Salvador Espriu, 25 años

Hace 25 años, moría Salvador Espriu. El poeta quedaba instalado en la más alta cima de la literatura catalana. Pero a veces los grandes referentes quedan semiolvidados, justo a causa de su grandeza o de las circunstancias sociopolíticas y culturales. A pesar de que su obra poética, narrativa y teatral ha sido, con intermitencias, revisada y objeto de varios e insignes estudios, en general se considera que Espriu pertenece a un pasado mítico: alejado de la modernidad, pero aún demasiado cercano para calificarlo de clásico. La contemporaneidad de Espriu es incuestionable, porque habla al hombre del propio hombre y de su doloroso existir, de la conciliación entre libertad e igualdad.

Otra cosa es su distanciamiento voluntario de las vanguardias. Su obra se sigue leyendo, pero la hasta cierto punto verdadera calificación de hermética y difícil, complica la familiaridad con el nuevo lector. ¿Existe alguna obra de fácil comprensión? Y menos aún cuando los tiempos actuales no son precisamente benignos para con las artes contemplativas y el disfrute de la poesía es un gozo privado y estático.

En El canon Occidental (1995) Harold Bloom dicta nuestro precepto, sitúa a Espriu entre los grandes de la poesía universal, lamentando que no se le hubiera otorgado el Nobel. A los catalanes, estos reconocimientos nos alegran el ego, pero no podemos estar siempre pendientes de que desde fuera vengan a arreglarnos el criterio. Espriu es demasiado nuestro para que lo valoremos objetivamente. Es aquella frase de Benjamín Péret: «Cómo puede ser un genio, si es mi vecino». Somos así.
Espriu, durante años, fue significado como poeta nacional. ¿Honor o rémora? Y sus versos sirvieron para que los políticos los utilizaran, casi siempre mal. Citar a Espriu era y es para ellos ungirse de cultura y cargarse de razón, mientras los versos del poeta se banalizaban por exceso de mal uso. Que un hombre frágil, poeta y solitario, plantara cara al poder con su coherencia y su servicio impagable a la lengua resultaba ejemplarizante.

Lo cierto es que el poeta siempre abominó de ello y en privado comentaba que cuando él muriera nadie se acordaría de su obra. Y durante algún tiempo así fue; aunque Raimon nunca dejó de cantarlo, y Ricard Salvat, de representarlo, cuando le dejaron. Espriu sufrió una utilización política clara que él nunca desmintió. ¿Se dejó utilizar? Y en todo caso, ¿por qué? Probablemente por una honesta voluntad de servicio a su país o porque el poeta sentía un alto deber para con su obra, se debía a ella y a su divulgación. En su funeral, en la iglesia de Santa Maria de Arenys de Mar (¿para cuándo Sinera?), el tropel de políticos en estruendosa presencia hizo exclamar a Montserrat Roig: «Això no és una festa». Seguramente eran los mismos que nunca comprenderán que para un poeta y un narrador como Espriu solo existe una pequeña patria (en Espriu, Sinera); una única ideología, que es el conocimiento, y la patria real, o sea, el idioma. En Les hores, Espriu escribe: «Ningú no ha comprès/ el que jo volia/ que de mi es salvés». ¿Habla de él o del yo colectivo? Aunque un poeta puede pasar a la historia con no más de seis versos, las obras relativamente extensas hay que estudiarlas globalmente y el registro espriuano es amplísimo, siempre supeditado a la desesperanza/esperanza, (Inici de càntic en el temple); a la cobardía y humillación colectiva (Indesinenter); a su paisaje, los días, el mar, el tiempo (He mirat aquesta terra); al deseo de que su pueblo sea un país normal, en libertad, convivencia (La pell de brau). ¿Se equivocó con Sepharad (España)? Hay que ser un ingenuo para creerlo, el poeta va más allá de la guerra entre hermanos y del deseo del bien convivir; habla de tragedia, de sangre, del dolor de los que se quedaron. El propio Espriu consideraba que también él había muerto en el 39.

Para Espriu la poesía era una transgresión del orden común, la entendía como una vía de conocimiento, como una unión entre lo poético y la filosofía. Lector de la Biblia, Maquiavelo, El Quijote, Graciàn… creía, como este, que, la filosofía no es otra cosa que una reflexión sobre la muerte, que es menester meditarla muchas veces para acertar a hacerla bien una sola vez; la definitiva. Exactamente un aprendizaje vital Per a ben morir.

En el trato personal Salvador Espriu era una persona aceradamente pulcra, culta, preocupada; un jerarca de las formas obsesionado por la precisión en el lenguaje. Con la antigua dignidad de los vencidos, se parapetaba en una educación a veces excesiva para el interlocutor. Los que lo tratamos sabemos que conforme avanzaba la conversación iba transmutándose en un hombre crítico, irónico, sarcástico, que amaba tanto la lengua culta como la vulgar de los captaires de Sinera.
A pesar de parapetarse en la enfermedad y en el deseo de encontrarse a solas consigo mismo, nunca se negó a ninguna petición cívica ni cultural. En una ocasión me dijo: «En cada paraula m’hi jugo la pell». En él no podía ser de otra manera. «Però hem viscut per salvar-vos els mots/ per retornar-vos el nom de cada cosa…». Emociona releer a Espriu.

Joan-Pere Viladecans, pintor.