Saludando a Pekín

Afirman algunos filósofos que siempre han sabido de casi todo, que el pasado únicamente existe en la memoria de cada uno. Y que es la propia memoria, asistida por gozos o desgracias, la que de pronto y sin pedir permiso alguno, nos presenta el ayer, cercano o lejano, dibujado con rasgos positivos o negativos. Y es bastante probable que de ahí provenga el absoluto aserto sobre lo mejor o peor de «cualquier tiempo pasado», que aparece tan bien pronto hasta en nuestra literatura y como conclusiones avaladas por prestigiosas plumas. Bien puede que todo sea así. Lejos de mí la pretensión de entrar en estos párrafos, no escritos precisamente para la discusión filosófica, en tema de tan alto rango. Desde una posición mucho más modesta, lo único que me atrevo a afirmar es que, en este asunto, algo tiene que ver también lo posterior. Lo que a cada uno ha acaecido después del pasado ayer. Y en el terreno de la historia y de la política, sobre todo, la forma, objetiva o manipulada, como se nos ofrezca «lo que pasó». Aquí las manos y los intereses de los humanos campean como quieren. Por ello, la insoslayable necesidad de buen guía cuando uno aspira a adentrarse en el infierno, purgatorio o paraíso de cualquier país. Ya se sabe lo de contar la feria...

Durante el caluroso verano de 1975, en plena vigencia del maoísmo y con el Gran Timonel vivito y mandando, tuve la suerte de realizar uno de los primeros viajes «culturales» a la gran China. Unas treinta personas de distintos lugares españoles, casi todos dedicados al menester de pensar, escribir o enseñar. Ignoro si hubo algún criterio selectivo. Aunque en nuestro país aún ostentaba la Jefatura del Estado un general fuertemente opuesto al comunismo, las relaciones diplomáticas eran algo distantes, pero absolutamente correctas. Durante tal acontecimiento, tuvimos ocasión de recorrer los puntos, centros y ciudades de mayor interés. Eso sí: los previamente establecidos y no otros, salvo alguna excepción. Todo impecablemente organizado y con dos guías a nuestra disposición personal. De arriba abajo y en sus principales ciudades, comenzando por una semana en Pekín, puedo afirmar que, desde el terreno científico, y, por supuesto, sin conexión alguna con la ideología allí vigente, se trata de la estancia en el extranjero más interesante que he realizado en mi larga y abundante vida universitaria. Y por una razón principal: el más completo sistema de adoctrinamiento político en los valores y formas de vida que un régimen había logrado. La sociedad en la que, con más evidencia y por los métodos que fueran (sin olvidar la represión y limitaciones a la «libertad occidental»), dicho régimen (Marx, Engels, Lenin, Stalin y Mao y se acabó) había conseguido calar hasta en los aspectos más privados de la vida. Nada ni nadie escapaba del «Pensamiento Mao».

Desde el principio y a poco que en ello se pensara, quedaba claro que, con la Gran Revolución que había logrado vencer al colonialismo y con los supuestos de la ideología maoísta, lo conseguido era el paso de la miseria a la pobreza. Quizá no se podía más. Aunque eso sí (y muy posiblemente frente a lo que entonces pasaba en la URSS), todos pobres. Imbuidos por la poderosa ideología, creo que salvo posibles excepciones que nunca comprobamos, estábamos visitando un país satisfecho con lo logrado. Y es que todo lo logrado había sido obra del «pensamiento», escrito e impuesto por el gran líder. Se nos recalcaba que, gracias a ello, todos podían comer su arroz diario, tener asistencia médica, una casa en la que había que compartir el baño con los vecinos, una educación gratuita y obligatoria y hasta la querida bicicleta que a todas partes llegaba. Jamás vimos un coche, ni oficial ni privado, ni conocimos ningún tipo de alteración pública. Lo asimilado se unía a lo castigado: robar algo a un extranjero estaba penado con la pena de muerte. Naturalmente y como ocurriría en cualquier país conducido por la idea esencial de la igualdad (quizá la historia ha caminado en todas partes con el dilema entre libertad o igualdad), el logro requería también presiones y hasta violencia. No se ocultaba. Nada más que un periódico oficial para todo el inmenso país. Prohibición de salir al extranjero por miedo al «contagio capitalista». Monocorde argumento en cines y teatros. El té como única bebida. Y en las celebraciones, ya se sabe: «exquisitas ensaladas de tiburón o serpiente». El aislamiento y la autarquía no daban para más. Y cuando, por poco tiempo, el sistema se creyó en peligro, el remedio no fue otro que la gran Revolución Cultural que destruyó con saña cuanto pudiera poner en cuestión la ortodoxia: desde quema de libros hasta liquidación de personas. Y cuando los interesados por el pasado imperial querían visitar el famoso Palacio Imperial de Pekín recibían a la entrada y para no deslumbrarse la gran advertencia del propio Mao: «El pueblo y sólo el pueblo es el motor de la historia». Por cierto y pese a los cambios, la gran imagen del Padre-Dictador Mao sigue estando, para veneración y recuerdo, en la famosa Plaza por la que tanta sangre había corrido. Y es «curioso»: cuando ahora se quieren recordar víctimas del siglo XX, ni Mao, ni Stalin merecen castigo. Los «eliminados» por el primero y el Archipiélago Gulag obra del segundo no han debido de existir nunca.

Cuando tiene lugar la sesión de clausura de los actuales Juegos Olímpicos en Pekín quienes decidieron bien conocían todo lo anterior. La actual China lo que intenta es la difícil conjunción entre una ideología absolutamente totalitaria con no pocas concesiones a un «socialismo de mercado». ¡Temeraria empresa cuyo punto final requiere larga espera! Con el cambio, ciertos niveles de prosperidad han llegado a los sufridos habitantes. Ya hay coches por las calles, colores en las vestimentas antaño uniformadas y la Coca-Cola ya no es algo extraño. Como consecuencia de muchos años educado en el aprecio a su gran país y con la férrea disciplina en el cumplimiento del impuesto o elegido deber, nada está fallando y China se reivindica ante el concierto internacional. Y no únicamente en el número de medallas, por cierto obtenidas por quienes absolutamente ganan por ello en el terreno económico, sino hasta en los secundarios menesteres de coger pelotas en el tenis para nuestro gran Rafael Nadal o en los momentos de hacer lucir banderas o entonar himnos. Y claro, aparecen las cínicas críticas de quienes debían guardar silencio. De quienes no tienen reparos en comerciar con China, de haber protegido al gran dictador vecino de Mao, de haber postergado durante muchos años a la raza negra, de mantener Guantánamo o de haber masacrado sin piedad en Irak por la auténtica razón llamada petróleo. Otros robaron a gusto en sus años de Imperio. Y hasta uno que guarda decoroso silencio mientras ametralla Georgia. Sin duda: la memoria sigue siendo caprichosa y selectiva al diseñar la historia.

Manuel Ramírez, catedrático de Derecho Político.