¡Salvar el sistema!

Me parece lógico que en la Fiesta del Trabajo la gente se manifieste contra la falta de él. Como contra los recortes de todo tipo, salarios, prestaciones, oportunidades, que se están dando en los países europeos, no importa el gobierno que tengan. Es humano, es comprensible, es incluso justo desde el punto de vista individual. Ya no lo es tanto, sin embargo, que ciertos partidos políticos y todos los sindicatos se pongan a la cabeza de la manifestación, al saber ellos mejor que nadie que la cosa es más compleja de lo que a primera vista parece. Esta crisis no es una más de las que periódicamente tiene el capitalismo, debido a sus excesos y contradicciones, para salir reforzado. Es un vuelco histórico que inaugura una nueva era, donde todo es distinto y las viejas recetas no sirven. Los líderes políticos y sindicales que no lo quieren ver, están defendiendo sus intereses personales como miembros de la clase privilegiada a que pertenecen, no los de la población en su conjunto. Y como esto que digo es algo muy grave, paso a explicarlo.

¡Salvar el sistema!

El gran error occidental ha sido seguir manteniendo el esquema «progresista», según el cual, una vez establecida la democracia y la industrialización, la mejora del nivel de vida continúa indefinidamente. El sistema ha funcionado durante dos siglos, llevando a la clase trabajadora occidental a convertirse en media y trayendo beneficios en educación, sanidad, salarios, pensiones e incluso ocio. Pero eso, señores, se acabó. Y se acabó porque esos beneficios han terminado costando más que los ingresos, como está ocurriendo en todos los campos del llamado «estado de bienestar», en quiebra técnica para pagar las jubilaciones, los hospitales, las universidades, la administración y los proveedores, mientras su deuda alcanza proporciones astronómicas. No es infrecuente, como ocurre en el caso de España, que la deuda esté a punto de superar el PIB de todo un año. No quiero echar cuentas para saber cuánto debe cada uno de nosotros para no asustarme. Pero esto es lo que hay, aunque nadie habla de ello.

Y ni siquiera es lo peor. Lo más grave es que la globalización ha puesto fin a una era histórica en la que «occidente», que a grosso modo va desde Alemania a Estados Unidos, ha regido política, económica e intelectualmente el mundo, dictando normas, principios, valores, modas y costumbres. Una colonización directa en muchos casos, encubierta en otros, pero colonización a fin de cuentas, en la que el «hombre blanco» aparecía en la cúspide de la pirámide humana, con el resto de la humanidad siguiendo sus pasos. Pero la conversión de nuestro planeta en una «aldea global», a caballo de la multiplicación de comunicaciones, la permeabilidad de fronteras, las grandes corrientes migratorias, la instantaneidad de los acontecimientos, los flujos de capitales y otros fenómenos globales han cambiado el escenario, con efectos positivos y negativos, como ocurre con todos los cambios históricos. Entre los positivos, está el haber acabado con el colonialismo y el ver el mundo, hasta ahora por desgracia solo desde el espacio, como la patria común de todos los seres vivos. Entre los negativos, los choques brutales de culturas, etnias y religiones que se están dando, con un revivir del nacionalismo, que no se resigna a morir.

En el tema concreto que estamos tratando, el efecto más inmediato y dañino de la globalización es que nos impide a los occidentales continuar el progreso indefinido que veníamos gozando, a menos que tomemos medidas drásticas para ajustarnos a la nueva situación. Para decirlo con un ejemplo, que es siempre la forma más simple y clara: el obrero francés ya no compite con el obrero alemán, ni el norteamericano con el europeo, como venía ocurriendo, sino con el obrero chino, indio, coreano o brasileño con salarios mucho más bajos. Como resultado, están inundando nuestros mercados con sus productos, mientras las inversiones se dirigen a ellos y sus arcas rebosan. Es como la riqueza del mundo se está desplazando, y occidente lo nota de forma cada vez más aguda en su bolsillo, capacidad y condiciones de vida. La clase media que se estrecha en Europa se ensancha en Asia.

La única forma de combatirlo es «defender el sistema» que tantos beneficios nos ha traído, haciéndolo más eficiente, más magro, más competitivo, a fin de que pueda sobrevivir en el nuevo escenario mundial. Es lo que han hecho Estados Unidos, Alemania y los países escandinavos, con una doble táctica: ajustar el Estado de Bienestar todo lo posible, eliminando gastos superfluos, y prestar mucha más atención a la educación y al desarrollo tecnológico, que son los que mantienen la distancia con los que vienen detrás, a los que se les venderán los productos de última tecnología que ellos no son capaces de producir. Cuánto tiempo se mantendrá esa distancia –simbolizada por el ordenador diseñado en Silicon Valley y «made in China»– nadie lo sabe, pues dependerá de si el progreso de los emergentes se desacelerará conforme sus trabajadores empiecen a pedir mejores condiciones y de si la superioridad tecnológica occidental podrá mantenerse indefinidamente. En cualquier caso, lo que no puede evitarse son unos ajustes duros en todos los campos sociales.

Es la apuesta que ha hecho Valls en Francia, tras haber visto a su país al borde del abismo, en la vieja creencia de que seguimos viviendo en el escenario de patronos contra obreros y del «Estado providencia», que atiende todas nuestras necesidades desde la cuna al cementerio. Vamos a ver si lo consigue, pues a mejor se acostumbra uno enseguida, a peor, difícilmente. Pienso, sin embargo, que lo va a conseguir. Y lo va a conseguir porque, antes que de izquierdas o derechas, los franceses son inteligentes y saben que la única forma de salvar el sistema es precisamente reformarlo. Y reformarlo, además, a fondo. Aunque conviene hacer una advertencia: condición sine qua non para que tal ajuste surta efecto es que los círculos dirigentes del país den ejemplo. Porque si entre el gran público cala la idea de que políticos, financieros, sindicalistas y empresarios solo buscan su provecho personal, no colaborará en la salvación del sistema al no verlo como suyo y nos convertiremos en los egipcios o griegos actuales, con mucho pasado y ningún futuro.

En España, desde luego, no hay síntomas de que haya calado esa toma de conciencia, con una izquierda que se refugia en el pasado por no comprender el presente y horrorizarle el futuro. Basta oír a la señora Valenciano, con una oratoria no ya del siglo XX, sino del XIX. Respecto a los sindicatos, eso, pero peor, pues si por la estructura parecen verticales, por el comportamiento son oblicuos. Lo más lejos que llegarán será a salvarse ellos hasta que no quede dinero en las arcas públicas ni para subvencionarlos.

José María Carrascal, periodista.

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