Salman Rushdie

Conocí a Salman Rushdie antes de que fuera famoso, en la Inglaterra de los ochenta. Tomamos un buen vino español en su casa y luego fuimos a un partido de fútbol, probablemente a aplaudir al equipo de mi barrio del que yo era hincha por entonces. No sabía mucho de Salman Rushdie, salvo que se había graduado en Cambridge y que había publicado varias novelas, entre otras, Hijos de la medianoche, sobre la independencia de la India, que a mí me deslumbró y que, me parece, es la mejor novela que él entonces escribió. En esa primera entrevista, él me habló mucho de la novela latinoamericana, que conocía por las traducciones al inglés, hechas por los editores estadounidenses, en América.

Salman RushdieDespués, él estuvo en Centroamérica y leí, en su libro La sonrisa del jaguar, que me atacaba con los argumentos con que me suele atacar la extrema izquierda de América Latina, de manera que me abstuve de leerlo varios años hasta sus Versos satánicos, el año 1988, el mismo año que la leí, y que no me gustó tanto, sobre todo por los numerosos temas que trataba y de una manera que me pareció bastante superficial. Entre sus novelas, sigue siendo una de mis favoritas Hijos de la medianoche, un libro soberbio que, a mi escaso entender, no ha superado todavía.

Cuando el escándalo de Los versos satánicos en el que fue condenado a muerte por el ayatolá Jomeini, escribí un artículo defendiéndolo y diciendo que me solidarizaba con la defensa de la libertad que, a mi juicio, debería llevar a cabo todo intelectual digno de ese nombre, en vez de todos aquellos escritores, estimulados por la solidaridad con los fanáticos del islamismo, que usaban cualquier pretexto para atacar a sus supuestos adversarios, entre ellos, yo mismo. Meses o años después, recibí una llamada suya, en la que me reprochaba que, en un reportaje, hablara de él y le criticara su cercanía con Cuba y el sandinismo de Nicaragua que, me parecía, estaba en cierto modo contra su versión de una política de defensa de la libertad, con la que coincidía enteramente.

En esos días, me enteré de las mil pellejerías que Salman Rushdie había pasado desde que las autoridades británicas habían tomado su defensa. Las cosas no habían sido para nada como se figuraba la gente. Por lo pronto, él debía pagar de su bolsillo a los comandos policiales encargados de cuidarlo, lo que cumplía cada noche, buscando un lugar donde dormir, generalmente un cuartel o una comisaría, fuera del alcance de los terroristas que, según órdenes del ayatolá Jomeini, querían asesinarlo. Fue por entonces que lo trajimos a España, con el director de EL PAÍS, que era entonces Joaquín Estefanía. En el acto, que tuvo lugar creo que en Alcalá de Henares, Salman Rushdie explicó su situación, y dijo, entre otras cosas, que la condena del ayatolá Jomeini era un ataque frontal contra la libertad.

Dos o tres veces nos vimos en Nueva York, en actos públicos, en los que nunca discutimos sobre nuestras distintas maneras de encarnar el tema de la libertad, pese a su caso que lo mantenía perseguido por todo un mundo de fanáticos que trataban de matarlo por la condena de un santón. Algo que nunca se aclaró del todo fue el acuerdo de Gran Bretaña y el ayatolá Jomeini, o su heredero, según el cual Irán cesaba su persecución a Salman Rushdie y permitía que este viviera en Nueva York, libre de acechanzas.

Lo ocurrido hace pocos días, en el festival literario de Chautauqua, un pueblecito neoyorquino, echa por tierra semejante acuerdo, si lo hubo, sobre todo, al ver cómo la prensa de Irán ha celebrado al autor de este intento de asesinato de Salman Rushdie, donde los principales periódicos lo consideran poco menos que un héroe y llueven sobre este asesino en ciernes las alabanzas más abyectas. El vocero del Gobierno iraní, Nasser Kanani, declaró que “en este ataque solo Salman Rushdie y sus partidarios merecen ser culpados e incluso condenados”. Kanani subrayó que “insultando los asuntos sagrados del islam y cruzando las líneas rojas de más de 1.500 millones de musulmanes, Rushdie se expuso a la ira y a la rabia de la gente”.

La situación de Rushdie es muy grave, según ha dicho su agente literario, Andrew Wylie. Se halla en un hospital próximo y podría perder un ojo a consecuencia del ataque por parte de Hadi Matar, que tiene 24 años, es decir, que ni siquiera había nacido cuando el ayatolá Jomeini lanzó su orden de asesinarlo a sus millares de seguidores.

Hay un verdadero fanatismo para llenarse de odio contra un escritor basándose en la condena de un santón sobre un libro que ni siquiera ha sido leído, y que leerá, probablemente, en la cárcel que ahora ocupa, y que, sin duda, ocupará por muchos años, si los jueces cumplen con su función y lo condenan por el tiempo de su intentona criminal.

A Hadi Matar, de Fairview (Nueva Jersey), se le imputa el intento de asesinato por el fiscal del condado, Jason Schmidt. Su víctima se halla muy seriamente lesionada, según ha declarado su agente literario, y “probablemente perderá un ojo”, explicó. “Los nervios de su brazo fueron seccionados y su hígado quedó dañado por las puñaladas”. Ahora se encuentra, luego de una respiración asistida, en un hospital de Erie (Pensilvania), donde los cirujanos trabajaron varias horas para salvarlo de la muerte. Rushdie fue atacado antes de que comenzara su intervención en el festival de Chautauqua, que, ironías del destino, estaba dedicado a proteger a los escritores perseguidos.

Ayer, mientras escribía este artículo, Salman Rushdie comenzó a hablar, pronunciando, ya despierto, sus primeras palabras. Por lo visto, se defendió con gran coraje de su victimario y consiguió evitar que lo asesinara (el atacante se le echó encima y este se defendió como pudo, consiguiendo, con esta acción, limitar los golpes de su asesino y evitar que lo mataran en el momento). Luego del ataque, fue trasladado al hospital en helicóptero, donde aún se encuentra, que es de la misma región donde se celebra este festival.

Quizás lo peor de esta historia sea el entusiasmo de la prensa de Irán sobre este intento de asesinato, y los elogios que brindan a su victimario que nos avergüenzan a todos. Lo tratan de héroe y celebran su cobardía, como ha hecho toda la prensa fanatizada por el odio que sembró, hace ya cerca de 30 años, el ayatolá Jomeini que, como es sabido, ni siquiera había leído el libro que condenaba. Lo hacía solo de oídas, para ganar el cielo mediante ese crimen.

Sólo me resta desear que los médicos salven a Salman Rusdhie y que lo devuelvan a la vida y a los libros, porque eso es lo que ha sido él, un escritor, y como todos los escritores, ha estado siempre dedicado a su pasión, aunque las circunstancias hicieran de él un “escritor maldito”, algo que estaba muy lejos de ser cuando yo lo conocí, en aquel Londres de los ochenta donde caía la lluvia sin piedad sobre los ingleses y sus acompañantes, es decir, nosotros los escritores que teníamos nuestros propios problemas, y que creíamos, eran las antípodas de los fanáticos. Nosotros, entonces, nos sentíamos alejados y casi no nos enteráramos de esos fanáticos, rara especie de la que nuestra época es particularmente generosa.

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