Ciento cuarenta jefes de Estado y de Gobierno pasan en este momento, en París, momentos de ensueño. ¿Hay, en efecto, algo más agradable que discutir sobre un plazo tan lejano, el fin de siglo, en el que ya no estará ninguno de ellos para comprobar si el discurso sobre el cambio climático es un fantasma o es real? Ninguno de los nuestros estará allí para comprobar si los compromisos serios, vagos o hipócritas que se firmen la semana que viene consiguen o no, en los próximos 85 años, contener el aumento de la temperatura global en dos grados más como máximo. ¿Quién comprobará o sancionará los compromisos y las faltas de unos y otros? ¿Quién sabrá si el aumento de la temperatura se debe al dióxido de carbono, o a otras causas más naturales? ¿O si hubiera sido o no posible continuar el desarrollo económico de las naciones más pobres sin recurrir a la energía fósil?
Sí, para los participantes en la conferencia de París, el momento es ideal. A la mitad de ellos, que son tiranos y cleptócratas, nadie les pide cuentas: su oposición no tiene representación, sus pueblos están ausentes. Se espera de ellos que se comprometan a modificar su forma de producción energética, preferiblemente comprando centrales nucleares francesas o eólicas chinas, que acepten subvenciones de países ricos para comprarlas, con el fin de que contribuyan, de aquí a dentro de 85 años, al bienestar del planeta. Pero no se les piden cuentas sobre el trato que dan hoy a su país: en este debate, el planeta es más importante que la humanidad. Para animar a los reticentes, el Gobierno francés ha vedado a los curiosos de costumbre los grandes almacenes de París, de forma que los cónyuges de los jefes de Estado puedan hacer sus compras sin molestias. París, solo unos días después de los atentados terroristas del 13 de noviembre, es una auténtica fiesta para los delegados de esta conferencia y para sus anfitriones franceses, que también falsean la actualidad. Estamos inmersos en un almíbar de buenos sentimientos, todas las posturas son morales, se trata solo del bien común, no del individual; todos los delegados están al servicio de una buena causa llamada clima, una noción muy vaga, para que nadie pueda impugnarla. El eslogan de la conferencia es ya de por sí mismo una maravillosa ocurrencia de «comunicación»: «¡Todos con el clima!». Difícilmente se puede estar contra el clima.
Todo ello, con la excusa de la ciencia, pero sin respetar ningún fundamento de lo que sería una auténtica gestión científica. El progreso científico se basa en la contradicción; en París está prohibida cualquier contradicción. La conferencia se basa en un dogma: el calentamiento climático se debe al dióxido de carbono, amenaza el planeta, y hay que reducir las emisiones para no superar los dos grados en 2100. No hay nada menos racional que estas afirmaciones perentorias, porque son perentorias. La aparente unanimidad que reina sobre el asunto se parece más a un cuento teológico, o ideológico, que a un análisis científico.
Pero admitamos, para evitar que nos quemen como a herejes, que el clima se calienta. Esto no sería nada nuevo, pues lo propio del clima, desde la era glacial a nuestros días, es cambiar continuamente. La respuesta de nuestros ancestros fue adaptarse a ese clima cambiante: nuevas cosechas, nuevo hábitat, nuevas formas de vida. ¿Y el clima actual sería tan perfecto como para permanecer inmutable hasta el punto de tener que cambiar completamente nuestra forma de vida? ¿No deberíamos más bien reflexionar e invertir sobre la forma de adaptarnos a un clima cambiante? La cuestión no se plantea.
Acerquémonos un poco más a la nueva ideología reinante: la culpabilidad del dióxido de carbono excluye cualquier otro factor de calentamiento. Existe una solución de carácter económico que suscita la unanimidad entre los economistas, y se llama «impuesto sobre el carbono». Un impuesto universal sobre el consumo de carbono con fines energéticos es fácil de calcular: sabemos medir la cantidad necesaria para la producción de cada objeto y servicio. Este impuesto podrían aplicarlo todos los estados a un mismo tipo, o recaudarlo al pasar la frontera durante las transacciones, como ocurre hoy en día con el impuesto sobre el valor añadido. El efecto de este impuesto sobre el carbono sería doblemente beneficioso: animaría a utilizar menos el carbono y a invertir más en la investigación de las fuentes de energía alternativas, que hoy todavía no conocemos. Pero en la conferencia tampoco se trata sobre eso: la solución sería demasiado sencilla y no exigiría todo este ceremonial. Una solución de sentido común económico no permitiría arrellanarse en grandes declaraciones moralizadoras, ni hacer las compras en los grandes almacenes.
Hay que comprender a estos jefes de Estado: con un solo movimiento están de vacaciones en París y salvan el planeta. La tentación de escapar así a la realidad es irresistible: la realidad es la guerra en el mundo árabe, la represión del pueblo chino, un millón de seres humanos mal alimentados, porque son demasiado pobres para alimentarse, la guerra en el Congo, el paro en Francia, tres millones de sirios en busca de un refugio, la peste del terrorismo. Mejor «salvar el clima», ofrecer sacrificios a esta nueva religión pagana en la que los hombres, con sus dichas y sus desgracias, cuentan menos que la Diosa Tierra.
Guy Sorman