Salvar al PP

A lo largo de los años he militado en tres diferentes partidos políticos -Izquierda Democrática, UCD y PDP- y he visto morir a los tres. Quizá para evitar ese gafe personal nunca me afilié al PP, pese a haber sido ministro con Rajoy. Pero mi supersticiosa reserva no parece haber salvado al partido de la amenaza cierta del rigor mortis tras los alucinantes episodios de estos últimos días. Desde la proximidad con ese partido, pero sobre todo desde el compromiso con mi país quisiera esbozar una somera interpretación de lo sucedido y una modesta sugerencia para salvar al PP.

El mejor PP ha sido un partido de base muy ancha, con unas señas de identidad ideológica bastante difuminadas, pero con vocación de acoger una proporción muy amplia de las clases medias, tradicionales y emergentes, para llevar a cabo políticas económicas y sociales de amplio espectro, entre el liberalismo y la democracia cristiana, en línea con los partidos integrados en el Partido Popular Europeo, que ha sido un pilar fundamental de la vida política en la UE en los últimos 40 años. Como muchos de esos partidos, ha sido un catch-all-party con fronteras porosas y cierta versatilidad ideológica, lo que ha dado a menudo pábulo a encendidas críticas. En mi opinión, la mayor parte de esas críticas desconocen que justamente en esa versatilidad residía la capacidad de concitar en su torno mayorías sólidas. El PP ha sido en todos estos años fundamentalmente un partido refugio que ha sido reclamado al poder para enmendar cursos de acción ya agotados (1996) o fracasados clamorosamente (2011). Nunca ha sido un partido que enamorara a sus votantes o les llevara a la exaltación ideológica, sino un fixer cuyos activos básicos en el imaginario de sus votantes eran la competencia técnica y la previsibilidad.

Salvar al PPLa forma en que tras la moción de censura de 2018 -basada en una interpretación fraudulenta de un inciso tramposo (y declarado como tal) de una sentencia- Rajoy es expulsado de La Moncloa explica mucho de lo que ha sucedido después. El partido entra en shock y se hace rehén de un procedimiento de selección del liderazgo totalmente inadecuado a su morfología. Unas primarias para seleccionar dos finalistas y un Congreso para la elección final llevan a una opción en la que prima una confluencia negativa de intereses. De la misma sale victorioso quien menos emparentado parecía con la traumática salida del Gobierno. Pero además de eso -y en parte también por eso- Casado era el que menos experiencia profesional y de gestión política acumulaba de los distintos pretendientes. Desdichadamente esa carencia -y otras que no se hicieron entonces evidentes- han resultado determinantes.

No me voy a detener en analizar la gestión de Casado y su equipo en los cerca de cuatro años que lleva al frente del PP. Ça va de soi. Bastará decir que los dirigentes nacionales no han tenido parte relevante en ninguno de los éxitos parciales del PP en este cuatrienio (básicamente, Galicia y Madrid) y sí han estado detrás de los fracasos -algunos aparatosos- cosechados por el PP en este tiempo. Fracasos tanto en contiendas electorales de distinto alcance como en el diseño y ejecución de la estrategia y la táctica política en la oposición e incluso en la renuncia a defender buena parte de las reformas llevadas a cabo por el propio PP, movidos por una mezcla de bisoñez y adanismo. Por sí mismo, este balance haría conveniente la remoción de ese equipo. Lo sucedido a partir de mayo y su remate en octubre hacen esa remoción indispensable como condición necesaria -aunque no suficiente- de supervivencia del PP. Ya no es sólo una cuestión política, sino también una cuestión moral.

Se está especulando mucho sobre los escenarios que esta crisis abre en la política nacional. Unos son fantasiosos y otros puramente desiderativos, pero algunos plantean salidas hipotéticamente posibles a esta crisis.

