Salud y educación para todos

En 2015, unos 5,9 millones de niños menores de cinco años, casi todos en países en desarrollo, murieron por causas fácilmente prevenibles o tratables. Y hasta 200 millones de niños y adolescentes no asisten a la escuela primaria o secundaria por causa de la pobreza, incluidos 110 millones hasta el nivel secundario inferior, según una estimación reciente. En ambos casos, se trata de un sufrimiento inmenso al que se podría poner fin con una modesta cantidad de financiación global.

En los países pobres mueren niños por causas (como el parto en condiciones inseguras, enfermedades vacunables, infecciones para las que hay tratamientos baratos como la malaria y deficiencias nutricionales) que han sido erradicadas casi por completo en los países ricos. En un mundo moral, dedicaríamos el mayor esfuerzo a poner fin a esas muertes.

Pero lo cierto es que el mundo hizo un esfuerzo a medias. Las muertes de niños pequeños se han reducido a un poco menos de la mitad de los 12,7 millones de casos registrados en 1990, gracias a un aumento de la financiación global para el control de enfermedades, canalizado a través de instituciones nuevas como el Fondo Mundial de Lucha contra el SIDA, la Tuberculosis y la Malaria.

Cuando en 2000 recomendé la creación de un fondo de esas características, los escépticos dijeron que más financiación no ayudaría a salvar más vidas. Pero el Fondo Mundial demostró que se equivocaban: el dinero adicional evitó millones de muertes por SIDA, tuberculosis y malaria. Fue dinero bien empleado.

La razón por la que la mortandad infantil cayó a 5,9 millones y no a casi cero es que el mundo sólo proveyó alrededor de la mitad del dinero necesario. La mayoría de los países pueden atender sus necesidades sanitarias con presupuestos propios, pero los países más pobres tienen un faltante de financiación y necesitan unos 50 000 millones de dólares de ayuda internacional cada año para cubrirlo. Hoy la ayuda sanitaria internacional anda por los 25 000 millones de dólares al año. Son cifras aproximadas, pero otros 25 000 millones de dólares al año nos ayudarían a prevenir hasta seis millones de muertes anuales. Es difícil imaginar un negocio mejor.

Unos cálculos similares nos ayudan a estimar la financiación global necesaria para que todos los niños puedan terminar al menos la escuela secundaria. Hace poco, la UNESCO calculó que la “brecha de financiación” global en educación que habría que cerrar para cubrir el costo adicional (en aulas, profesores y materiales) de garantizar el acceso universal a la educación secundaria es aproximadamente 39 000 millones de dólares. La financiación mundial actual para educación es entre 10 y 15 mil millones de dólares al año, de modo que la brecha es otra vez alrededor de 25 000 millones, similar a la que hay en salud. Y esa financiación global adicional también se podría canalizar eficazmente a través de un nuevo Fondo Mundial para la Educación.

De modo que unos 50 000 millones de dólares más cada año pueden ayudar a garantizar que todos los niños del mundo vayan a la escuela y tengan atención sanitaria básica. Los gobiernos del mundo ya adoptaron ambas metas (salud para todos y educación de calidad para todos) como parte de los nuevos Objetivos de Desarrollo Sostenible.

Conseguir otros 50 000 millones de dólares al año no es difícil. Una opción apunta a mi país, Estados Unidos, que hoy aporta solamente cerca del 0,17% de su producto nacional bruto para financiar ayudas al desarrollo, o sea alrededor de la cuarta parte de la meta internacional (0,7% del PNB).

Suecia, Dinamarca, Noruega, los Países Bajos, Luxemburgo y el Reino Unido aportan, cada uno, al menos el 0,7% del PNB; Estados Unidos puede y debe hacer lo mismo. Si lo hiciera, ese 0,53% adicional de su PNB añadiría unos 90 000 millones de dólares al año a los fondos de ayuda internacional.

Hoy Estados Unidos dedica alrededor del 5% de su PIB (o sea, unos 900 000 millones de dólares al año) a gastos militares (para el Pentágono, la CIA, los veteranos y otros gastos). Estados Unidos puede y debe transferir al menos la décima parte de esa cifra a programas de ayuda al desarrollo. Ese cambio de prioridades, de la guerra al desarrollo, reforzaría enormemente la seguridad de Estados Unidos y del mundo; las últimas guerras que libró Estados Unidos en el norte de África y Oriente Próximo costaron billones de dólares, pero no reforzaron sino que debilitaron la seguridad nacional.

Una segunda opción sería cobrar impuestos a las personas más ricas del mundo, que suelen ocultar su dinero en paraísos fiscales en el Caribe y otras partes. Muchos de estos paraísos son territorios de ultramar del Reino Unido, y en su mayoría tienen estrechos vínculos con Wall Street y la City londinense. Los gobiernos de Estados Unidos y Gran Bretaña les han dado protección sobre todo porque los ricos que ponen su dinero allí también lo usan para financiar campañas electorales o contratar a familiares de los políticos.

Hay que exigir a los paraísos fiscales el cobro de un pequeño impuesto a sus depósitos, que en total ascienden al menos a 21 billones de dólares. A los que no cumplan, los países ricos pueden amenazarlos con cortarles el acceso a los mercados financieros mundiales. Pero los paraísos fiscales también deberán garantizar la transparencia y tomar medidas contra la evasión fiscal y el secreto corporativo. Incluso un impuesto a los depósitos de apenas 0,25% al año, aplicado a 21 billones de dólares depositados, recaudaría unos 50 000 millones de dólares al año.

Ambas soluciones son factibles y relativamente fáciles de implementar; y ayudarían a cumplir los nuevos compromisos mundiales incluidos en los ODS. En el reciente Foro Económico de Astana, el presidente de Kazajistán, Nursultán Nazarbáyev, pidió con razón que se graven de algún modo los depósitos offshore para financiar la educación y la salud en todo el mundo. Otros líderes mundiales deben responder a este llamado y poner manos a la obra.

El mundo es inmensamente rico, y no le costaría crear un fondo mundial para salud y educación que asegure a todos los niños del planeta un comienzo óptimo de la vida. Redirigir una pequeña parte de los fondos que hoy se derrochan en los programas militares de Estados Unidos, o aplicar un pequeño impuesto a los depósitos constituidos en paraísos fiscales (u otras medidas similares para que los ultrarricos paguen su parte), mejoraría enormemente y en poco tiempo las oportunidades vitales de los niños pobres y haría del mundo un lugar mucho más justo, seguro y productivo. No hay excusas para seguir postergando.

Jeffrey D. Sachs, Professor of Sustainable Development, Professor of Health Policy and Management, and Director of the Earth Institute at Columbia University, is also Director of the UN Sustainable Development Solutions Network. His books include The End of Poverty, Common Wealth, and, most recently, The Age of Sustainable Development. Traducción: Esteban Flamini.

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