Salir del modo crisis en inmigración

Llegada de los primeros migrantes a Shengjin, el centro construido por Italia en Albania. Armando Babani
Llegada de los primeros migrantes a Shengjin, el centro construido por Italia en Albania. Armando Babani

El orden del día del Consejo Europeo celebrado anteayer suscitaba expectación por la inmigración. Al final, "el elefante parió un ratón". De los 56 párrafos de texto, meramente ocho se dedican al asunto; de ellos, sólo uno tiene verdadero peso y se distingue por llevar firma polaca -nueva muestra del liderazgo que en estos momentos ejerce Varsovia-. Esta falta general de sustancia encierra, en sí misma, un potente mensaje.

Con la entrada en vigor del Tratado de Maastricht en 1993 -incorporando el tercer pilar de la Unión-, la inmigración ha ido adquiriendo envergadura, pasando por distintas fases. Todas con un denominador común: la percepción de amenaza y la toma de acciones dispersas y a menudo contradictorias. Con resultados tangibles escasos que mal disimula la retórica vacía de los enunciados que les han acompañado.

El año 2015 marcó un antes y un después. En aquel otoño, desde Turquía, emprendieron su marcha por Europa oleadas humanas (principalmente varones jóvenes). La canciller Angela Merkel sorprendió a propios y extraños con el "Wir schaffen das" ("lo conseguiremos"), abriendo las puertas del país. Como consecuencia, el sistema hubo de acomodar a más de un millón de solicitantes de asilo, poniendo de manifiesto -en prueba masiva- la inadecuación de esta institución jurídica a la tesitura.

Así, Europa estrenó "modo crisis". Y aún no ha salido. De Lesbos a Canarias, la UE va apagando fuegos con la consiguiente retahíla de cumbres, palabras, e iniciativas puramente transaccionales. Ejemplo paradigmático es el recientemente aprobado -y complejo- Pacto de Migración y Asilo que depende de acuerdos con terceros Estados (y que varios de los 27 ya están dando de lado). Estas políticas de emergencia -que tienden a favorecer medidas que priman la apariencia sobre la eficacia, incrustadas en nobles proclamas rayanas en la hipérbole- son respuesta entendible. Pero el enfoque no es sostenible porque el reto no tiene perspectivas de disminuir. Requiere atención serena y coordinada. El "sálvese quien pueda" carece de virtualidad cuando nos rodea un cinturón de conflictos, desastres y devastaciones. Los movimientos que estamos viendo en estos días entre gobiernos constituyen un desafío para la pervivencia de la Unión.

Históricamente, cuando la inmigración se incluye -tímidamente- en la bolsa de materias a coordinar, no existía realmente la noción de Europa como continente receptor de flujos exteriores. Este era el caso, en particular, de Berlín. En 1995, participé en una conferencia allí que acabó girando en torno a la declaración de una adolescente: "He nacido en Bremen. Mis padres nacieron en Bremen. Uno de mis abuelos también. Pero yo soy turca". Alemania aún predicaba el jus sanguinis: los que llegaban buscando oportunidades eran etiquetados de gastarbeiter (literalmente, trabajadores invitados o huéspedes).

En aquella reunión, conocí a uno de los grandes de este campo, Dimitri Papadimitriou, que fundaría poco después el pionero Migration Policy Institute (MPI). Y, enseguida, junté esfuerzos con Anna Terrón i Cusí, una de las expertas de referencia Occidentales, que hoy ha tomado su relevo en MPI. Ambas éramos diputadas al Parlamento Europeo por España (ella elegida en la lista del PSC-PSOE; yo en la del PP). La inmigración era entonces territorio de frontera; todavía no concitaba interés prioritario en el hemiciclo. Terrón y yo coincidimos frecuentemente negociando en nombre de nuestros grupos -PSE y PPE- los pactos que se alcanzaron en la IV Legislatura y al principio de la V. Eran tiempos en los que se daba por sentado que la construcción europea requería conciertos significativos entre socialdemócratas y conservadores.

Hoy, en Bruselas, el panorama es otro. La interiorización de necesitar ceder para avanzar se ha esfumado, dando lugar a un ambiente hostil, con un debilitamiento dramático del centro: concretamente, liberales y socialistas. Si bien esta caracterización es transversal, cobra especial mordiente en este entorno que se ha erigido en símbolo del malestar de los europeos, hábilmente instrumentalizada por las formaciones populistas que se alimentan de miedo y rencor.

El apremio migratorio no es un fenómeno pasajero; el señuelo de tener una vida mejor -o de sencillamente conservarla- es irresistible. Y los factores que empujan a millones de personas a arriesgarlo todo para arribar a Europa distan de encauzarse. Siria continúa anegada en la violencia y el caos, mientras se consumen Afganistán y Sudán. Ucrania se enfrenta a la voluntad de aniquilación de Vladimir Putin, y Oriente Medio a una guerra arrasadora. A ello se suman los efectos de la desertificación, el deterioro de seguridad y la frágil gobernanza en amplias zonas de África -entre las que destaca el Sahel-.

La UE (re)siente las repercusiones. Tras la anomalía de la pandemia en 2020 que bajó el número de ingresos, la cifra se dispara. Aunque el grueso de los migrantes entran de manera legal, sube el caudal de llegadas irregulares: en 2023, se elevó más de un 200% con respecto a 2020.

Estas fluctuaciones han impulsado la utilización de la bandera anti-inmigrantes como componente fundante -en algunos casos, prácticamente definitorio- de partidos políticos que cada vez tienen mayor respaldo. Y lastra nuestros tiempos. En paralelo, se extiende el cuestionamiento -por voces protagonistas- de los principios que tejen nuestro futuro. Es decir, el deshilachamiento de Schengen, que necesariamente arrastrará otros daños a la Unión. Este cambio se ha acelerado por el auge inexorable del populismo-nacionalismo -evidenciado, sin ir más allá, en las elecciones europeas de junio o las regionales en la antigua República Democrática Alemana en septiembre- y por mandatarios nacionales que buscan redefinir el proyecto común apelando a un creciente segmento sensibilizado.

Sin perjuicio de las experiencias desgarradoras que sufren muchos migrantes o de las estipulaciones de derecho humanitario, la cruda realidad es que el ordenamiento jurídico existente se centra en dos figuras -refugio y asilo- pensadas para proteger a individuos señalados por los regímenes comunistas instalados en Europa, y sus familias; esto es, ideadas en el mundo de ayer, lejos de cualquier presión poblacional y con una incidencia mínima de la motivación económica. Por otra parte, la afluencia incontrolada afecta a la trama social. La tensión que indudablemente provoca en nuestro Estado de Bienestar -y las provisiones que lo respaldan- se magnifica a pie de calle. Así, no obstante el invierno demográfico que padecemos, el foráneo se señala como "otro" peligroso, convirtiéndose en chivo expiatorio por excelencia.

La UE no puede simplemente sentarse a esperar a que pase la actual coyuntura, parcheándola con medidas fragmentarias o de circunstancia. Al contrario: necesitamos sopesar, sin subterfugios ni malas conciencias, los imperativos humanitarios con los problemas de seguridad; el interés social nacional con las obligaciones jurídicas internacionales conjugadas en el mundo de hoy; los deberes entre países miembro con las responsabilidades frente a la ciudadanía. Sólo así podrán nuestros líderes diseñar la estrategia reflexiva, integral y con visión de futuro que la propia supervivencia de la UE exige.

Hemos de salir del modo crisis en inmigración.

Ana Palacio

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