Hay quienes sostienen que, dados los tiempos electorales, no sería posible cambiar al líder, sino que bastaría hacer unos cambios en su equipo, señaladamente sustituir al Secretario General. No digo que esa tentación sea imposible, pero apostaría a que la consecuencia para el PP sería su marginalización en las próximas elecciones, sólo comparable a las de UCD entre 1979 y 1982 (de 168 a 11 diputados) o Cs entre abril y noviembre de 2019 (de 57 a 10 escaños). Pero más importante que las consecuencias para el PP serían las consecuencias sobre los equilibrios políticos españoles: un Frankenstein renovado que basaría su autolegitimación en la condición adquirida por Vox de principal fuerza de la oposición (con más de 100 escaños seguramente).

Otros creen que sería deseable dejar que los actuales ocupantes de Génova 13 se quedaran con la marca y lanzar una nueva fuerza de centro derecha libre de ataduras y complejos, encabezada por Isabel Díaz Ayuso. Me parece una grave equivocación. Los partidos de la derecha trifoliada resultante (sobre todo Vox y el hipotético nuevo partido) se neutralizarían recíprocamente de la peor forma imaginable y le dejarían a Sánchez incluso una pretensión creíble de centralidad (además del Gobierno).

Mi posición -alimentada por mi afecto hacia el PP, pero aún más por el deseo de que el sistema político recupere algo de la condición centrípeta y moderada que ha sido la clave de bóveda de su éxito durante la mayor parte de este período democrático- parte de un prius de realismo indispensable: el PP tiene que realizar una operación profunda de damage controlantes de abordar una nueva fase que le coloque en posición electoral competitiva. Por eso, ahora mismo la cuestión más urgente no es quién va a ser su candidato a las próximas elecciones, sino a quiénes se encomienda recoger los cascotes, revisar los daños estructurales y encargar las reparaciones. Tiene que ser una labor colectiva, pero lógicamente requiere de un líder definido. En mi opinión, ese es el papel que nadie desempeñaría mejor que Alberto Núñez Feijóo.

¿En qué consistiría ese papel? Lo primero sería recomponer un equipo de dirección con cara y ojos reconocibles, asociados a esa imagen de competencia y previsibilidad que han sido los rasgos definitorios del PP ganador para sus votantes. No se trata de hacer tabula rasa ni practicar forma alguna de sectarismo. Pero sí es preciso superar con claridad la deriva errática y la estrechez de miras que han caracterizado la gestión de la dirección nacional del PP en estos años.

A partir de ahí, la tarea de ese equipo es la de dar rigor, seriedad y consistencia a la labor de oposición, en la que al tiempo que se denuncia lo que el Gobierno y sus malas compañías están haciendo se propone lo que el PP haría en relación con los muy acuciantes retos que el país afronta en economía, en empleo, fiscalidad, en políticas sociales, en educación y sanidad, en demografía, en medio ambiente, en desafíos a la unidad y en gobernanza compartida. Hay una agenda casi inabarcable en la que en todo este tiempo el PP ha estado muy por debajo de lo exigible, cuando no decididamente ausente.

Y sólo después de ello, toca pensar en quién va a estar en el cartel. Por supuesto, un partido de regreso al sentido común tendería a elegir al candidato con más posibilidades de obtener un buen resultado. Pero esa elección es hoy prematura y, si se apura, inservible. Puesto que los candidatos en que hoy piensan los dirigentes y militantes del PP comparten el hándicap de no ser diputados y por tanto no poder dar la réplica al presidente del Gobierno en el Parlamento, no hay tanta prisa para un nombramiento que si se precipita puede perjudicar al nominado.

El resto es básicamente una cuestión de procedimiento. Si tiene que ser un Congreso inmediato, una Convención o una Junta Directiva (previas las dimisiones necesarias) es mucho menos importante que el hecho de que se haga y se haga cuanto antes. Por el PP, por supuesto. Pero, sobre todo, por España.

José Ignacio Wert fue Ministro de Educación, Cultura y Deporte.

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