicada y tendrá costes no menores. Conviene prevenirlos o mitigarlos, especialmente por lo que respecta a la concordia civil del país. Será el cometido de quienes ocupan posiciones de responsabilidad. Y no solo en la política: también en el mundo sindical y empresarial, en el ámbito mediático, cultural y académico. No cabe renunciar a las exigencias de reconocimiento colectivo y capacidad política que formula desde hace años la sociedad catalana. Pero debe demostrarse con las políticas sociales y culturales de nuestras administraciones que este proceso no puede ni debe ir en detrimento de la armonía social interna. Hay que desarrollar un discurso político que sustituya las viejas categorías del Estado-nación por fórmulas flexibles como las que se experimentan en algunos estados de la Unión Europea. Y hay que ganar con sobriedad y solvencia la comprensión de actores internacionales que también cuentan en esta historia. Se trata de un esfuerzo a medio y largo plazo que se malogrará si no se acompaña con la necesaria combinación de ambición y pragmatismo que permitiría salir de la trampa a la Catalunya que se manifestó el sábado y a la Catalunya que se quedó en casa.

Josep Maria Vallès, catedrático de Ciencia Política de la UAB.